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En Baleares, donde el turismo sostiene gran parte de la economía, el volante no siempre garantiza estabilidad. Adrián, taxista desde hace casi veinte años, confiesa que el negocio del taxi no es lo que era hace tiempo. Su historia retrata a una profesión atrapada entre la estacionalidad, los altos costes y la competencia creciente. “En invierno no llegas ni a los mil euros al mes”, admite con resignación, mientras describe un oficio que combina libertad, desgaste y paciencia.

La inversión que pocos pueden asumir

De acuerdo con Adrián, en una charla con el influencer Adrián G. Martin, hoy una licencia de taxi en Baleares ronda los 300.000 euros, casi el doble de lo que él pagó hace dieciocho años. “Hay gente que pide 350.000, pero nadie en su sano juicio la compraría por eso”, asegura.

A eso se suman el coche, el mantenimiento y un seguro que puede superar los 2.000 euros anuales, o incluso llegar a 12.000 si la aseguradora considera que el conductor tiene riesgo.

La amortización, dice, puede tardar más de diez años, y solo si se trabaja sin descanso. “Hay que salir todos los días, llueva o truene. Si no lo haces, los números no salen”, explica. En verano, cuando los turistas llenan la isla, puede facturar entre 6.000 y 7.000 euros, pero en enero o febrero apenas llega a 1.300 o 1.500. “En invierno sobrevivimos. En verano respiramos”, resume.

Entre la competencia y las nuevas reglas del juego

Adrián también habla de la presión que sienten los taxistas frente a las VTC. “Nos hacen competencia desleal”, afirma. “Ellos pueden fijar sus tarifas y moverse sin tantas restricciones. Nosotros seguimos con precios congelados desde hace 19 años”. A ello se suma la vigilancia del propio sistema: “Si tienes un golpe, te obligan a repararlo enseguida o te retiran el coche. Vivimos con la espada sobre la cabeza”.

Otro conductor, Antonio, lleva apenas cinco años al volante. Llegó al taxi tras dejar la construcción, buscando una vida más tranquila. “Me dijeron que aquí era libre, que nadie te manda… pero si no sales a trabajar, no cobras”, confiesa. En verano trabaja hasta 12 horas diarias, pero en invierno reduce su jornada a la mitad: “No hay trabajo, apenas turistas. Lo poco que ganas se va en gasolina y en seguros”.

Una profesión que se resiste a desaparecer

Pese a las dificultades, ambos coinciden en que el taxi sigue siendo una forma de vida. Adrián reconoce que no lo cambiaría del todo: “No tengo jefe, nadie me dice cuándo salir. Me gusta hablar con la gente, recorrer la isla”. Antonio, en cambio, lo ve con más cautela: “No es un mal oficio, pero si mi hijo me preguntara, le diría que buscara otra cosa”.

Los dos saben que el futuro del taxi pasa por adaptarse: nuevas tecnologías, coches eléctricos y una regulación más justa. “Lo que necesitamos no es más trabajo, dice Adrián, es poder vivir dignamente del que ya hacemos”.