Noruega produce actualmente alrededor de 1.876.000 barriles de petróleo, LGN y condensado; contando unos 10.900 millones de Sm3 de gas. Es indudable que la antaño nación más pobre de los nórdicos (apenas independiente desde 1905) se ha y sigue enriqueciendo gracias a los combustibles fósiles. Hace 25 años, este país creó un fondo de pensiones con el que canalizar estas ingentes rentas, que sólo en 2021 obtuvo un beneficio de 2.342 millones de euros.

Aunque esta bolsa de oro líquido se ha devaluado notablemente en el presente curso (con un valor total de 1,18 billones de euros, 170.000 millones menos que hace un año) sigue siendo un arma poderosa para justificar una hegemonía económica que traspasa las fronteras escandinavas. Todo ello sobre los pilares, repetimos, de los grandes yacimientos descubiertos en el Mar del Norte en el siglo pasado.

Con este diagnóstico uno podría caer en la conclusión fácil de que Noruega sigue anclada en un modelo energético declarado obsoleto por el consenso internacional. Y que su modelo productivo es excesivamente dependiente de este segmento industrial; máxime ahora que con la invasión de Ucrania por parte de Rusia se han revalorizado sus activos de forma notoria. 

Nada más lejos de la realidad. El país nórdico, el de las once provincias, los innumerables fiordos, el Aquavit y los bosques frondosos, ha sido históricamente subestimado por sus avances en materia de transición energética pero, especialmente, en cuanto a su viraje productivo se refiere. 

Por lo pronto, cerca del 98% de su electricidad procede de plantas hidroeléctricas, siendo el mayor productor de esta clase en Europa y el sexto a escala global. Su potencial en energía eólica marina y mareomotriz es también reseñable. Y la electrificación de su flota de vehículos es un hecho, con una de las mayores tasas del mundo y con apuestas destacadas de los entes gubernamentales para adelantarse a los objetivos europeos en este terreno.

Este tema ya lo hemos tratado de forma extensa en este mismo medio. Pero la segunda variante, la del cambio de modelo productivo, no es menos relevante ni pertinente. 

Las autoridades del país, y el común de cada uno de sus ciudadanos, es plenamente consciente de la fecha de caducidad de su actual y extraordinaria fuente de riqueza. Y por ello llevan preparándose desde hace lustros para encarar el futuro postcrudo, en el que la innovación será su nuevo motor económico.

De nuevo tendemos a subestimar el ecosistema innovador noruego, no tan aclamado como otros polos europeos (Ámsterdam, Londres, París, Estocolmo...) pero que ya ha dado vida a compañías de renombre como Kahoot, Opera, Otovo, Oda o Holzwiler. En 2019 se contabilizaban nada menos que 2.200 startups y 200 scaleups en el país, con una inversión que en 2021 superó los 1.680 millones de euros. Según las cifras de Kjetil Holmefjord and Menon, el ecosistema se completa con cincuenta aceleradoras e incubadoras sólo en la capital.

La cantidad no es lo único destacable de la apuesta innovadora noruega: también son pertinentes los campos en que estas startups operan. Podríamos pensar nuevamente que estas empresas de nuevo cuño han crecido al calor de la petrolera estatal, pero sus ámbitos de actuación están más ligados a luchar contra el cambio climático, la salud de vanguardia o la movilidad inteligente. Quién lo iba a decir.

Desde 2016 acudo puntualmente a Oslo para seguir de cerca los avances de esta nación en esta transición dual, en su progreso hacia un modelo de país que se sustente en su pasado pero que mira hacia el futuro. Su semana de la innovación congrega a más de 10.000 personas cada año, con la excepción obligada de 2020, de los que un 30% son participantes internacionales. Incluso 15 delegaciones extranjeras, llegadas desde tan lejos como Pakistán, acuden a la cita. Es la mejor prueba de que Noruega está haciéndose un hueco en la escena global de la innovación. Seamos conscientes de ello o no.