Es noticia venturosa, el Pacto por la Ciencia y la innovación que el ministro del ramo, Pedro Duque, ha puesto sobre la mesa en un brevísimo texto apoyado por la mayor parte de las instituciones de la sociedad civil dedicadas a estos menesteres. Hay que desear su éxito, e incluso promover rogativas para ello. Dicho esto, es preciso hacer algunas reflexiones que la lectura del mencionado texto suscita.

El pacto que se propone es un pacto de Estado. Es decir, que supone el compromiso a largo plazo con él de las diferentes fuerzas políticas, al hilo de esa alternancia en el ejercicio del poder que es una de las grandezas de la democracia. Así hay que entenderlo, y desde luego, la importancia del tema para la mera supervivencia de nuestro país entre los que cuentan para algo en el mundo, y para el bienestar de sus ciudadanos, un bienestar tan en precario en el momento en que se habla, justifica tal compromiso con creces.

No se puede olvidar que ambiciosas políticas de Ciencia y Tecnología han sido definidas y puestas en práctica en España desde la primera mitad de los años ochenta del siglo pasado. En ocasiones con resultados excelentes y dando lugar a la consolidación de iniciativas tanto públicas como empresariales de muy positiva consideración. Sin embargo, el balance final hoy en día no justifica ningún tipo de alegría, nos muestra una economía frágil desde el punto de vista industrial, que sigue dependiendo en buena medida del ladrillo y el turismo, y que sufre más que cualquiera de nuestro entorno las consecuencias de la tremenda crisis que estamos viviendo.

Es casi aburrido mencionar las causas de ello.  La principal, la que subyace a las demás, es la enorme distancia que separa las declaraciones formales de apoyo a la investigación y el desarrollo, de su plasmación en la práctica política. Una práctica que incluye la interrupción de los planes en marcha cuando hay una alternancia en el gobierno, para reemplazarlos por otros que se supone son mejores y demuestran la insuficiencia de los anteriores. La sustitución con criterios políticos del personal responsable clave, a veces hasta niveles absurdamente bajos, y la escasa prioridad presupuestaria que se aplica a las partidas destinadas a estos fines. De forma que en momentos de recortes son las primeras en padecerlos. Si a esto se añade la extremada burocratización con la que se gestionan estas políticas y las tensiones entre los distintos estamentos que tienen competencias al respecto, tanto en la administración central como en las de las Comunidades Autónomas, se entienden los poco brillantes resultados obtenidos.

Sin embargo, el potencial existe. Nuestros jóvenes científicos emigran a otras latitudes y tienen éxito en ellas. Hace sesenta o setenta años fuimos país de emigración obrera; ahora lo somos de emigración cualificada. No es un motivo de orgullo, pero sí un acicate para la reflexión. Nuestro tejido industrial es importante, más de lo que se cree y de lo que percibe el ciudadano, pero como he mencionado antes, frágil, especialmente desde el punto de vista tecnológico. Tenemos empresas tecnológicamente punteras a nivel mundial, y empresarios innovadores en la acepción schumpeteriana del término, pero son pocos, muy pocos. Hay que referir sus logros a las dimensiones del país y olvidar la filosofía del triunfalismo y la autosatisfacción con la que nos arropamos en los momentos positivos. Es todo un país, uno de los más grandes de Europa, el que tiene que evolucionar armónicamente al ritmo de lo que piden los tiempos, dejando de lado la extremada dualización de nuestra sociedad y nuestra economía, dualización que históricamente nos lastra.

Lo que propone el Pacto por la Ciencia y la Innovación es enfrentarse con esta situación desde los aspectos más básicos. Tres son los pilares del Pacto: el primero, la aportación de recursos públicos en forma de inversión hasta situarse en el 1,25 del PIB en 2030, acorde con el objetivo de la Unión Europea para ese año. Mucho se había avanzado en ese camino antes de que la crisis de 2008 dinamitara lo conseguido, y eso es lo que se quiere evitar con un compromiso por encima de crisis y alternancias en el poder. Subyace en este empeño la idea, tan presente en la retórica como poco interiorizada en el pensamiento, de que el nivel científico y tecnológico de un país es una variable tan importante para el vivir de los ciudadanos como los fondos asistenciales. No obstante, y con ser una clave del sistema, no es la aportación de inversión pública el aspecto que más debe llamar la atención de los que se contemplan en esta propuesta de pacto. Porque los fondos públicos, tan necesarios, no garantizan por si solos la eficacia del sistema ciencia-tecnología-innovación. Han de servir, por su efecto movilizador, para incentivar la aportación en la misma medida de fondos empresariales.

El segundo de los pilares del pacto atiende al funcionamiento del sistema. Se propone algo tan "radical" como que las instituciones públicas (Agencia Estatal de Investigación, Instituto de Salud Carlos III y CDTI) dispongan de los recursos y la autonomía de gestión necesarios para asegurar "que su dirección estratégica y funcionamiento estén basadas en la excelencia científica e innovadora". La cita es textual. Y además se añade que estos organismos deben estar coordinados estratégicamente con los correspondientes de las Comunidades Autónomas.

Finalmente, el tercer pilar se centra en las personas, reclamando que se consolide una carrera pública y estable para el personal investigador y técnico ,"equivalente al de los países más avanzados", etc... En otras palabras, que se termine con el sistema de becas eternas hasta la edad madura de los investigadores, y se les permita tener una vida de seres humanos normales y respetados, disponiendo de los recursos necesarios para llevar a cabo sus tareas. 

Sólo se puede estar de acuerdo con los objetivos planteados, pero al mismo tiempo, no es posible evitar un cierto sonrojo. ¿Cómo aspectos tan elementales, tan de sentido común, necesitan ser arropados por un solemne pacto de Estado? Y sin embargo, todos cuantos hemos vivido nuestro devenir profesional en ese mundo, sabemos que sí, que es necesario ese pacto, y más todavía, somos conscientes de que no será fácil que llegue a buen término. Apoyemos pues esta iniciativa, por encima de ideologías y expectativas electorales. Pensemos en el país que queremos. Pero no podremos evitar recordar aquello que dijo algún clásico del siglo XX: "¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo evidente!".

*** Jesús Rodríguez Cortezo es miembro del Foro de Empresas Innovadoras