Esta semana, la Intervención General de la Administración del Estado ha hecho público que la ratio Gasto Público/PIB se situó en 2021 en el 51,5%, un 15,8% por encima de la existente en 2019. En paralelo, el Informe de Estabilidad Financiera del Banco de España aparecido estos días ha puesto de relieve que el déficit público se colocó el pasado ejercicio en el 6,9% del PIB y la deuda pública en el 118,4% del PIB.

No hace falta ser un genio para considerar esos desequilibrios muy preocupantes tanto en un escenario de progresiva normalización de la política monetaria, los tipos de interés del bono a 10 años de las nuevas emisiones se han incrementado ya en 150 puntos básicos, como de los factores estructurales, envejecimiento de la población, que conducen a un aumento sustancial del gasto y del déficit estructural.

Esos indicadores han de verse complementados por otro elemento de suma importancia económica y social que tiende a olvidarse o ignorarse de manera incomprensible: la creciente brecha existente entre el número de ciudadanos que obtienen sus remuneraciones del mercado y aquellos que las obtienen de las Administraciones Públicas.

La España productiva que genera bienes y servicios en el sector privado soporta una carga creciente de la España improductiva, es decir, aquella que no genera riqueza sino que la consume. En 2020, 15.927 millones de españoles (parados, pensionistas, empleados públicos y perceptores de programas de rentas públicas) vivían de las arcas estatales mientras 12.056 millones lo hacían del mercado. Estas cifras revelan un profundo e injusto desequilibrio en la sociedad española cuya gravedad no se debe ocultar.

Sin duda, parte del gasto público español genera valor añadido y se destina a financiar actividades importantes para el bienestar social, pero hay que preguntarse si su coste es superior o inferior a los beneficios que reporta.

Por desgracia, la respuesta a ese interrogante es negativa. España tiene un Estado caro cuyos niveles de eficacia y de eficiencia son muy inferiores a los vigentes en la media de los países industrializados; esto es, las Administraciones españolas gasta mucho y mal y este proceso de deterioro se ha agudizado de manera significativa a lo largo de la última década.

Los estudios sobre este campo son escasos, por no decir inexistentes, en la 'vieja piel de Toro'. Por eso tiene una especial relevancia, el conjunto de trabajos publicados por el Insrtituto de Estudios Económicos en su Revista bajo el título Por una mejora de la Eficiencia del Sector público.

Hay un profundo e injusto desequilibrio en la sociedad española cuya gravedad no se debe ocultar

En dicho texto se publica un interesante ranking elaborado por el IEE sobre esa cuestión, que analiza 40 países desarrollados. España ocupa un poco honroso puesto: el décimo por la cola; 25,6 y 24,2 puntos por debajo de la media OCDE-37 y de UE respectivamente. 

Si se realiza una estimación sencilla, un simple ejercicio matemático de esa realidad, puede llegarse a una conclusión fascinante y estremecedora: España podría reducir su gasto público en un 14% y seguir prestando los mismos servicios públicos que suministra ahora si el Estado gestionase sus recursos con una eficiencia similar a la media de la OCDE o de la UE.

Ello supondría un ahorro mínimo, en un escenario central, de unos 60.000 millones de euros, lo que tiene dos implicaciones básicas: primero, la identidad más gasto público-mejores prestaciones es falsa; segundo, es posible, como siempre se ha sostenido desde estas líneas y soporta la teoría económica, disminuir el endeudamiento de las Administraciones Públicas sin subir los impuestos. Pero ahí no termina la historia…

Uno de los tópicos, convertido en sabiduría convencional, es aquel según el cual es imprescindible incrementar el gasto público para luchar contra la desigualdad y la pobreza.

Sin embargo, esta correlación es espuria. Por ejemplo, si se compara la posición de los ciudadanos ubicados en los umbrales inferiores de la distribución de la renta en países de la UE con un tamaño de Estado mediano (Alemania), grande (Francia) o pequeño (Irlanda) se comprueba que el lugar en donde la suerte de los colectivos más desfavorecidos ha experimentado una mayor mejoría ha sido en Irlanda según los datos de Eurostat.

En términos agregados, el modelo de protección social existente en España es el menos eficiente de la UE con volúmenes de gasto social/PIB superiores a los existentes en la media de esa organización.

En este contexto resulta sorprendente la alergia de los partidos políticos patrios a plantear una estrategia de reducción del tamaño del sector público. Si esto es comprensible, por razones de irracionalidad ideológica en la izquierda, no lo es en las formaciones situadas en el centro-derecha cuya filosofía se supone está a favor de reducir el peso del Estado en la economía y en la sociedad.

Esta actitud resulta aún más chocante dado el brutal deterioro de las finanzas públicas, su insostenibilidad, lo que combinaría a la perfección la necesidad con la virtud. El asunto resulta todavía más llamativo si se tiene en cuenta la existencia de una abrumadora literatura y evidencia empírica que muestra las bondades de desplegar una estrategia de esa naturaleza.