La carrera por la inteligencia artificial se ha convertido en uno de los frentes más determinantes de la geopolítica económica. Sin embargo, Europa parece atrapada en un dilema: o seguir el ritmo que marcan Estados Unidos y China en los grandes modelos en la nube, o encontrar un terreno propio donde establecer reglas, generar industria y ganar autonomía. La Edge AI —la inteligencia artificial que se ejecuta directamente en dispositivos Edge, como smartphones o sensores IoT— representa, en mi opinión, una de las últimas bazas reales de Europa para no quedar relegada a la condición de mera consumidora de tecnología ajena.
La narrativa dominante gira en torno a los modelos masivos en la nube, gestionados por gigantes como OpenAI, Google o Baidu. Su poder de inversión y su acceso privilegiado a datos hacen casi imposible que la UE pueda competir en esa liga. Pero la historia no está escrita: en los márgenes de esta revolución tecnológica surge una alternativa con un alto potencial estratégico. La Edge AI permite procesar datos en tiempo real, sin depender de grandes centros de datos externos, lo que reduce costes, mejora la seguridad y, sobre todo, fortalece la soberanía digital.
El proyecto EdgeAI-Trust, financiado por Horizon Europe y Chips JU, es un ejemplo de cómo Europa intenta dar un paso al frente. Liderado por TTTech Auto y con más de 50 socios —incluidas empresas y universidades españolas—, busca sentar las bases de un ecosistema industrial en torno a esta tecnología. El objetivo no es solo desarrollar prototipos, sino demostrar que Europa puede coordinar capacidades dispersas y convertirlas en soluciones comercializables. Y aquí está la primera lección: la cooperación puede ser, en sí misma, una ventaja competitiva frente a modelos más centralizados y verticales como los de Estados Unidos o China.
Ahora bien, no es suficiente con coordinar. Si algo distingue a EE.UU. es su capacidad para transformar investigación en negocio, mientras que China combina inversión pública masiva con una estrategia de estandarización global. Es así como, Europa corre el riesgo de quedarse en la fase intermedia: proyectos brillantes que nunca llegan al mercado. EdgeAI-Trust tiene la oportunidad de demostrar que los consorcios europeos no solo generan informes, sino también empresas, productos y empleos que transforman.
Las implicaciones económicas de esta apuesta son claras. Para la industria europea —automoción, logística, manufactura, agricultura— la Edge AI significa reducir dependencia de proveedores externos, abaratar costes de transmisión y cumplir con normativas de datos sin fricciones. Pero hay más en juego: hablamos de blindar la competitividad de sectores enteros.
Si un fabricante europeo necesita depender de la nube estadounidense o china para que funcionen sus robots o sus coches conectados, su margen de maniobra se verá reducido no solo por cuestiones técnicas, sino también políticas.
No es un riesgo teórico. La competencia comercial entre EE.UU. y China ha demostrado hasta qué punto el control tecnológico puede convertirse en arma geoestratégica. Europa, si no acelera, podría verse atrapada entre dos gigantes que marcan precios, estándares y ritmos de innovación. Con la Edge AI, la UE tiene una ventana para liderar en un ámbito donde la cercanía entre datos, procesos y regulación puede convertirse en ventaja competitiva. Pero esa ventana no estará abierta mucho tiempo.
La fuerza de Estados Unidos reside en su capacidad para que las startups tecnológicas escalen en pocos años hasta convertirse en referentes globales. La de China, en su disciplina para integrar objetivos industriales en su política de Estado. Europa, en cambio, a veces se dispersar en proyectos piloto que acaban muriendo en comités. EdgeAI-Trust tiene el potencial de ser distinto, pero solo si logra pasar de los prototipos al mercado, de las buenas intenciones a los estándares globales.
La lección es clara: Europa no puede aspirar a competir en todo, pero sí a liderar en ámbitos estratégicos. La Edge AI es uno de ellos. Exige inversión sostenida, cooperación público-privada y, sobre todo, valentía política para apostar por sectores concretos en lugar de dispersar esfuerzos. A cambio, Europa ganaría autonomía digital, protegiendo su tejido productivo y garantizando un crecimiento impulsado por la innovación.
La pregunta ya no es si la Edge AI se convertirá en un pilar de la industria digital, sino quién fijará las reglas del juego y quién se beneficiará de ellas. Europa tiene una oportunidad real de liderar en este terreno. Pero si no la aprovecha, no habrá segundas oportunidades.
*** Raúl García Crespo es PMO en Solver IA
