Ayer celebramos la quinta edición de los DISRUPTORES Innovation Awards 2025, la gran cita anual del ecosistema de la innovación y la digitalización en habla hispana. Entenderán, queridos lectores, que todavía permanezca con la bella resaca de una velada extraordinaria, de la buena compañía de más de 400 amigos y amigas del sector y del increíble trabajo que, ayer y siempre, realiza el equipo de este medio.
Pero galas como la de ayer no dejan de ser un espejismo, una oda a la buena labor de personalidades y empresas en estas lides. Un reconocimiento merecido al talento de primerísimo nivel que tenemos en nuestro país y una forma de visibilizar, desde la prensa, la importancia de estos menesteres en el presente y futuro de nuestro país y de las sociedades en su conjunto.
Y digo que es un espejismo porque estos 50 disruptores a los que hemos honrado, y los diez que resultaron finalmente ganadores, son la excepción. La innovación y la digitalización siguen siendo conceptos muy manidos, pero cuya ejecución concreta nos devuelve a una realidad no tan halagüeña.
En mi intervención durante los premios bromeaba diciendo que la inteligencia artificial sigue siendo el palabro de moda, que la capa generativa ya ha bajado de las musas al teatro y que ahora estamos inmersos en la ola de los agentes autónomos. Pero 2025 ha sido un año no tanto de grandes anuncios y mensajes fáciles, sino de acumulación de detalles que nuevamente tienen un sabor agridulce. Porque es obligado recapitular las excesivas piezas sin encajar, las demasiadas promesas aún por cumplir. En cierto modo, por fin se nos ha visto el esqueleto digital.
Europa ya tiene en vigor su Ley de Inteligencia Artificial con un despliegue de normas, obligaciones y códigos de conducta que, más allá de ordenar el mercado, han dejado al desnudo una verdad incómoda: regulamos como si fuéramos potencias tecnológicas, pero seguimos sin serlo. Falta infraestructura, faltan modelos fundacionales propios, faltan GPUs, y sobre todo falta una estrategia común. Regulamos la IA desde el papel, mientras las plataformas globales marcan el ritmo real del desarrollo.
En España, el contraste ha sido igual de crudo. Este año se nos llenó la boca con soberanía digital, con cables submarinos (como Sol), con centros de datos espaciales, con alianzas público-privadas… pero el PERTE Chip sigue sin fábrica, la SETT sin hoja de ruta clara y las startups sin el oxígeno inversor que necesitan para escalar. La visión está, o al menos nos lleva a un engaño visual, pero los mecanismos fallan por todos los lados.
Las empresas también han vivido su aterrizaje: ya no buscan IA por inercia, sino por necesidad. Los CIOs con los que hemos hablado este año ya no quieren experimentos; quieren gobernanza, trazabilidad... y el siempre difícil retorno de la inversión. Han aprendido a priorizar, a decir que no, a elegir bien qué merece ser automatizado. Siguiendo con los conceptos manidos, el dato ha dejado de ser petróleo para convertirse en patrimonio: algo que se cuida, se protege, se clasifica y se procesa con criterio. Pero todavía estamos en esa fase inicial, cuando en otras latitudes ya se extrae provecho de la revolución de la IA.
Y mientras tanto, la ciberseguridad ha vuelto a hacer de aguafiestas. Solo un 5% de las organizaciones españolas están preparadas frente a ataques con IA. Y el dominio .es se ha colado entre los más usados para el phishing global. Demasiadas puertas abiertas; demasiada ingenuidad.
2025 ha sido, más que nada, un baño de realidad. Y quizá eso sea lo mejor que nos podía pasar.