La medicina moderna ha conseguido que borremos del imaginario colectivo muchas enfermedades que antaño fueron sinónimo de muerte. Fruto de estos avances, hemos conseguido que nuestra sociedad goce de una esperanza de vida poco menos que inimaginable años atrás:  se estima que en 2050, cerca del 35% de nuestra población superará los 65 años. Antes, hacia 2030, se prevé que las enfermedades crónicas doblarán su actual incidencia en mayores de 65, según el Grupo de Trabajo de la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI) y la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria (semFYC).

Una buena noticia sin duda alguna, pero que produce a su vez un particular desafío a los sistemas de salud: con más pacientes crónicos, el actual diseño de la medicina occidental (basado en la monitorización y tratamiento en entornos hospitalarios) no es viable, ni eficiente ni eficaz. La clave radica entonces en cómo llevar ese mismo conocimiento científico y esas capacidades de seguimiento al lado del propio sujeto. Lo más inmediato son los dispositivos conectados de salud (como pulseras de actividad o monitores remotos), pero el futuro es mucho más interesante. Y tiene nombre propio: interfaces biomiméticas.

¿En qué consisten estos sensores, propios de un salto cualitativo en la atención a los enfermos?  Hablamos de medidores cutáneos, dispositivos ingeribles o tecnologías de monitorización de ondas cerebrales que permiten conocer parámetros fisiológicos susceptibles de provocarnos enfermedades graves de manera mínimamente invasiva y continua. Su gracia radica en que son sistemas biológicos, que se mimetizan con nuestras propias células sin provocar rechazo ni requerir soporte o mantenimiento adicional.

Uno de los pioneros en estas lides es el profesor George Malliaras, de la Universidad de Cambridge. "La biología y la tecnología digital tienen propiedades distintas: una se basa en materiales blandos y la otra en materiales duros. Las tensiones mecánicas pueden dañar los tejidos y, por si fuera poco, ambos mundos hablan idiomas diferentes: la tecnología usa señales eléctricas, frente a las más complejas que emplean las células y los tejidos orgánicos", explica el experto, en un encuentro de la Fundación Ramón Areces. "Del mismo modo, los sistemas biológicos evolucionan y cambian continuamente, como la química cerebral, mientras que las TIC permanecen tal y como las hemos fabricado. El reto está en hacer que la tecnología pueda reconocer las biomoléculas y cambiar su forma según sea necesario".

Maillaras está centrado precisamente en dispositivos de interacción cerebral capaces de recoger señales débiles emanadas de las neuronas. Se trata de microelectrodos que, sin penetrar en el cerebro (como hacen los actuales dispositivos intracraneales),  se están probando con éxito en el mapeo de la actividad de los pacientes epilépticos. Además, si se combina esta propuesta con dispositivos de electroforesis, podremos prevenir y detener las convulsiones. Su siguiente reto es, si cabe, aún más ambicioso: "Queremos fabricar sistemas, cultivados fuera del organismo como células, que puedan insertarse en la médula espinal o el cerebro a través de un pequeño agujero. Luego este dispositivo podrá expandirse, cambiar de forma y moverse por la superficie cerebral sin causar daños". Imaginen su potencial en enfermedades como la demencia, el dolor neuropático o los cánceres cerebrales.

En el mismo campo opera Ana Maiques, fundadora y directora ejecutiva de Neuroelectrics, firma con sedes en Barcelona y Massachusetts (EEUU). Esta investigadora lleva 15 años desarrollando una tecnología de estimulación craneal no invasiva, inalámbrica y de alta definición. "Se trata de una terapia de neuromodulación que se está utilizando actualmente para diagnosticar y tratar algunas enfermedades neuronales como la epilepsia, el Alzheimer o la depresión. También se utiliza en trastornos cognitivos para mejorar la memoria en situaciones de demencia o las funciones ejecutivas en niños con déficit de atención", comenta Maiques. "Cada uno de nuestros electrodos inyecta pequeñas descargas eléctricas similares a la estimulación intracraneal. Hemos conseguido ya que en niños con epilepsia que no responden a medicación, aproximadamente un tercio de ellos, reduzcamos un 50% las crisis con un simple tratamiento de 20 minutos diarios durante diez días".

Otro ejemplo obligado al hablar de tecnologías biomiméticas es Rabia Tugce Yazicigil, investigadora de la Universidad de Boston. A su obra debemos muchos de los avances en dispositivos electrónicos ingeribles. "Hasta ahora para medir parámetros presentes en la sangre, en la orina o en las heces teníamos que hacer una analítica. El futuro, sin embargo, pasa por cápsulas inteligentes que podamos ingerir y se queden en nuestro tracto digestivo durante un largo período de tiempo y transmitan información de forma inalámbrica", comenta la científica. "Para ello estamos trabajando en minimizar más las cápsulas -ahora miden entre uno y tres centímetros y el objetivo es bajara a una escala milimétrica- y en reducir su consumo energético". En estos momentos, las cápsulas diseñadas por Rabia Tugce pueden funcionar de manera continua durante un mes y medio, pero los expertos buscan usar la propia energía del cuerpo para hacer de estos dispositivos una extensión permanente de nuestros cuerpos.

Estas cápsulas ingeribles podrán grabar imágenes y medir los niveles de gases, temperaturas y pH, entre otros parámetros. En un primer estadio, estos sensores podrán obtener el nivel de inflamación del tracto gastrointestinal y así predecir la aparición de brotes de dolencias como la colitis o la enfermedad de Crohn. "El mayor logro de nuestro equipo hasta el momento ha sido demostrar el reporte inalámbrico de un sensor bacteriano dentro de un modelo animal. Uno de los retos más difíciles ha sido detectar la débil señal de bioluminiscencia sin necesidad de una gran batería", añade Rabia Tugce.

Y de los intestinos a la piel. Marc Güell, investigador de Bioingeniería de Sistemas en la Universitat Pompeu Fabra, está centrado en la edición génica utilizando la herramienta CRISPR/Cas9. Así, en los últimos años, ha iniciado una nueva línea de investigación para modificar genéticamente las bacterias del microbioma con el objetivo de detectar cambios en el tejido cutáneo. "Las bacterias que viven en nuestra piel han aprendido a escuchar a las hormonas y los cambios que experimenta nuestro cuerpo, porque viven mucho tiempo", explica Güell. "Lo que buscamos es usar la biología para medir la biología, ya que la bioingeniería usa el mismo lenguaje de la vida, que es el ADN". Para lograrlo, este investigador aprovecha la abundancia de la bacteria Cutibacterium acnes en la piel humana y su asociación con las glándulas sebáceas con el fin de utilizarlas como sensores de anomalía. Su objetivo es modificar estas bacterias para que no solo actúen como sensores, sino que también puedan modular cambios en la secreción sebácea o en el sistema inmunitario.