En casi todas mis clases con directivos, ejecutivos y emprendedores ocurre una escena que se repite con la precisión de un experimento. Pregunto: “¿Quién ha realizado en los últimos años un curso para entrenar su imaginación, su creatividad o su intuición?” La respuesta es siempre la misma: silencio, alguna mirada evasiva y, como mucho, una mano tímida levantándose al fondo. La paradoja es evidente. Nunca habíamos necesitado tanto pensamiento profundo, tantas capacidades humanas esenciales, y sin embargo estas habilidades han desaparecido de la dieta cognitiva del profesional moderno. Sabemos dominar herramientas, datos y arquitecturas tecnológicas, pero no nuestra propia mente.

Lo inquietante es que, mientras descuidamos estas capacidades, la tecnología está remodelando nuestro cerebro con una persistencia comparable a la del viento que esculpe una roca. Cada estímulo, cada notificación, cada salto entre apps fragmenta un poco más nuestra atención. La neurociencia es clara. Estudios publicados en Nature Human Behaviour y Frontiers in Psychology muestran cómo el uso digital fragmentado deteriora la atención sostenida, la memoria de trabajo y la función ejecutiva, tres capacidades esenciales para liderar en entornos complejos. A ello se suman investigaciones de Harvard Medical School (2024–2025), que demuestran cómo el scroll infinito activa circuitos dopaminérgicos asociados a gratificación inmediata y reduce nuestra capacidad de concentración. En términos prácticos: estamos perdiendo la profundidad mental necesaria para pensar bien.

Al mismo tiempo, la tecnología nos empuja a delegar cada vez más procesos cognitivos. Un estudio de la Universidad de Chicago revela que los profesionales altamente digitalizados recurren al cognitive offloading: externalizan no solo memoria, sino también preanálisis, síntesis e incluso el primer filtro interpretativo. La mente, privada de esfuerzo continuo, empieza a perder tono. El resultado es una sensación creciente de superficialidad cognitiva: menos ideas originales, menos tolerancia a la ambigüedad, intuiciones más débiles y una lectura más pobre de los contextos. Para un directivo, ese deterioro no es abstracto; es profundamente operativo.

Lo paradójico es que estas capacidades —imaginar, crear e intuir— no son dones misteriosos ni atributos estáticos. Numerosos estudios en neurociencia y psicología cognitiva sugieren que forman fases interdependientes del pensamiento humano, aunque rara vez se hayan descrito explícitamente en este orden. Son habilidades entrenables que conforman un ciclo mental profundo que solemos dar por sentado. Imaginar es el origen: no es fantasía infantil, sino la facultad de generar mundos posibles, simular escenarios y visualizar alternativas antes de que la realidad las exija. Sin imaginación, el futuro se reduce a prolongar el presente. Crear es la transformación: la capacidad de combinar elementos, reinterpretarlos y generar algo nuevo y valioso a partir de lo imaginado. Es el puente entre lo que puede ser y lo que llega a existir. Intuir es la culminación: el mecanismo silencioso que integra experiencia, patrones, señales emocionales y conocimiento implícito para tomar decisiones rápidas y acertadas en entornos de incertidumbre. Imaginamos para abrir posibilidades, creamos para darles forma, intuimos para elegir el camino adecuado.

Comprender este orden —imaginar → crear → intuir— es esencial. La imaginación abre el territorio mental donde después la creatividad trabaja. La creatividad genera alternativas entre las que la intuición, finalmente, discierne. En un profesional, estos procesos se retroalimentan sin que apenas reparemos en ello, pero todos pueden atrofiarse si la mente vive secuestrada por la inmediatez tecnológica. La imaginación requiere silencio interior, la creatividad necesita espacio y juego, y la intuición demanda continuidad emocional y claridad mental. Paradójicamente, son exactamente las condiciones que escasean en un mundo de interrupciones permanentes.

La evidencia científica refuerza esta visión. La Default Mode Network, la red cerebral relacionada con imaginación, visualización y pensamiento asociativo, es especialmente sensible a la sobreestimulación. Un estudio neurológico de 2024 demostró que la exposición constante a estímulos breves reduce su actividad, dificultando la visualización profunda y la combinatoria interna de ideas. Cuando renunciamos al silencio mental, renunciamos al laboratorio interior del que surge toda estrategia.

La creatividad, por su parte, depende no solo de inspiración, sino de la interacción entre redes neuronales que requieren fases de incubación, pausa y hasta aburrimiento. Según LinkedIn Global Skills Report y el World Economic Forum, creativity, analytical thinking y complex problem solving serán competencias críticas para 2025–2030, mientras que un metaanálisis de la Universidad de Georgetown confirma su impacto en liderazgo, resiliencia y adaptabilidad. Y la intuición, tan despreciada por quienes la confunden con impulsividad, es una de las formas más refinadas de inteligencia contextual, como muestran los trabajos de Gigerenzer, Damasio y Kahneman.

En este punto, la metáfora clásica de La Odisea sigue siendo sorprendentemente contemporánea. Ulises no vence a las Sirenas confiando en su fuerza de voluntad, sino atándose al mástil. Diseña un sistema para proteger su atención, su juicio y su destino. Nosotros convivimos con nuestras propias Sirenas —notificaciones, feeds infinitos, flujos interminables de información e IA que propone respuestas antes de que pensemos— sin ninguna cuerda que nos sujete. El resultado es una erosión lenta pero constante del espacio mental donde se incuban la imaginación, la creatividad y la intuición. Perdemos primero la capacidad de visualizar, luego la de transformar y finalmente la de decidir con claridad.

Para los líderes y emprendedores, esta erosión tiene consecuencias directas. Una atención debilitada difumina la estrategia. Una imaginación erosionada reduce la visión. Una creatividad asfixiada impide innovar. Una intuición saturada pierde precisión. Y la tecnología —por muy poderosa que sea— no es neutral: condiciona cómo pensamos, qué observamos y cuánto tiempo podemos sostener un razonamiento sin distracciones. El liderazgo del futuro no dependerá del nivel de sofisticación técnica, sino del grado de profundidad humana que cada profesional sea capaz de preservar.

La buena noticia es que la mente conserva una plasticidad extraordinaria. La imaginación florece cuando alimentamos la visualización y la prospección de escenarios. La creatividad emerge cuando permitimos que la mente explore sin presión inmediata, divague y combine ideas sin finalidad aparente. La intuición se vuelve más precisa cuando revisamos decisiones pasadas, detectamos patrones y concedemos espacio al procesamiento silencioso. Incluso la Default Mode Network —tan castigada por la hiperestimulación— se reactiva con lectura profunda, paseos, escritura o pausas sin objetivo productivo.

Al final, la neurociencia recuerda algo esencial: la mente cambia según aquello a lo que la exponemos. Si la exponemos a ruido, se vuelve ruido. Si la exponemos a profundidad, recupera profundidad. Podemos permitir que el entorno digital moldee nuestra arquitectura cognitiva sin control o podemos recuperar la iniciativa y proteger aquello que nos hace humanos: la capacidad de imaginar, crear e intuir.

Vivimos un momento extraordinario. Nunca habíamos tenido tantas herramientas para expandir nuestras capacidades y, sin embargo, nunca habíamos empleado tan poco nuestra imaginación, nuestra creatividad o nuestra intuición. Y es aquí donde se revela la verdadera disrupción. No estará en la próxima plataforma, en el próximo modelo de IA o en la próxima automatización, sino en quienes se atrevan a pensar con hondura en tiempos que premian la superficialidad. Ese profesional, ese líder, ese emprendedor… será quien marque la diferencia.

***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.