Los alumnos ya no leen libros: lo aprenden todo en YouTube o preguntando a ChatGPT. No es falta de curiosidad, es un cambio de época. La educación que sobreviva será la que entienda que sus alumnos son también clientes.
Recientemente iba en el metro un lunes por la mañana y la chica que estaba a mi lado copiaba, con destreza y cierta angustia, las respuestas que ChatGPT le ofrecía a sus problemas de química. En la pantalla de su móvil las fórmulas se desplegaban como si un oráculo moderno dictara sus secretos. Ella intentaba ordenarlas antes de llegar a clase.
Días después, con alumnos de Ingeniería Informática, algunos me confesaban que ya no leían libros. "Todo está bien explicado en YouTube", decían con naturalidad, como quien describe un hecho obvio. Y algunos colegas me contaban resignados que ya no conseguían mantener la atención de sus estudiantes más de diez minutos. "Después de eso, me decía uno, los pierdo. Se me van, como arena entre los dedos".
No se trata de una generación desinteresada. Lo que ha cambiado no es su inteligencia, sino su ecosistema cognitivo. Viven en un mundo donde el conocimiento se consume como un flujo audiovisual: breve, fragmentado, inmediato. Están acostumbrados a que el contenido les busque, no al revés. Son hijos de la abundancia informativa, pero también de la distracción permanente.
Durante años se nos ha vendido la idea de los "nativos digitales", como si hubieran nacido con una mente nueva. Pero la ciencia lo desmiente: no aprenden de otra forma, aprenden en otro entorno. Uno donde la atención es un recurso escaso y el estímulo constante la norma. Pedirles que se concentren una hora entera en una clase expositiva es como pedirles que vean una película muda en la era de las series en streaming.
La educación tradicional, diseñada para la escasez de información, se enfrenta a la paradoja de enseñar en tiempos de exceso. Y la solución no pasa por disfrazar la enseñanza de espectáculo, sino por hacerla participativa. Las evidencias en educación STEM son claras: los alumnos retienen más, aprueban más y disfrutan más cuando aprenden haciendo, discutiendo, resolviendo problemas y aplicando lo que aprenden en tiempo real.
El llamado active learning no es una moda pedagógica, es la respuesta natural a un nuevo entorno mental. El conocimiento ya no se transmite: se construye. El profesor deja de ser un orador para convertirse en un diseñador de experiencias de aprendizaje. Y eso exige ritmo, propósito y una narrativa que mantenga viva la curiosidad.
Las instituciones que comprendan esto verán también lo que muchos aún resisten: los alumnos son clientes. Y los clientes, en cualquier industria, ya no compran un producto: compran una experiencia. La educación no es una excepción. Ganarán la partida las universidades y escuelas que segmenten bien a sus públicos, que entiendan sus motivaciones y que combinen clases en directo con materiales que el alumno pueda seguir a su ritmo, ofreciendo la mejor experiencia posible de aprendizaje y comunidad.
La enseñanza superior vive hoy la misma revolución que los medios o el entretenimiento: la del paso de la transmisión al engagement. El reto no es competir con TikTok, sino aprender de él. Comprender su lenguaje de ritmo, recompensa y conexión. Un buen curso, como una buena serie, necesita estructura, tensión y sentido de progreso. Cada módulo debería dejar al estudiante con ganas de saber qué viene después.
El profesor del siglo XXI no puede limitarse a impartir contenidos; debe provocar el deseo de aprender. Cuando logremos eso, cuando los alumnos nos escriban al final de una asignatura preguntando cuándo empieza la siguiente temporada, sabremos que la educación, por fin, ha aprendido a hablar el idioma de su tiempo.
Nota al lector: aunque este artículo lleva la firma de José María Cuéllar, algunos sostienen que fue escrito por una inteligencia artificial que lo soñó a su manera. El propio autor, por ahora, no lo ha desmentido.
*** José María Cuéllar es director académico en IMMUNE Technology Institute.
