El pasado domingo tuve el placer de compartir escenario con dos brillantes economistas, Benito Arruñada y Rafael Domenech, en un panel sobre el futuro de España, moderado por la portavoz de economía en el Congreso de Ciudadanos. El encuentro se produjo en el entorno de la convención nacional, pero con invitación, no abierta a cualquier militante, del partido naranja.

Como suele suceder, pasamos por los temas agendas de puntillas. Por suerte, desde este rincón de Invertia, tendré la oportunidad de desglosar, a lo largo del verano, aquellos puntos relevantes que se quedaron en el tintero.

Pero hoy quisiera clarificar un tema medular que responde a una pregunta que, muy acertadamente, María Muñoz nos formuló. “Si estamos de acuerdo en que la tutela del Estado es mala ¿qué podemos hacer quienes nos dedicamos a la política, los parlamentarios y gestores públicos?”.

Muy interesante pregunta que quienes nos decimos liberales nos planteamos a menudo. ¿Cuál es el grado de intervención de los poderes públicos? Para los anarco capitalistas (o anarquistas de libre mercado) es cero, o debe tender a cero. Para el grado siguiente, debe tender a cero pero es improbable que suceda. Después están quienes consideran que la vida sin Estado es imposible pero hay que minimizar su poder sobre la vida de los ciudadanos. Los liberales clásicos asignan al Estado la defensa, la justicia y poco más. Adam Smith era un poco más laxo. Y, de ahí en adelante, se van añadiendo tareas que, presuntamente, corresponden al Estado.

Como expliqué al principio de mi intervención, yo creo en la emancipación de los individuos y en la subsidiaridad del Estado. Mis amigos más radicales me señalan siempre que el Estado, por su propia naturaleza, como expresión de poder y privilegio, y como ya explicaba Anthony de Jasay, tiene a crecer y a ocupar parcelas de la vida del ciudadano por su propia supervivencia.

Pero mi respuesta a María Muñoz fue en otra dirección. No creo en el liberalismo (sea la versión que sea) como un libro de recetas o “solucionador” de problemas, sino como un conjunto de principios que iluminan la acción. Por eso, simplemente, ofrecí tres puntos de referencia que creo que podrían servir de guía a nuestros políticos.

En primer lugar, despolitizar la economía. Como dijo Fuentes Quintana y he mencionado el alguna otra ocasión, “Es la hora de la economía”. Si no es ahora ¿cuándo? No puede ser que por razones políticas bastardas, es decir, por ganar votos en las próximas elecciones, o por no perder al socio que te ha encumbrado a la presidencia por sólo dos votos de diferencia, se tomen medidas que dañan el mercado laboral, lo esclerotizan aún más de lo que está. Me refiero, por supuesto al salario mínimo. Pero podríamos sumar a la lista la recontar reforma de las pensiones. O las políticas tributarias. Y, así, tantas medidas que no tienen una finalidad económica sino política, pero que se tiñen de seriedad o academicismo porque se aporta como base, un sesudo estudio en el que se emplean la econometría y la estadística como coartadas para que sean aceptadas. Suena serio, tiene un modelito.

Y así somos los economistas. Damos a los políticos razones para que actúen a su antojo. Eso sí, para cubrirnos las vergüenzas, cuando sale mal y te señalan con el dedo, siempre puedes argumentar que con los supuestos considerados y caeteris paribus, esos eran los resultados, y que esto no es una ciencia exacta.

En segundo lugar, mirar a largo plazo. Las políticas cortoplacistas, es decir, los parches que nuestros políticos de todos los partidos presentan como reinvención de la rueda, pueden tener buena cara en las distancias cortas, en términos de tiempo. Pero a la larga son muy nocivas porque, normalmente, refuerzan los problemas estructurales que ya existen. Como por ejemplo, el desempleo, en el caso del salario mínimo.

La gran paradoja es que, por obra y gracia de la pertenencia a instituciones supranacionales que defienden una agenda internacional, nuestro gobierno ha elaborado una agenda a muy largo plazo, ha creado un organismo que se dedique analizar las grandes tendencias del futuro, y ha dotado a todo el proyecto del presupuesto correspondiente, con el dinero de todos los españoles. Sin embargo, no son capaces de controlar la mayor herida que les podemos dejar a los españoles del mañana, la deuda pública.

Y, en tercer lugar, los gestores públicos podrían fomentar el ahorro y la inversión y no el gasto y la deuda. ¿Por qué no enseñar finanzas personales en los colegios e institutos de nuestro país? ¿Por qué no enseñar a los españoles del mañana que invertir es crear riqueza? ¿Por qué no acabar con el mito de que lucrase es malo cuando todos queremos lucrarnos, y es por eso que no trabajamos gratis? Y, sobre Tod, ¿por qué no dan ejemplo nuestros gobernantes, reduciendo la penalización por ahorrar e invertir y, paralelamente, tratando de reducir el gasto espurio de los Presupuestos Generales? Porque, precisamente en el momento de transformación económica en el que estamos, es necesario inversión en tecnología, en digitalización, necesitamos empresas lo suficientemente grandes y saneadas, necesitamos la creación de puestos de trabajo para nuestros jóvenes.

En otras palabras, necesitamos que haya incentivos para la acumulación y la inversión. Y eso no se logra demonizando al empresario exitoso, ni a quienes queremos lucrarnos y ser millonarios. Se hace reconociendo el papel que el empresario innovador, emancipado del Estado, que no busca privilegios en la política (debe quedar alguno), tiene en nuestra sociedad y va a seguir teniendo en el futuro.

Estas tres premisas no están presentes en muchas de las acciones y medidas de política económica de Ciudadanos. Ni de ningún partido. Así que, a la pregunta de si soy de Ciudadanos, la respuesta es no. Solamente acudo a compartir mi visión de las cosas con quien tiene la amabilidad de invitarme. No es la primera vez que acudo a una convención. Fui a la del Partido Popular en enero del 2019 y, obviamente, tampoco me siento identificada con ese partido. Ni con ninguno.