Unamuno fue un intelectual criado en un matriarcado: no sólo en el de la sociedad vasca -con sus mujeres fuertes, rudas, sobrias-, sino en el de su propio hogar, donde su padre faltó pronto. Quizá por eso siempre identificó el concepto de “mujer” con el de “madre”, y cuando murió la suya, corrió a buscar otra en su novia querida, en su amor de siempre, Concha Lizárraga, a la que veneraba por encima de todas las cosas. Era un romántico, Unamuno: a ella encomendó su protección, su descanso, su paz. Concha le sacudía los demonios. Fue el centro de su vida, y así lo defendía delante de sus compadres, epístola mediante, cuando ellos -¡los pensadores, los razonables!- le pedían que dejase el amor en un segundo plano.

Aun con su aura decimonónica y sus contradicciones, podemos decir que Unamuno fue un hombre bastante feminista para su tiempo. Es cierto que identificaba a la mujer con el núcleo familiar, pero a su juicio ése era el pilar de la sociedad, no una simple trinchera donde arrinconarlas para que no molestasen. Más tarde fue entendiendo y expresando que las mujeres merecían emancipación y las apoyó en su lucha por sus derechos -por ejemplo, avalándolas en su conquista del voto femenino, y enfrentándose a muchos amigos del momento-.

Emancipación intelectual femenina

Hoy parece obvio decirlo, pero en un contexto en el que la mayor parte de intelectuales creían que las mujeres tenían capacidades mermadas o inferiores a las del varón, Unamuno defendía su igualdad intelectual. “¡No he de caer en la injusticia de sostener que nuestra mujer, la mujer española, es inferior a nuestro hombre, no!”, lanzaba. También clamaba que la enseñanza del bordado era un “símbolo de esclavitud” de la mujer, “esclavizada a eso que con una frase degradante llamamos ‘labores de su sexo’”.

“Se busca, distrayéndolas con esas futesas, mantenerlas en cierta perpetua minoridad intelectual. Es ello una vergüenza y una forma de aquello de que a la mujer le basta con saber guisar y remendar los calzones de su marido. En el fondo, parece se trata de impedir el desarrollo de la dignidad humana, de todo lo más elevado y más noble”, esgrimió en la Conferencia de la Sociedad de Ciencias de Málaga, en agosto de 1906.

Se quejaba de la etiqueta de “literatura para mujeres”, porque consideraba que la literatura era universal y que con esas menciones, se infantilizaba a la hembra. En otros aspectos, directamente, se la mimetizaba con un todo y se le negaba la individualidad, el relieve. “Le cuesta tanto a la mujer, en efecto, que le reconozcan personalidad, ¡verdadera personalidad! ¡Nos cuesta tanto a los hombres persuadirnos de que sea más que un niño grande! La pedantería masculina es una cosa formidable”. Casi nada.

Seiscientas amigas

Por eso es especialmente enriquecedor descubrir, ahora, su correspondencia con alrededor de seiscientas mujeres. Seiscientas amigas que le escribieron, a lo largo de su vida, comentándole sus preocupaciones, sus miedos, sus pasiones; pidiéndole favores, opiniones, comentarios a sus textos. Lo cuenta Ana Chaguaceda, directora de la Casa Museo Unamuno, que ahora recoge estas misivas: “Me interesan estas mujeres fuertes con las que Unamuno se escribe y la admiración que le profesaban. Podría haber parecido que no se fijarían en una persona definida como ‘decimonónico’, pero se acercaban a él por su espiritualidad”.

Xirgu y Borrás con Unamuno.

Ahí Emilia Pardo Bazán, Margarita Xirgu -con la que el escritor mantenía una relación personal, para quien adaptó Medea para su estreno en el Teatro Romano de Mérida (1934) y quien le pedía consejo sobre diseño de vestuario y personajes-, Clara Campoamor, María de Maeztu… pero también maestras, estudiantes, religiosas y amas de casa.

La periodista, escritora y activista feminista Carmen de Burgos -conocida como Colombine-, le escribió en enero de 1904 lo siguiente: “Tengo que suplicarle un nuevo favor: en el Diario Universal estoy tratando la implantación del divorcio en España, siendo el divorcio un problema muy complejo, solicito la opinión por tanto de nuestros hombres eminentes. ¿Quiere usted darme la suya? No hay para qué decirle que puede tratar el asunto con la mayor independencia en sus distintos aspectos”.

Problemas amorosos

Se refería a él como “mi respetable y distinguido amigo” y se definía a ella misma como su “amiga y admiradora que besa su mano”. Matilde de Ross, por su parte, le escribía en octubre de 1908 sus dolores de viuda y cómo añoraba al bueno de su marido: “Ya se consumó la horrenda desgracia con que yo no soñé jamás, ya se fue para siempre ese ser que yo adoraba sobre todas las cosas. Mi luz, mi guía en la vida. Se fue y me ha dejado sola en un mundo extraño (…) Estoy preparando mi ropa de luto”.

Le cuenta entonces que iba a volver a Chile con su familia y que pensaba coger un barco que pasaba por Lisboa, y le pedía que la acompañase de Madrid a allí porque tenía miedo y no sabría cómo embarcarse sola. “Oh, los misterios del destino, qué tristes son. Poco espero ya de la suerte, ahora que ella me ha vuelto la espalda de una manera tan cruel. Reciba usted un recuerdo afectuoso de la más desgraciada de las mujeres”.

Carta de Ángela Barco.

Ojo también a la increíble Marquesa del Ter, feminista implacable: “Sabiendo cuánto se interesa por todo lo que es la cultura y el progreso, ¿tuviera la bondad de darme a conocer su valiosa opinión sobre la Liga Feminista Española? Para la emancipación de la mujer acaba de formarse en Valencia y aquí en Madrid nos proponemos prestar nuestra adhesión”, escribió. “Creemos así prestar un gran servicio a la España hermosa y digna de ponerse a la altura de las demás naciones”.

“Nos proponemos estimular a la mujer para que salga de su ignorancia y para eso nos será preciso crear una biblioteca, por eso nos dirigimos a los sabios para que nos favorezcan con algunos de sus libros”, lanzaba, pidiéndole uno suyo, a ser posible, acompañado de un autógrafo.

La carta que pasó a la historia

La pintora Pilar Montaner se dirige así a él: “Muy recordado y apreciado Don Miguel, realmente nuestra lucha por la vida ha ido siendo cada vez más grande y hoy con la larga enfermedad de dos hijos se nos hace insostenible”. Más adelante le pide una carta de recomendación para su marido, Juan, que “arde en deseos de trabajar”. Recuerda días felices con el escritor en Valdemosa: “Recuerdo aquellas pajaritas de papel, un jarreto con flores y una mesita que con tanta gracia hacía usted a los niños. Y sus conversaciones. Y su modo de decir. Y aquel artículo que me dedicó usted sobre los olivos. No lo olvidaré nunca”.

El revés de la carta de Enriqueta a Unamuno. Casa Museo Unamuno.

Aquí la intrépida escritora y periodista Ángela Barco charlando sobre feminismo: “Todo, absolutamente todo lo que usted me dice respecto a la mujer que escribe para el público lo he pensado yo. Es verdad: civilización, instituciones e ideas públicas, lenguaje literario, todo es exclusivamente masculino. Así que las mujeres que nos lanzamos a un tiempo que no es el nuestro a la fuerza hemos de ponernos pantalones. Es un fastidio, pero es irremediable”.

Una de esas cartas, hay que decirlo, sí pasó a la historia. Es la que le dirigió Enriqueta Carbonell, la esposa del pastor protestante Atilano Coco, íntimo amigo de Unamuno. Lo recordarán porque lo refleja Amenábar en Mientras dure la guerra. “Se acusa a mi esposo de masón (…) Desde luego, no ha hecho política de ninguna clase”. Su amigo no pudo evitar el fusilamiento, aunque lo intentó con vehemencia. Quizás fue, de todas, esa muerte la que le abrió la cabeza y le hizo enfrentarse al bando franquista en el 36. Cuando dio su célebre discurso en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, llevaba las palabras de Enriqueta apretadas fuerte en la mano.