Ser ignorante no es un drama. Todos somos imperfectos e ignoramos cosas, también en nuestra especialidad. En realidad, para quienes amamos aprender, picados por una curiosidad casi patológica, es una bendición ser conscientes de que siempre puedes aprender cosas nuevas de los demás, de lo que nos rodea.

La semana pasada, el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, llamó ignorante a un economista imperfecto, Daniel Lacalle. Seguro que Lacalle ignora millones de cosas, pero eso no es lo malo. Lo malo es que el ministro Escrivá no había hecho sus deberes. Su primer fallo fue no saber que Daniel Lacalle no suele dar puntada sin hilo. Su segundo error fue recomendar una lectura que él mismo parecía desconocer.

El ministro señalaba el misterioso desfase entre la evolución de la productividad y la evolución del empleo en la recuperación de la actual crisis de la pandemia. En una serie de tuits comparaba esa diferencia con la de otros países y con la evolución de esos indicadores en otras recuperaciones de la economía española. Todo bien, si no fuera porque estaba obviando (entre otros) dos elementos importantes de la coyuntura económica actual: las cifras de empleo están infladas y la mala evolución de la productividad está alimentada por la política laboral del Gobierno.

La explicación de Lacalle, aunque breve por ser un tuit, era contundente y acertada.

Efectivamente, considerar "empleo" a los trabajadores en ERTE, incluso si están disminuyendo, es un truco burdo y habitual ya de nuestros mandatarios. Por otro lado, la masiva creación de empleo público no es un mito, ha sido denunciado en periódicos afines al régimen varias veces en este año.

En septiembre alcanzó la cifra récord de 3,4 millones de trabajadores. Ante esa respuesta, Escrivá, a quien no le gusta que le contradigan, respondió con un "impresiona encontrar en tan poco espacio tanta ignorancia…" mencionando que Lacalle debería leer las notas metodológicas del INE (Instituto Nacional de Estadística).

Su mensaje fue respondido por Lacalle empleando las notas metodológicas del INE. Fin de la discusión.

Lo que más me impresionó de todo este intercambio fueron dos cosas. Un servidor público, a sueldo de los españoles, se permite el lujo de insultar públicamente a un economista que señala su disconformidad con una política del Gobierno. Porque Escrivá no está en Twitter solamente como Escrivá: es un ministro tuiteando cosas de ministro. No le respondió a Lacalle: "usted se equivoca, señor mío". Le lanzó un ataque desde la soberbia que fue jaleado por los afines al régimen. Cierto es que Lacalle fue aplaudido por los críticos.

Un servidor público se permite el lujo de insultar públicamente a un economista que señala su disconformidad con una política del Gobierno

No obstante, entre las reacciones de los acólitos, y esta fue mi segunda sorpresa, alguien se desmarcó afirmando que el empleo público es empleo al fin y al cabo, necesario y de calidad, y cuestionaba que sea un problema real. Después de todo, tanto en el ámbito privado como en el ámbito público, hablamos de un puesto de trabajo ocupado por un español que desarrolla su talento, ¿no?

La falacia que hay detrás de esa suposición es considerar que el Gobierno es creador de riqueza. Los creadores de riqueza no son los Estados, sino los empresarios. Y, aunque es muy simple explicar por qué, no lo es tanto convencer a la gente de ello. Los creadores de riqueza son quienes se arriesgan a perder lo que es suyo, no lo que es de otros. Y pueden perderlo porque no pueden predecir el futuro.

El profesor Rodríguez Braun recordaba el otro día el chiste de José Ortega y Gasset en el que un caballero del siglo XVII se despide de su esposa diciendo: "¡Adiós, amada mía! ¡Me voy a la Guerra de los Treinta Años!". Por la misma razón que el caballero no podía saber si la contienda duraría un mes, un año o treinta, el empresario no puede eliminar por completo la incertidumbre.

Los gobiernos tampoco, claro, pero ellos no se juegan su patrimonio y un empresario sí. Si, por alguna razón, la universidad en la que trabajo dejara de tener alumnos, sus propietarios solamente podrían vender los edificios y tratar de recuperar algo de lo perdido. Si sucediera lo mismo en la Universidad Complutense, el bolsillo de los gobernantes no se vería afectado y el resultado de la venta de los edificios serviría para solventar el roto ocasionado a los ciudadanos que lo pagan impuestos, sea en el tiempo presente o sea en el futuro.

La creación de riqueza implica descubrimiento de oportunidades. Y para eso no vale la planificación internacional, la agenda 2050, ni la presunta ignorancia de gobernantes cuyo objetivo es el resultado de las próximas elecciones. Para eso es imprescindible que quienes van a triunfar o fracasar olfateen y descubran esas oportunidades.

Incluso si son capaces, como es patente analizando la sofisticada economía del siglo XXI, de desarrollar todo tipo de instrumentos y mecanismos que palien la incertidumbre y compensen posibles pérdidas, el riesgo lo asumen. Todo lo demás son excusas, prepotencia, verborrea y engaño.

No quiero decir que necesariamente Escrivá esté engañando al público conscientemente. Puede ser que se engañe a sí mismo y se crea su cuento. Casi preferiría lo primero. Porque la segunda opción quiere decir que él también cree que el superhéroe es el Estado y el empresario es el supervillano. Él también cree que la vida del funcionario es la vida mejor. También piensa que él sabe, y por eso hace, y que sin él (y el Gobierno que nos ilumina) no habría ni noche ni día. También está convencido que la innovación es el fruto de una mente funcionarial con destino mesiánico.

Pero hay algo que me preocupa aún más. Estos visionarios son quienes tienen en sus manos la educación de nuestros hijos. ¿Qué imagen del empresario, del capitán de las finanzas, de los creadores de riqueza, van a tener los niños de hoy, cuando tengan que pagar la enorme deuda que les están dejando en herencia estos presuntos omniscientes?