La explosión de internet se arrancó a partir del invento de la Web por Tim Berners-Lee combinado con los geniales protocolos anteriores de Vinton Cerf. Los estándares del World Wide Consortium pusieron en marcha una inmensa superestructura que se acaba convirtiendo en una noosfera conectada socialmente. El siguiente paso para universalizar dicha noosfera, técnicamente, fue el que expresó la idea que Negroponte auguró con acierto, un vez más, en su ensayo Being Wireless. Es decir, el último kilómetro de la conexión abandonó el ethernet, gracias a la telefonía móvil y la infraestructura mundial de la telecomunicación, que ha hecho que hoy haya 5.000 millones de usuarios de móvil que pueden conectarse, de serie, a internet.

La antigua ciencia ficción de la conexión ubicua (desde cualquier momento y en cualquier lugar) es ahora una realidad. Pero, una vez atenuado el fulgor y deslumbramiento de esta gran conquista de la tecnología para la Humanidad, empezamos a descubrir que no solo ha traído luces (la democratización de la conexión ubicua), sino también sombras y malos usos (por ejemplo, para la procrastinación).

Procrastinación: los significados de internet

Lo primero es comprender. Muchos de los significados del universo virtual se han explicado con metáforas del mundo físico, pero los significados de las palabras ya no son los mismos y la semántica de los términos antiguos no sirve comprender lo de ahora. No significa lo mismo ‘navegar’ o ‘correo’ que antes.

Igual sucede con otro ejemplo muy actual: ‘procrastinar’, ya que su significado actual tiene que ver con el fenómeno de la abrumadora cantidad de información a la que nos tenemos que enfrentar cada día, también de forma ubicua -os persigue allá a donde vayamos- gracias a los teléfonos inteligentes.

Resulta que, por exigencias de cómo están diseñadas las aplicaciones tecnológicas, para que metabolicemos esa ingente información, necesitamos una cantidad de tiempo ilimitada, que erosiona la cosa más valiosa e irrecuperable de que disponemos individualmente: nuestro limitado tiempo. Un tiempo cuyas magnitudes no ha cambiado desde nuestros bisabuelos; cada hora nuestra tiene 60 minutos, exactamente lo mismo que las suyas.

En ese sentido, para mí, procrastinar es un problema causado por la información de todo tipo que nos envuelve, exige nuestra atención, y nos persigue de forma instantánea. Y consigue, muy frecuentemente, que acabemos destinando de nuestro limitado tiempo, un periodo que deberíamos dedicar a cosas útiles, decisivas e importantes, que no podremos culminar a tiempo, si lo usamos para cosas prescindibles y, en gran parte, inútiles.

Las consecuencias de ello tienen que ver con los trastornos de la voluntad y de la toma de decisiones, estrés, frustración y conflictos que nos provocan disonancias cognitivas que puede llevar hasta la depresión o el TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad). Especialmente se pueden asociar con ello las aplicaciones de mensajería instantánea que exigen que la procrastinación se efectúe también instantánea y continuamente.

Esto resulta ya evidente, sobre todo, en las personas en periodo de formación de la personalidad, como niños y adolescentes, y también en personas vulnerables a las modas de internet, lo que se llama internet fashion victims, tipo instagrammers.

Este es al cambio de significado que pasa solo con un término que he revisado, pero hay miles a reconducir hasta su nuevo significado. Y no solo es cuestión de semántica. Los fabricantes de tecnología y las empresas de servicios de redes sociales basan su modelo de negocio fundamentalmente en dos cosas: en la seducción de dispositivos y tecnologías pensados para el engagement del usuario a la pantalla, el máximo tiempo posible.

Dispositivos, apps y redes sociales están diseñados para exigir nuestra atención el máximo tiempo posible, cada día. Literalmente se han convertido en ‘ladrones de tiempo’ de los usuarios. Su tiempo de atención se ha convertido en el bien más preciado y disputado del mercado digital, entre todas las empresas cuyo negocio está basado en internet y la publicidad online.

Obviamente ese tiempo de uso se traduce en una conducta trackeada constantemente, que es la base principal del valor de los usuarios para estas empresas. La conducta y no los datos es con lo que comercian estas compañías cuando el producto somos nosotros mismos. Lo qué hacemos, cómo lo hacemos, cuándo lo hacemos y dónde lo hacemos, es el tesoro de comercio que proporcionamos los usuarios gratuita y graciosamente a estas empresas, para las que es esencial mantener y aumentar nuestro interés y atención.

Ese es el auténtico significado de la conocida frase: “Si en internet algo es gratis, el verdadero producto eres tú”. Dada la amplia ignorancia sobre los nuevos significados entre la gente, la mayoría de personas a las que digo esta frase, no se da por aludidas, ya que tiene asumido que todo lo que ven a su alrededor que pasa a la gente con la tecnología y los móviles, les parece lo normal. Sin embargo, los problemas existen, pero los abducidos por ellos tienen un lema: negarlo todo. Pero problemas, haberlos, haylos.

La prohibición de los móviles

Un ejemplo es la medida tomada por el Gobierno francés este nuevo curso escolar: prohibir el uso de móviles en las escuelas de primaria y secundaria de toda Francia. Creo que esta medida puede ayudar en parte, pero el problema no son los dispositivos, sino el mal uso, la deconstrucción de la atención y la procrastinación que se vehicula a través de ellos.

La prohibición del gobierno francés (aprobada previamente por el Parlamento) es un síntoma de que hay un problema social. Ahora es imposible ir contra un mainstream digital como este. Un problema ubicuo también influido por el gran impacto contra la capacidad de aprendizaje y la memorización a medio y largo plazo en los adolescentes, debido al (mal) uso, masivo e indiscriminado, y al carácter multitarea de los dispositivos de conexión ubicua y sus tecnologías diseñados para provocar conductas adictivas.

Sin embargo, hay ámbitos en los que las autoridades no se atreven a entrar. Y la tecnología creada como adictiva cumple su cometido y consigue ganar la batalla por la máxima atención y maximizar el tiempo de uso. Casi ningún adolescente, asocia eso con una laminación de su capacidad de decisión. Por ejemplo, Apple afirma que la mayoría de sus usuarios de sus nuevos iPhone activan el reconocimiento facial más de 80 veces al día de media. Esto tiene un precio alto: los problemas causados por la procrastinación conducen a disfunciones sociales, por más que no se reconozca.

Aunque la prohibición del Gobierno francés intenta atajar la procrastinación en las aulas, reitero, el problema es ubicuo. Se da en todos los ámbitos públicos y sociales, en los que habrá que incluir este fomento de un uso justo legítimo o razonable de la tecnología, es decir una nueva forma de respeto a los demás y a nosotros mismos, en nuestra relación con la ubicua tecnología.

Lo último en tratamientos paliativos digitales se llama “digital détox”: una dieta para lograr la desconexión digital pautada. El objetivo es combatir la conducta de adicción a la tecnología o al desorden de adicción a internet. Se está creando ya una nueva moda entre los coachs más espabilados y emergiendo un nuevo género de la literatura de autoayuda. Pero, bromas aparte, estos trastornos son de una importancia con visos de auténtica epidemia social. Está por ver qué medidas van a tomar nuestra autoridades, más allá de prohibir el hardware móvil en las aulas para paliar una epidemia ubicua. El asunto nos lo hemos de tomar en serio, y de verdad. Yo empezaría por el principio, o sea, por la educación sobre buen uso de la tecnología en todos los ámbitos y para todas las edades. Si dejamos eso en manos solo de los fabricantes, mal vamos.