La tatuadora afgana Suraya Shahidi está acostumbrada a recibir cientos de peticiones cada vez que comparte sus últimos trabajos en las redes sociales y, en la conservadora sociedad de Afganistán, también amenazas por una práctica que algunos consideran tabú en el islam.

Esta joven de 27 años es la primera mujer afgana en desafiar las convenciones y dedicarse de forma profesional al tatuaje, que en Afganistán continúa siendo un arte restringido a un puñado de personas, especialmente hombres jóvenes, en grandes ciudades como Kabul.

"La práctica del tatuaje está al alza entre los afganos, sobre todo entre los jóvenes", explica a Efe Shahidi. Muchos desean inscribir la inicial de un ser querido en su cuerpo, y tampoco faltan los que se decantan por motivos animales, especialmente en manos y brazos.

Suraya, la tatuadora afgana. Efe

Se trata de la juventud afgana que ha crecido en las últimas dos décadas, marcadas por el conflicto incesante, pero también del progreso tras la caída en 2001 del régimen talibán.

"Recibo cientos de peticiones cada vez que publico uno de mis nuevos diseños en mi cuenta de Instagram", dice Shahidi, que comenzó hace dos años a trabajar como tatuadora profesional y aprendió el oficio en Irán y Turquía.

Los salones de tatuaje siguen limitados a unas pocas ciudades afganas y todavía parece una práctica extraña e incluso prohibida para muchos, especialmente en las zonas rurales, y más en el caso de las mujeres, vistas como ciudadanos de segunda clase en la conservadora sociedad afgana.

En buena parte de las zonas rurales, las mujeres no tienen permitido salir del hogar sin cubrirse con un burka o velo integral y, a pesar de que casi el 40% de todos los estudiantes son mujeres, se sigue limitando su educación y otras libertades.

Pero en un país donde se prohíbe de forma estricta a las mujeres sentarse cerca de hombres desconocidos, Shahidi tatúa cómodamente tanto a varones como a mujeres.

Arte prohibido

Hay muchos hombres afganos conservadores que "odian los tatuajes tanto como las chicas y los chicos los adoran", dice Shahidi, quien explica que este sector de la población considera que están prohibidos por el islam. Una afirmación que la tatuadora se apresura a desmentir.

"Nunca podrás encontrar una referencia en el islam o en la cultura afgana que diga que los tatuajes estén prohibidos", afirma.

Shahidi ve los tatuajes como una versión moderna del "khalkobi", las tradicionales decoraciones a base de puntos que las mujeres se hacían antaño en el rostro con extractos vegetales y agujas de coser. Lejos de haber desaparecido, las novias todavía los lucen en el día de su boda y aparecen con frecuencia en la poesía romántica.

"Ahora las mujeres utilizan los tatuajes para expresarse", dice Shahidi.

"Puede ser algo sin sentido o extraño para muchos, pero para mi un tatuaje es algo especial. Es el símbolo de mi amor, y me siento orgullosa cuando estoy con mis amigos", reconoce Lila Ahmadi, de 25 años, y que luce la inicial de su prometido en la mano izquierda.

Tatuar para cambiar

Shahidi ha visto a la sociedad afgana, especialmente en lo que concierne a las mujeres, romper tabúes con los años, desde la educación femenina hasta la llegada de mujeres en puestos de responsabilidad pública, frente a la década de los noventa bajo el gobierno talibán.

La tatuadora se siente parte de ese cambio. "Estoy trabajando para cambiar la sociedad; cuando empecé a tatuar era algo que parecía impensable pero ahora, día a día, la gente a mi alrededor se ha habituado y ahora les parece normal", dice.

Su esfuerzo por romper barreras pasa también por su modo de transporte, una moto que conduce "con libertad por las calles de Kabul", aunque hasta ahora todavía no se haya cruzado con otra motorista.

Amenazas

Shahidi reconoce que es objeto de frecuentes críticas y amenazas en las redes sociales, aunque no les da mucha importancia.

"No me importa lo que le guste a la gente o no, solo quiero disfrutar de mi vida", asegura la tatuadora, que en este momento dirige todas sus energías a inaugurar su nuevo salón de tatuajes, situado en un barrio del oeste de Kabul habitado por la minoría chií hazara y que ha sido escenario de varios ataques mortales del Estado Islámico en los últimos años.

"No me asustan las amenazas de seguridad, este es nuestro país y deberíamos intentar trabajar por un cambio positivo", concluye Shahidi.