El debate sobre la eficacia de los servicios públicos de empleo en la reducción del paro es tan viejo como su propia creación. Absorben un volumen de presupuesto imposible de justificar si nos atenemos al hecho de que apenas intermedian en la colocación de un 1,8% de los parados. Desde el seno de estos entes, fundamentalmente por boca de los sindicatos de la función pública, se recuerda que ofrecen también orientación laboral, gestión de la formación y asesoramiento para el autoempleo y el emprendimiento, y eso, protestan, habitualmente no se cita para componer una imagen realista del servicio. Pero el problema es anterior al desarrollo, más o menos exitoso, de cualquiera de esas funciones, transferidas desde hace tiempo a las comunidades autónomas.

Una parte sustancial de su ineficacia tiene que ver con la tecnología. Y no se trata estrictamente de la enorme cantidad de tareas administrativas que se podrían automatizar ahorrando muchos costes al contribuyente. Es otro tema: difícilmente vas a prestar un servicio de calidad a un parado si ni siquiera eres capaz de describir adecuadamente cuáles son sus capacidades. Si ni siquiera sabes, en fin, quién es.

Ha llegado a suceder que a un ex alto directivo de una multinacional tecnológica se le ofrezca un puesto de desarrollador de Java simplemente porque tiene una titulación en ese lenguaje de programación. Sin considerar todas las capacidades y habilidades que no aparecen en un certificado académico. ¿Anacrónico? Invito a cualquiera que esté familiarizado con la gestión del talento en la era digital a revisar un día el software que utilizan nuestros intermediarios públicos de empleo para registrar las características, habilidades y experiencia del candidato. Se quedará petrificado. ¡Es esa rudimentaria herramienta informática, que clasifica a los demandantes de empleo según una serie de categorías heredadas de la economía analógica y no consigue describir sus cualidades, la base a partir de la cual se construye todo lo demás! A años luz de iniciativas privadas como el Mapa del Empleo de la Fundación Telefónica, por poner un ejemplo.

Ese software primitivo es la puerta de entrada al Sistema de Información de los Servicios Públicos de Empleo, un registro común para todas las comunidades autónomas con las características de los demandantes y su situación administrativa. Al ser un registro común, no hay forma de que ninguna región por su cuenta pueda desmarcarse del resto habilitando un software propio. Y cualquier modificación de los criterios tiene que consensuarse entre todas ellas y el Gobierno. Ciencia ficción. Quizás es hora de que los servicios de empleo se miren en la revolución digital de otras entidades públicas, como Correos, inmersa en una transformación arriesgada, sin garantía de éxito, pero imperativa. 

Eugenio Mallol es director de INNOVADORES

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