A principios de esta década, Google fijó una fecha para el inicio de la era del coche autónomo: 2017. Por entonces, estaban entusiasmados con el poder transformador que iban a tener sus gafas.. En un Mastercard Innovation Forum celebrado en Madrid un año antes de que se cumpliera ese plazo, un directivo de BMW introducía matices, aunque sin apagar del todo la euforia: "El próximo coche que compres, y si no el siguiente, será autónomo". Del Feet off, pasaríamos en poco tiempo al Hands off, al Eyes off y finalmente Brain off. Y Fuencisla Clemares, CEO de Google España, seguía alimentando en ese mismo foro los vaticinios holísticos: "En 2020, cualquier dispositivo que cueste más de 150 dólares no valdrá para nada si no está conectado". Y en ese plan.

Una de las claves para no perderse en la telaraña emocional que nubla, muchas veces, a la revolución tecnológica consiste en formar criterio sobre lo que es posible hacer y lo que realmente va a llegar al mercado. Acabamos de vivir en ese sentido varios acontecimientos de enorme trascendencia. El más traumático, sin duda, ha sido el segundo accidente mortal en seis meses del Boeing 737 MAX 8. A lo largo de estos días hemos escuchado a los pilotos atribuir el siniestro no estrictamente a un fallo tecnológico, sino a la incapacidad de las personas que estaban a los mandos de distinguir si la decisión que estaba tomando el sistema inteligente de navegación autónoma (que al parecer inclinaba el morro hacia abajo para ganar eficiencia) era acertada o  si, por el contrario, era un error de la máquina y debía ser subsanado. Es decir, el problema a la hora de convivir con la inteligencia artificial (y la aviación es el sistema de transporte convencional que más sistemas automatizados utiliza) no estriba en que ésta se equivoque, sino en que la persona debe saber con certeza si en un momento determinado está actuando mal. Y eso no es tan sencillo.

La constatación de los enormes desafíos que todavía tenemos por delante ha llevado al Salón del Automóvil de Ginebra a enfriar sin disimulo las expectativas de implantación del coche autónomo. Ya no hay garantías de verlos en las Olimpiadas de Tokio (sí estarán, en cambio, esos robots diseñados para ahorrar a los japoneses la penosa tarea de expresarse en otra lengua). La regulación va muy por detrás de la tecnología, pero nada es comparable ya al efecto disuasorio del 'caso Boeing 737', a la escalofriante cuestión de si seremos capaces de distinguir cuándo el coche está haciendo lo correcto. De hecho, la clave del éxito en el futuro será sin duda acertar con las tareas donde sí tiene sentido la máquina. No es tan fácil: Joelle Renstrom nos recordaba el caso del hotel japonés Henn Na que acabó sustituyendo a los robots, ay, por humanos.

Eugenio Mallol es director de INNOVADORES