En la conversación global sobre energía y desarrollo sostenible, el foco suele centrarse en grandes infraestructuras: redes eléctricas inteligentes, parques eólicos de gigavatios o macroproyectos de hidrógeno verde. Sin embargo, detrás de estos grandes avances, existe una realidad silenciosa y urgente: más de 666 millones de personas en el mundo carecen de acceso a electricidad, según el informe Tracking SDG 7 (2025) elaborado por IRENA con apoyo de la IEA, el Banco Mundial, la UNSD y la OMS.
Muchas de estas personas se encuentran en la llamada “última milla”, comunidades remotas, dispersas y vulnerables, que son las más difíciles de atender. Trabajar con estas poblaciones no es solo una cuestión técnica; es un imperativo de justicia social y coherencia con los compromisos internacionales que buscan reducir desigualdades y asegurar que nadie quede atrás.
Estas comunidades enfrentan desafíos complejos: aislamiento, falta de recursos, precariedad en salud y educación, y una brecha digital creciente. Sin acceso a servicios básicos como la energía, estas poblaciones siguen atrapadas en un círculo de pobreza y exclusión. Por ello, conocer y acompañar de cerca a estas poblaciones es esencial para diseñar soluciones que mejoren su calidad de vida.
Dado este contexto, trabajamos para transformar esta realidad, entendiendo que las infraestructuras sostenibles y la energía renovable no solo deben contribuir al progreso global, sino ser herramientas para el desarrollo social, apoyando directamente a las comunidades locales y promoviendo la sostenibilidad como base para un impacto duradero.
La energía es mucho más que luz. Es una herramienta clave en la lucha contra la pobreza multidimensional. Permite mejorar la educación, dignificar los servicios de salud, facilitar el desarrollo de pequeños negocios, favorecer la conectividad y fomentar el acceso a la información. También crea nuevas oportunidades de convivencia comunitaria y mejora la seguridad, especialmente para mujeres y niñas.
Y si la energía es renovable, los beneficios se multiplican: mejora la salud de las personas y protege el entorno natural, garantizando la continuidad y fiabilidad del servicio, sin depender de combustibles fósiles, cuya logística y costes suelen ser inasumibles. Sustituir generadores diésel por sistemas fotovoltaicos en estas zonas no solo reduce emisiones de CO2, sino que elimina problemas de ruido y contaminación directa.
La sostenibilidad se teje en la comunidad. Nuestro modelo acerca electricidad a la “última milla” mediante soluciones fotovoltaicas descentralizadas, con un enfoque que asegura la sostenibilidad técnica, económica y social del servicio a largo plazo. Sabemos que instalar paneles solares no es suficiente. La verdadera transformación ocurre cuando las comunidades se apropian del proyecto, asumen su corresponsabilidad y participan activamente en su desarrollo y mantenimiento. La implicación directa de la población es clave para que el servicio permanezca tanto tiempo como lo necesiten.
Llevar electricidad a la "última milla" no es solo una cuestión tecnológica, es un compromiso de largo recorrido. Con este objetivo, implementamos un modelo de cuota accesible y estable, ajustados a las realidades locales. Además, fomentamos la creación de centros de atención de proximidad que garantizan un acompañamiento continuo y el mantenimiento del servicio. Este modelo es una alternativa al enfoque habitual de “entrega de infraestructuras”, común en muchos proyectos de cooperación, que pierden efectividad tras su finalización.
El impacto de la electrificación rural va más allá de los números. A menudo, las comunidades remotas quedan fuera de los planes de electrificación porque no son rentables o técnicamente viables bajo modelos convencionales. Por eso, nuestro enfoque se aleja de la lógica de la gran infraestructura y apuesta por las soluciones más eficientes en costes para estos contextos, diseñadas para reducir las barreras económicas para familias, pequeños negocios, escuelas centros médicos, etc. Además, al contar con un suministro eléctrico estable, las comunidades pueden desarrollar actividades económicas inviables antes: apertura de negocios, servicios de refrigeración o producción artesanal que generan ingresos y dinamizan la economía local.
La infraestructura sostenible no se mide solo en capacidad instalada o volumen de inversión, sino que también se debe considerar su capacidad de transformar la vida de comunidades vulnerables. En contextos de desarrollo, estas infraestructuras deben medirse por su impacto social y ambiental, y su sostenibilidad.
El desarrollo sostenible será justo solo si también es inclusivo. Y eso significa, en muchos casos, y el fomento de las energías renovables es uno de ellos, empezar por donde existen mayores carencias y desafíos sociales: comunidades dispersas y desatendidas. Un reto de llevar acceso a la energía a la “última milla”, trabajo clave para construir sociedades más justas, inclusivas y resilientes, sin dejar a nadie atrás, que abordamos desde 2009. En la actualidad, beneficiamos a más de 165.000 personas en comunidades vulnerables, rurales, indígenas o refugiadas alrededor del mundo, acompañándolas en su camino hacia un futuro con más oportunidades y dignidad.
*** Cristina Ruiz Martínez, directora-gerente de acciona. org
