No pasa nada porque no haya dinero (o debería decir que no pasa nada si el dinero no llega a espuertas para su dispendio en cualquier ocurrencia). Es más, es posible que nos venga bien y así pinchemos todas las burbujas: ha habido burbuja techie y no techie en el mundillo de las startups, pero no ha sido esta la única ilusión.
Hay burbuja, y hasta exageración, en los entresijos donde se busca el talento (es escaso, lo que vivimos es que una panda de 'guays', que se creen qué sé yo qué, piden y piden y piden porque alguien se lo va a dar con los ojos cerrados); hay ilusión en todo lo virtual, y en el mundo que viene y que nunca termina de llegar; y, por supuesto, hay burbuja crypto. Mucho me temo que esta ha arrastrado además a toda la chavalería: pasaron de jugárselo en las casas de apuestas de sus barrios a especular desde sus móviles con activos y reglas sobre las que no tenían la menor idea.
Se especula y se agotan casi todos los conceptos. Una de las referencias a las que más grima le he cogido es a la palabra talento. Las grandes de la tecnología y la consultoría organizan fiestas con influencers, conciertos en directo y photocalls para que sus jóvenes se sientan integrados y el talento no se vaya, y el talento que no tienen quiera irse a trabajar con ellos.
Masajeamos tanto a los trabajadores que corremos el mismo riesgo que tenemos con los niños cuando los educamos, que al menor vaivén lo dejen, abandonen, se vayan. Nadie habla mucho de ello, pero en España el fenómeno de la 'gran renuncia' no existe, aquí debemos hablar más bien de la gran partida: o me ofreces más, o me voy, mira lo que lo ofrecen a mis compañeros empresas de la competencia… O me das más cariño o me voy, y además me iré cuando alguien me lo dé mejor.
Se ha abusado mucho en el pasado y pagamos ahora la factura, pero me da a mí que estamos generando otra cuenta pendiente: la rotación es mucho más que necesaria para que nuestro mercado laboral gane fuerza, pero a veces de tanto rotar se queda uno en el aire, sin raíces, sin vuelo, sin proyecto.
El tiempo dará y quitará razones, pero hacen falta proyectos menos livianos, que se den un plazo mayor para acabar consiguiendo los objetivos, y entonces harán falta trabajadores dispuestos a descubrir qué hay más allá del límite del Océano. Me da miedo que ya nadie quiera descubrir lo que hay más allá porque no estamos dispuestos a vivir con incertidumbre alguna.
Me da mucha pena que en toda esta deriva de la humanidad reciente –pandemias, guerras y revoluciones sociales de por medio–, no estemos siendo capaces (no lo entiendo) de ponerle una medalla a quienes arriesgan y emprenden, y buscan más allá de la última línea visible del horizonte: los empresarios, las empresarias…
Cerraron bruscamente sin red de seguridad alguna, volvieron a abrir cuando se lo pedimos asumiendo unas pérdidas brutales, siguieron pagando impuestos, cotizaciones sociales. Hicieron de psicólogos con sus empleados, negociaron la paz con sus proveedores y, luego, cuando volvían a casa, tuvieron que esconderle los miedos a sus hijos, la desolación a sus parejas.
Noche tras noche durmiendo, o no durmiendo, sin saber con exactitud qué nueva hecatombe asolará al día siguiente. Nadie les preguntó nunca qué necesitáis, cómo ayudaros a salvar vuestra estabilidad emocional, cómo amortiguaros los golpes, cómo salvar vuestras vidas. Nadie. Casi nunca. Nadie.
Somos ese país que quiere mantener la calidad de vida de sus mayores, proteger a sus trabajadores y a sus parados, no quitarle un ápice de lo ganado a los funcionarios, pero, eso sí, capaz de apretar y apretar sin medida a quienes ya no tienen alma por más que eso ponga en riesgo todo aquello que quieren proteger sin condiciones.