Los chips son, sin ningún género de duda, uno de los elementos fundamentales en la arquitectura de nuestro mundo actual. Presentes en una gama creciente de aparatos de todo tipo, incluidos todos aquellos que durante generaciones tuvieron composiciones -y funcionalidades- mucho más sencillas, los chips se han convertido en fundamentales en las cadenas de producción de muchísimas industrias. Algunas de ellas, como la del automóvil, han aprendido por las malas que menospreciar el progreso tecnológico y seguir abasteciéndose de chips completamente desfasados tecnológicamente era una auténtica receta para el desastre. 

¿Por qué el 2022 podría ser el año de los chips? Simplemente, porque hablamos de una industria que está aún muy lejos de su madurez y consolidación, pero que ha acumulado mucha más trascendencia de la que puede asimilar. La industria de los chips es enormemente compleja y con fuertes interdependencias entre quienes los diseñan, quienes fabrican las máquinas necesarias para fabricarlos, quienes los fabrican y quienes los utilizan.

Esas compañías que conforman la industria son, por lo general, pocas, muy pocas. Empresas muy especiales, con valoraciones elevadas, con capacidades extremadamente específicas, prácticamente imposibles de replicar, y en demasiados casos, envueltas en batallas por su control que abarcan ya no los intereses económicos o empresariales, sino que entran en el ámbito de lo geopolítico. 

Hablamos de una industria que está aún muy lejos de su madurez y consolidación, pero que ha acumulado mucha más trascendencia de la que puede asimilar

Pensemos en ARM, por ejemplo: una de las compañías punteras en el diseño de chips, creada casi por casualidad por una empresa de ordenadores no especialmente importante fuera del Reino Unido, Acorn, en 1978, y que se considera desde hace unos 10 años la empresa dominante en el campo de los chips de smartphones y tablets.

En realidad, ARM tan solo (o mejor, "tan solo") diseña la arquitectura de estos chips, pero es precisamente eso lo que la hace tan interesante, que provoca que la propiedad de la compañía esté en suspenso porque el gigante japonés Softbank, que la adquirió en 2016, anunció su venta a la norteamericana Nvidia. 

Esa venta, que sería la mayor de la historia en el entorno de los semiconductores, ha generado una fuerte oposición por razones que van desde los intereses de la seguridad nacional del propio Reino Unido, hasta alegaciones de comportamiento anticompetitivo por parte de muchas de las compañías que usan chips diseñados por ARM - Google, Microsoft, Qualcomm y muchas otras - pasando por la resistencia de ARM China, una subsidiaria controlada en su mayoría por fondos de inversión del gigante asiático. 

Y si la propiedad de ARM es de por sí una fuente de conflictos, la de otras compañías en la cadena de valor de los chips lo es aún más. ASML Holdings, una compañía holandesa no muy conocida (pero convertida este año en favorita de muchos inversores) fabrica las máquinas de litografía mediante luz ultravioleta extrema que permiten reproducir los sofisticados diseños de los chips sobre su base de silicio. Esta empresa tiene prohibido por amenazas de la administración norteamericana vender al que sin duda sería su mayor mercado, China, debido supuestamente al potencial de esas máquinas para fabricar chips que puedan ser utilizados en tecnologías militares. 

Sin embargo, uno de los mayores compradores de máquinas de ASML es TSMC, la mayor fabricante de chips del mundo, y que está situada en Taiwan, un territorio en disputa que China reclama como suyo. Si en algún momento tiene lugar una ofensiva de China para incorporar Taiwan a su territorio, no dudemos de que uno de los intereses fundamentales para ello será precisamente hacerse con TSMC. 

Si tiene lugar una ofensiva de China para incorporar Taiwan, no dudemos de que uno de los intereses será hacerse con TSMC

En medio de todo ello, fuertes presiones para convertir, por ejemplo, los diseños de los chips en open source, disponibles para cualquiera, o para empaquetar diferentes componentes mediante tecnologías más eficientes.

Hablamos de una industria en fortísima transformación, con un nivel de innovación brutal con el que resulta dificilísimo mantenerse actualizado y competitivo. Una industria en la que muchos gobiernos del mundo están dispuestos a invertir fuertes cantidades de dinero para asegurar su acceso a tecnologías consideradas absolutamente estratégicas. Y esto en un momento, tras una pandemia, que ha demostrado que confiar en el suministro de unos pocos protagonistas podía ser una receta para el desastre y sumir a sectores enteros de la economía en el desabastecimiento. 

En el año que comienza veremos, sin duda, muchos movimientos en esta industria que irán desde lo empresarial hasta lo geopolítico, y muchos de esos movimientos condicionarán en gran medida a otras industrias. En muchos sentidos, el 2022 va a ser el año de los chips.