El discurso sobre inmigración de Donald Trump ha puesto patas arriba a medio Estados Unidos, provocado disturbios en Los Ángeles, deportaciones masivas y generado un pánico social que pensábamos era cosa del pasado. En este segundo mandato como presidente de EEUU, está desplegando una batería de medidas migratorias que recuerdan, con inquietante nitidez, a los errores más graves del pasado.
Lo que en los años 20 fue una guerra contra el extranjero por razones étnicas, hoy se reviste de un discurso de “seguridad nacional”, “empleo para los americanos” o “lucha contra el crimen”. Pero el resultado es el mismo: expulsar talento, frenar la innovación y minar silenciosamente la grandeza de un país que, precisamente, se construyó gracias a quienes venían de fuera.
Desde el pasado 9 de junio, Trump ha vetado la entrada de ciudadanos de una docena de países. La Corte Suprema, con mayoría conservadora, ha dado luz verde a deportaciones incluso a terceros países sin vínculo alguno con los migrantes. La Guardia Nacional patrulla ciudades santuario. Se han abierto nuevas instalaciones de detención, y se especula incluso con enviar solicitantes de asilo a Guantánamo. El mensaje es claro: aquí no os queremos.
Pero lo que parece una victoria política inmediata tiene un coste oculto. Y no lo digo yo: lo demuestra un reciente estudio académico que analiza lo que ocurrió cuando Estados Unidos adoptó una política similar hace cien años. En 1924, la aprobación de la Immigration Act impuso cuotas que limitaron severamente la entrada de europeos del Este y del Sur, entre ellos miles de científicos, ingenieros y pensadores que estaban transformando el país desde dentro.
El trabajo de las economistas Petra Moser y Rania Parsa revela el impacto real de aquella decisión. Entre 1925 y 1956, Estados Unidos dejó de acoger a más de 1.100 científicos altamente cualificados. En consecuencia, la innovación en campos como la física, la química o la ingeniería se desplomó. Solo en áreas dominadas por estos inmigrantes, la caída de patentes fue del 30%. Y no por falta de datos o capacidades, sino porque se vació de talento el ecosistema que alimentaba el conocimiento. A nivel agregado, se estima que Estados Unidos perdió más de 114.000 patentes. 114.000 ideas que jamás llegaron a ser. 114.000 oportunidades desperdiciadas en nombre del miedo, del racismo o de la razón que quieran esgrimir.
Conocer el pasado es la mejor forma de proyectar lo que puede pasar en el presente. Hoy, Silicon Valley se sustenta en un ecosistema global: muchas de sus startups emergentes tienen al menos un fundador nacido fuera del país. La universidad, el capital riesgo, la innovación farmacéutica y la inteligencia artificial beben, en su mayoría, del talento internacional. Si se cortan esos vasos comunicantes, lo que se produce no es “protección”, sino asfixia.
Como entonces, Trump se equivoca de enemigo. No es el estudiante mexicano, la ingeniera etíope o el científico paquistaní el que amenaza la seguridad o la economía estadounidense. Al contrario: son la mejor apuesta para que el país mantenga su liderazgo global. Pero la política del miedo nunca ha sido buena consejera. Y la historia demuestra que las sociedades que cierran sus fronteras al talento no se hacen más fuertes, sino más pequeñas.
Lo único positivo de todo esto no es solo lo que se pierde dentro del país, sino lo que se gana fuera. En los años 30, muchos de los científicos rechazados por Estados Unidos se refugiaron en lugares como Canadá, el Reino Unido o la Palestina británica. Hoy, potencias como Alemania, Emiratos Árabes o Corea del Sur (también España) están lanzando programas específicos para atraer a quienes ya no se sienten bienvenidos en Estados Unidos. El talento, como el agua, siempre encuentra un cauce. Y si no es hacia Norteamérica, será hacia otro lugar.
Estados Unidos fue, durante mucho tiempo, el país donde cualquier persona con una buena idea podía encontrar un lugar. Hoy, está dejando de serlo. Y no hay muro lo bastante alto que lo proteja del coste de esa decisión. Porque cerrar las fronteras es, al final, cerrar el futuro.