Uno de los efectos no anticipados de la pandemia y, sobre todo, de la época de la misma en la que aún sabíamos muy poco sobre ella, no existían vacunas y nos vimos obligados a vivir confinados en nuestras casas, es el efecto que esto ha tenido sobre determinados trabajadores y lo que puede llegar a significar en términos de derechos sociales. 

Me explico: durante la primera época de la pandemia, fueron muchas las compañías que tomaron la decisión, obligadas por las circunstancias, de enviar a sus trabajadores a sus casas. Obviamente, esto no era posible para todas las empresas ni para todos los puestos: aquellos trabajadores que, por ejemplo, estaban vinculados a la operación de una máquina, a un trabajo físico o al trato cara a cara con personas, no podían, naturalmente, ser enviados a sus casas. Pero todos los que llevaban a cabo su trabajo habitualmente frente a un ordenador, en torno a un 37% de ellos según un informe de la Unión Europea, se encontraron de la noche a la mañana trabajando desde sus casas. 

Las casuísticas de estos trabajadores fueron, por supuesto, muy variadas. Nos encontramos desde personas que abominaban la idea de trabajar desde su casa (y, más aún, si terminado ese trabajo ni siquiera podían salir de esa casa para ir a tomar una cerveza en una terraza), hasta los que se instalaron adecuadamente, tenían una casa razonablemente agradable sin niños correteando por ella, y encontraron la idea maravillosa. Había incluso quienes, de hecho, llevaban algún tiempo haciéndolo. 

Entre todas estas casuísticas, surgió un tipo particular de trabajo: los desarrolladores. Salvando todos los tópicos, hablamos de personas cuyo trabajo es convertir ideas en código ejecutable, que habitualmente necesitan cierto nivel de concentración para desarrollarlo, y que manejan, lógicamente, muy bien la tecnología. Entre ese colectivo, la idea del teletrabajo fue recibida, por lo general, de manera muy positiva. 

A medida que los confinamientos de la primera ola de la pandemia fueron remitiendo, muchos encontraron que la idea de trabajar desde casa, sobre todo cuando se acompañaba de una cultura de confianza y permitía que el trabajador gestionase sus horas o sus ritmos de trabajo, podía ser maravillosa, sobre todo ahora que al terminar una tarea determinada podías salir a dar un paseo. 

¿Qué ocurrió? En entornos con mercados de trabajo razonablemente operativos, como los Estados Unidos, los acuerdos de trabajo distribuido se prolongaron en el tiempo. Las empresas tendieron a ser cautas, tardaron mucho en pedir a los trabajadores que retornasen a sus lugares de trabajo -en algunas de ellas aún son muchos los trabajadores que siguen trabajando desde donde buenamente quieren- y la situación, tras más de dos años, se convirtió en hábito. En otros casos, algunas compañías sí pretendieron obligar a sus trabajadores a volver a las oficinas… y se encontraron con oleadas de renuncias y dimisiones: si no voy a poder trabajar como yo quiera, mejor me busco otro trabajo. 

En otros países como España, con mercados de trabajo infinitamente menos funcionales, este tipo de cuestiones ocurrieron, lógicamente, con mucha menor frecuencia. Pero incluso en esos mercados, muchos desarrolladores se encontraron, de repente, con una situación envidiable: dado que sus puestos sí gozaban de un mercado de trabajo razonablemente líquido -es difícil conseguir buenos desarrolladores en España, y los que lo son no suelen estar en paro por mucho tiempo- pudieron ejercer presión frente a sus empleadores, y en muchos casos, obtener acuerdos de trabajo mucho más flexibles con respecto a los que tenían antes de la pandemia. 

¿Qué ocurre ahora? En Estados Unidos, por ejemplo, muchos desarrolladores pueden prácticamente tomar decisiones de modo autónomo sobre cómo quieren trabajar. Si reclaman trabajar en modo distribuido, sus empleadores tienden a concederles esa posibilidad, dado que la perspectiva de perder un desarrollador valioso que rápidamente será contratado por otra compañía es demasiado peligrosa.

Las compañías que se muestran más rígidas en ese sentido tienden además a perder desarrolladores a favor de las más abiertas en sus planteamientos, lo que se convierte en un progresivo drenaje de talento. ¿Quieres perder desarrolladores de calidad y quedarte solo con los malos, con los que no encontrarían trabajo en otro sitio? Pues ya sabes: dedícate a ponerles limitaciones sobre cómo pueden trabajar. 

El resultado es claro: los desarrolladores, aprovechando sus habilidades y lo potencialmente complicado que resulta para las empresas abastecerse de ellas, están convirtiéndose en algunos mercados en la avanzadilla de los derechos sociales. Se coordinan, reclaman sus derechos, y hasta crean incipientes movimientos sindicales en unas compañías e industrias que estaban, en algunos casos, poco acostumbradas a ellos. 

Básicamente, muchos desarrolladores se han dado cuenta de que podían inclinar a su favor el balance de poder, han comprobado durante los confinamientos que podían organizarse muy bien con la libertad que habían adquirido, y ahora reclaman esa libertad a las compañías para las que trabajan. El derecho al trabajo distribuido como nueva frontera de los derechos laborales. Lo reclaman, y si no se lo dan, simplemente cogen su teclado y se van a otra empresa más flexible. ¿Un caso muy especial, o una muestra del futuro que viene?