Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación Juan March, durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'.

Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación Juan March, durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'. Alejandro Ernesto

La libertad en el siglo XXI

Librepensador

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La Universidad Camilo José Cela y el diario digital EL ESPAÑOL están de enhorabuena: la Universidad cumple 25 años y el diario 10. Para celebrar el aniversario, han organizado conjuntamente un ciclo de diez 10 conferencias cuyos títulos unen dos nociones, siendo siempre la primera de ellas, como estribillo que se repite, la de la libertad. La libertad, en efecto, está en el corazón tanto de la docencia como de los medios de comunicación y por esa razón une ahora a las dos instituciones co-celebrantes, la universidad y el periódico digital, en una misma misión de fomentar ese bien tan precioso, practicarlo, cuidarlo y defenderlo de sus adversarios. 

El conjunto de las 10 conferencias, en consecuencia, puede ser entendido como un tributo a la diosa romana de la Libertad, representada a veces (como en el célebre monumento levantado en la isla del mismo nombre al sur de Nueva York, esa Estatua de la Libertad que saludaba a los barcos cargados de inmigrantes) con una antorcha en una mano y una tabla en la otra. Al presentar ahora, antes de iniciar la conferencia, nuestra ofrenda a la deidad, le pido que con la antorcha nos ilumine el verdadero sentido del concepto, evitando que lo profanemos o usemos en vano, como tantas veces se hace, y con la tabla nos recuerde que la expresión suprema de la libertad es la ley, si bien no tanto la ley jurídica aprobada por los parlamentos, que también, como la ley moral inscrita en los corazones educados. 

Me toca hablaros esta tarde de la relación de la libertad con el pensamiento. Debo empezar por decir que es una relación ambivalente. 

Javier Gomá 'Librepensador'

De un lado, no existe ni puede existir un estado de libertad plena y absoluta, exento por completo de presupuestos mentales. No es posible porque el pensador está por principio insertado en unas circunstancias naturales, biográficas, históricas y culturales que condicionan la práctica normal de su razonamiento. No piensan igual un español y un japonés, aunque ambos sean contemporáneos, ni tampoco un español de hoy y uno de los tiempos de Felipe II. Y esto se debe a que pensamos mediante palabras y las palabras no las inventamos nosotros, los hablantes, sino que las tomamos en préstamo de la lengua que usamos, creada por la comunidad, y no vienen a nosotros vacías, como aquéllas con que Adán puso nombre a los animales en el Edén, sino saturadas de significados y connotaciones alimentadas por el uso. La sociedad está siempre presente dentro de nosotros, incluso estando solos, colaborando en nuestro cotidiano cavilar. En suma, la pretensión de un pensar totalmente libre es excesiva y de lo que se trata, a la hora de razonar, no es tanto negar los presupuestos intelectuales que uno forzosamente tiene, sino de elegirlos con ecuanimidad y de ser capaz de explicarlos y dar cuenta racional de ellos. 

Un estado de libertad total es imposible, pero el otro extremo, la ausencia total de libertad, igualmente lo es: un pensamiento sin ninguna libertad no es pensamiento. Quien piensa busca la verdad y en su búsqueda explora todas las hipótesis explicativas. Las examina, las pondera y, al final, elige la que le parece más adecuada a la materia que estudia. En esa elección sólo debe intervenir la propia conciencia en libre funcionamiento. 

Ahora bien, el buen funcionamiento puede resultar perturbado por dos clases de elementos distorsionadores, uno externo y otro interno. El elemento externo remite al poder y el poder —según su definición más común— es la facultar de obtener obediencia. Los poderosos quieren ser obedecidos y para ese fin anhelan controlar la conciencia de la gente y dictar a cada uno lo que debe pensar. Quien piensa al dictado no es libre, sino esclavo; y quien dicta es un dictador, aunque reciba otras denominaciones más lisonjeras. Frente a los abusos del poder, el pensamiento, pues, ha de crearse un espacio de ausencia de dominación donde la conciencia sea libre para reconocer y servir a su único amo: la verdad.  

El segundo elemento, de origen interno, tiene que ver con la persona del pensador. Los Antiguos disponían de varias palabras para referirse a esa libertad de espíritu que posee el sabio frente a los bienes de fortuna y a las pasiones de placer y miedo que la percepción de dichos bienes suscita en el alma. Autarkeia y ataraxia en griego y tranquillitas animi en latín designaban ese control sobre las propias pasiones, cuya violencia nubla el entendimiento y oscurece el razonamiento. Quien sucumbe a los movimientos ciegos del ánimo, es nuevamente esclavo de sí mismo; quien manda sobre ellos, se comporta como quien es rey de sí mismo. Sólo este segundo disfruta de la independencia necesaria para formular juicios con la necesaria objetividad.

Un estado de libertad total es imposible, pero el otro extremo, la ausencia total de libertad, igualmente lo es

En conclusión, pensar en libertad —nunca una libertad absoluta, como se ha visto antes, sino relativa— requiere no sólo ausencia de dominación exterior, sino también firme emancipación interior. La reunión de una y otra da lugar al librepensamiento. Y quien practica el librepensamiento es un librepensador

Esta conferencia sigue a la figura del librepensador en dos de las formas que ha adoptado a lo largo de la modernidad: la forma ilustrada en el siglo XVIII; y tiempo después, la revisión y actualización que ha introducido en esa primera forma la presente democracia liberal.

Llamo premodernidad a la historia de la humanidad desde su origen hasta el siglo XVIII. Durante esos largos milenios, el sujeto individual no tenía conciencia de su individualidad, sino que se tenía a sí mismo como perteneciente a un Todo superior que le trascendía y que recibía muchas denominaciones: el cosmos, el universo, la realidad, la naturaleza, el mundo, Dios. En la cosmovisión antigua, lo individual se subordina a lo general. En el ámbito político, ese todo omniabarcante es la ciudad o el Estado. Como explica Aristóteles al inicio de su tratado Política y repite varias veces después: el ciudadano pertenece a la ciudad, una totalidad anterior y más natural que la parte. En Metafísica, Aristóteles reformula el mismo principio de subordinación de lo individual en general con lenguaje ontológico: el Libro VII argumenta que el compuesto de materia-forma, es decir, el individuo, carece de sustancia por sí mismo, porque la sustancia (la realidad, el ser, la esencia) pertenece a la forma y la forma es general, abstracta, supraindividual, lo mismo que antes se dijo de la ciudad o el cosmos. Fijémonos: la sustancia, la realidad, no está en Sócrates, sino en la idea de hombre, su forma, su esencia abstracta. Aquí Aristóteles desvela la nota definidora de esta primera etapa de la cultura: la verdad está en el todo y el individuo se diluye en la totalidad

Esta premisa fundamental determina la dirección de todo pensamiento posible. Durante los largos siglos de la cosmovisión, lo que un individuo particular perciba, experimente, sienta, recuerde, imagine o razone puede tener quizá interés privado, el de ese individuo y el estrecho círculo de los suyos, pero no público, y sólo tiene derecho a ser tenido en cuenta, haciéndose digno de compartirse socialmente, en la medida en que revele una verdad objetiva sobre el mundo. Una vez más: no interesa lo que le pasa al individuo Sócrates, sólo a la humanidad. No hay conflicto cultural posible entre el individuo y la cosmovisión, porque siempre y en todos los casos prevalece la segunda. Sólo puede surgir conflicto sobre qué cosmovisión es la oficial en un momento dado o cómo definirla. Es aquí donde han de situarse esas rivalidades entre cosmovisiones en pugna en la historia de las ideas, entre una ortodoxia vigente y una heterodoxia que querría ser reconocida como ortodoxia y disfrutar de su normatividad. 

Todo empezó a cambiar a impulsos del humanismo renacentista, el cual puso al hombre en el centro del cosmos y preparó el camino para el paso siguiente: dejar el cosmos a un lado y quedarse sólo con el hombre, punto de partida de la subjetividad típicamente moderna. 

Piénsese, por ejemplo, en la renovación de dos géneros artísticos que tuvo lugar por entonces: el retrato y la novela. 

Los retratos del periodo clásico-medieval eran estereotipados y representaban al retratado en su esplendor vital conforme a la figura y los símbolos normalmente atribuidos al tipo humano al que pertenecía: militar, político, filósofo, eclesiástico, poeta. En cambio, la retratística renacentista del Cuatrocientos y el Quinientos pinta el yo real que posa delante del artista, con sus rasgos diferenciales y las marcas de su individualidad irrepetible. Comparece por primera vez ante el arte el individuo concreto, el cual estrena una legitimidad insólita. Lo mismo sucede con la novelística: las novelas griegas, romanas, bizantinas y medievales narraban una sucesión de aventuras maravillosas o rocambolescas cuyos protagonistas, útiles para prestar unidad a la acción, eran psicológicamente planos. Si decimos que a partir del Renacimiento nace la novela moderna es porque fue entonces cuando ésta, abandonando aquellas narraciones maravillosas destinadas a producir asombro, empieza a contar la historia de un individuo real dotado de una identidad propia creada al margen del mundo, lo que hace de él un inadaptado en permanente conflicto con una sociedad que lo rechaza. 

Lo nuevo, tanto en el retrato como en la novela, reside en el reconocimiento a la experiencia meramente personal de un significado digno de comunicarse. Esto sucede por primera vez en la historia de la cultura: lo que uno vive, siente, percibe por los sentidos, recuerda o piensa configura la experiencia del sujeto moderno y es en esta experiencia individual donde ahora justamente se revela lo verdadero. Una conclusión absolutamente revolucionaria corroborada por Michel de Montaigne. El filósofo dio expresión a sus originales ideas en un género literario experimental que llamó Ensayos, cuyo prólogo, titulado “Al lector”, contiene esta declaración sorprendente: “Yo mismo soy la materia de mi libro”. Las ideas del libro emanan, pues, de un lugar inexplorado: la autoobservación, convertida en materia digna de meditación constante. Luego el yo, insignificante e inválido en siglos pretéritos, es ahora la fuente privilegiada de la verdad. 

El librepensador ilustrado, declarándose mayor de edad intelectual, se concede libertad de pensar por sí mismo y de llegar a sus propias conclusiones

He aquí la semilla de la modernidad, que empezó a germinar durante el siglo ilustrado, el Setecientos. Cuando el individuo gana confianza en sí mismo, el conflicto ya no se da, como la época premoderna, entre dos cosmovisiones rivales, sino entre una cosmovisión que declina —la monarquía absoluta cristiana— y una voz personal que habla en nombre propio. Calló la humanidad, que había monopolizado el discurso en tiempo anterior, y tomó la palabra Sócrates, aquí bajo la figura del librepensador. El librepensador ilustrado, declarándose mayor de edad intelectual, se concede libertad de pensar por sí mismo y de llegar a sus propias conclusiones con arreglo a los resultados de su observación, su estudio y su entendimiento prescindiendo por completo de tutelas civiles o eclesiásticas, calificadas de prejuicios o supersticiones. Formadas sus ideas con esta vigorosa autonomía, el librepensador gusta de transmitirlas después al público, donde se mezclan con las de los otros librepensadores y juntas crean esa voz coral que llamamos opinión pública

El escrito al que suele echarse mano para compendiar el ideario de los ilustrados es el breve panfleto de Kant titulado Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, publicado en 1784 en la revista berlinesa Berlinische Monatsschrift, que había lanzado esa pregunta abierta el año anterior y a la que ya habían contestado otros ilustrados como Moses Mendelssohn. La respuesta suministrada por Kant es muy brillante cuando describe, en un tono que por momentos suena sarcástico, la pereza y la cobardía de los que se mantienen en un estado de minoría de edad culpable, incapaces de servirse del propio entendimiento sin la guía de otro. La Ilustración es definida como la salida de ese estado servil para pensar con autonomía por sí mismo, y para ello, dice el filósofo, únicamente se requiere libertad. La libertad de pensamiento como concepto capital de la Ilustración. 

A partir de este enunciado general empiezan las restricciones al ámbito de la libertad que privan al folleto kantiano de fuerza emancipatoria y lo lastran lamentablemente de una mancha antiliberal. Porque identifica la libertad con el uso público de la razón y entiende por ese uso público la libertad de publicar libros y artículos de periódicos. En cambio, admite abiertamente que en todos los demás usos de la razón, que llama privados, no rige la libertad sino la obediencia

Para ilustrar esta afirmación pone los siguientes ejemplos: no son libres para cuestionar sus obligaciones el ciudadano que paga impuestos, el oficial del ejército que recibe una orden de un superior, un sacerdote que imparte doctrina en la iglesia. Todos ellos pueden, haciendo uso público de la razón, razonar su discrepancia en libros o artículos, pero en la situación de sujeción especial en la que se hallan deben acatar la orden. En los dos últimos casos, militar y clérigo, se trata de funcionarios que pertenecen a una institución a la que deben lealtad. Si no están de acuerdo con las doctrinas de la institución que representan, sólo les queda abandonarla. 

Llegando final del folleto Kant ensalza al rey, Federico II de Prusia, quien había aprobado tiempo atrás un edicto permitiendo la libertad de prensa de los profesores. Dice de él que es un príncipe ilustrado que no teme las sombras y al mismo tiempo, añade, “dispone de un numeroso y disciplinado ejército que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad pública”. Gracias a esta gran fuerza coactiva está el rey en condiciones de dirigir a sus súbditos el siguiente mandato (que escaparía al Estado libre): “Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced”.

De modo que Kant califica de ilustrado al rey Federico el Grande porque autoriza la libertad de prensa, una libertad que, bajo el nombre de uso público de la razón, sería suficiente para la culminación del entero programa ilustrado, siendo exigible en todo lo demás, según Kant, la estricta obediencia de los súbditos. Conviene recordar que Federico representa una forma actualizada del absolutismo monárquico, no despótico sino ilustrado, pero absolutismo militarizado a fin y al cabo. 

En 1750, Diderot, alma de la 'Enciclopedia', compuso un 'Prospecto' para anunciar oficialmente el lanzamiento de la gran empresa y explicar su finalidad

Un absolutismo que se volvería contra el mismo Kant unos años después cuando, muerto el mencionado Federico El Grande, le sustituiría Federico Guillermo II (1786-1797), quien, escarmentado por los excesos liberales de la vecina Revolución Francesa y por la ejecución pública de la familia real, limitó la libertad de prensa en su Estado. Acogiéndose al privilegio universitario, Kant publicó en 1793 el libro La religión dentro de los límites de la mera razón. En octubre de 1794, recibió un escrito de reprimenda por parte del monarca a cuenta de las peligrosas enseñanzas religiosas del libro. La contestación de Kant ese mismo mes, en la que se declaraba “el más fiel de los súbditos de Su Majestad Real”, ha sido objeto de repetida crítica por sumisa y acomodaticia: prometía no volver a enseñar materias religiosas ni en libros ni en clase.

Por las fechas de este intercambio con el rey compuso unos artículos de revista que luego reunió y publicó, una vez fallecido Federico Guillermo, en El conflicto de las facultades. Este libro contiene una matización interesada de la doctrina de los dos usos de la razón, público y privado, al caso de la Universidad, institución no mencionada en el folleto de 1784 (se limitó a la militar y la eclesiástica). Los profesores de la Universidad son funcionarios que, conforme a la doctrina de dicho folleto, deberían ser obedientes a la institución cuando enseñaran dentro de ella al estar haciendo claramente un uso meramente privado de la razón. Sin embargo, ahora Kant introduce una excepción oportunista a cuenta de la censura sufrida por motivos religiosos: la regla anterior sobre el uso privado de la razón es válida para las Facultades superiores –Teología, Derecho y Medicina—, pero, añade ahora, no para la Facultad de Filosofía, cuya libertad debe preservarse siempre, tanto fuera como dentro de las aulas, porque¬ desarrolla una función crítico-reflexiva y examina los fundamentos racionales de las Facultades superiores. 

Este rodeo por el Kant publicista permite comprender por qué las universidades prusianas no estaban en condiciones de liderar el ideal ilustrado. Esta tarea recayó sobre esos franceses no universitarios conocidos como los philosophes: hommes de lettres o escritores independientes que comunicaban a la sociedad sus ideas a través de libros, artículos, folletos y revistas. 

Sus nombres se recuerdan todavía hoy: Montesquieu, Voltaire, Diderot, d'Alambert, Rousseau, Condillac, Helvétius, d'Holbach, Turgot, Buffon, Quesnay, Condorcet y otros. Esta concentración privada de librepensamiento emprendió, fuera de la Universidad, una obra magna de emancipación intelectual al margen del Rey y de la Iglesia, las dos instituciones autoritarias del siglo. En veintiún años, entre 1751 y 1772, salieron de la imprenta los 28 tomos de la Enciclopedia que contenían 70.000 entradas por parte de 150 colaboradores (los citados y otros) en las que se compendiaba todo el conocimiento disponible en ese momento desde las ciencias y las bellas artes hasta las artes mecánicas y los oficios. Antes de la salida del primer tomo, en 1750, Diderot, alma de la Enciclopedia, compuso un Prospecto para anunciar oficialmente el lanzamiento de la gran empresa y explicar su finalidad, y en el mismo se lee una frase que acabó siendo un lema para el movimiento: “Se trata de cambiar la forma común de pensar”. En efecto, en el pasado se pensaba en nombre de todos bajo el principio de autoridad, mientras que el plan ahora es pensar libremente y en nombre propio.

Junto a la Enciclopedia, la otra iniciativa privada que colaboró decisivamente en la realización histórica del librepensamiento ilustrado fueron los salones parisinos. Durante el dieciocho, grandes damas de París abrieron los salones de sus casas para recibir a la crema de la sociedad de su tiempo. Ambos impulsos —Enciclopedia y salones— unieron fuerzas de forma natural porque los philosophes eran invitados a asistir a sus veladas y, en presencia de otros invitados distinguidos y poderosos, tenían la oportunidad de defender sus ideas oralmente, argumentarlas, leer en alto sus manuscritos o hacerlos circular en estos círculos selectos. Obtenían patronazgo, entraban en contacto con editores, reclutaban aliados contra la persecución de la censura y tejían redes sociales de gran valor. 

Los salones fueron importantes en la educación del espíritu ilustrado en un doble sentido: intelectual y sentimental. 

Los salones representaron la creación, en plena monarquía absoluta de los Luises (XIV, XV y XVI), de unos espacios público-privados de libertad al margen de la Corte y la Iglesia. Hicieron las veces de universidades informales donde se regaba y crecía el árbol frondoso del librepensamiento. Se esperaba del invitado que, en el curso de la conversación, fuera capaz de exponer ideas útiles a los demás basadas exclusivamente en la autoridad de la naturaleza y de la razón, y en ninguna otra autoridad. En lo relativo a su función intelectual, los salones fueron una fábrica de la opinión pública ilustrada. Con ellos se puso los fundamentos de una razón pública, secular, dialogal, comunicativa y deliberativa que ya no abandonaría el discurso moderno en los años siguientes.

En cuanto al elemento sentimental, los salones fueron escuela de costumbres. En ellos brillaba quien, al exponer sus ideas, demostraba tacto, ingenio y esprit de finesse en el arte de la conversation y sabía comportarse en el gran mundo con discreción, gracia y medida. Los salones parisinos no enseñaban sólo a pensar con libertad, sino también a sentir de manera elegante. Una elegancia entendida en el sentido estético, desde luego, pero aún antes en sentido moral: elegante es, etimológicamente, quien sabe elegir bien, lo cual no se limita al lazo o al pañuelo que mejor combinan, sino que se extiende al uso civilizado de la propia libertad. La civilité de los salones enseñaba a quien los frecuentaba los modales de una sociabilidad no coactiva. Cultivando el gran mundo aprendía a dar preferencia a las conveniencias concretas de la buena sociedad, practicaba el autocontrol para contribuir al placer de la velada y adquiría el hábito de dispensar a los otros esas atenciones, deferencias y cortesías que tanto embellecen la convivencia. Se comportaba así por simple buen gusto, sin obligación legal.  

Los salones parisinos no enseñaban sólo a pensar con libertad, sino también a sentir de manera elegante

Merece la pena volver en este punto al folleto de Kant ¿Qué es la Ilustración? Define la Ilustración como un modo de usar el propio entendimiento sin la guía de otro. Por cómo se expresa, se diría que está pensando en una razón individual, teórica, monológica, no en una dialogal o deliberativa, pues excluye a todo otro, incluido al otro de una conversación mundana. Lo siguiente que excluye es el sentimiento, que Kant siempre despreció en su obra completa al tacharlo de fuerza irracional: ser ilustrado es para él un modo de pensar, no de sentir

Ahora bien, ya en el primer párrafo del folleto entra de rondón en el hilo argumental una estimativa de los sentimientos al reprochar a ese menor de edad culpable su cobardía y su pereza y exhortarle a que reúna coraje para atreverse a pensar por sí mismo conforme el famoso aforismo latino Sapere aude! (¡Atrévete a saber!). El pensar libre pende de una virtud previa, según parece coligirse de estas palabras. Aquí no queda todo, porque ante la pregunta de cómo inspirarse y reunir fuerzas para atreverse a esa deseable autonomía intelectual, Kant responde: “Ciertamente siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, incluso entre los establecidos tutores de la gran masa, los cuales, después de haberse autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su alrededor el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo”. 

Al final, para ser ilustrado según Kant, además de razonar libremente sin la guía del otro, es necesario una educación sentimental —valor, coraje, determinación— que se aprende paradójicamente imitando el ejemplo de otro y siguiendo su guía, la de esos que ya son mayores de edad. En suma, Kant, sin decirlo, está recomendando al ilustrado a ir a esa escuela de buenas costumbres que es la sociedad selecta del salón parisino. 

Por la misma época, en Gran Bretaña germinó otra fuente paralela de librepensamiento. En 1711 Joseph Addison y Richard Steele lanzaron el diario The Spectator para ser leído por los asiduos de los Coffee Houses, comerciantes, políticos, escritores y profesionales que se informaban en esos establecimientos de la actualidad y debatían libremente entre ellos. Son el precedente de los gentlemen's clubs que se fundaron poco después en Londres. Contemporáneos de los salones, los clubs guardan con ellos analogías y diferencias. Entre las diferencias está la forma de Estado que se había dado el país, una monarquía parlamentaria y no absoluta, lo que hacía de los clubs no tanto un lugar de resistencia a las instituciones del poder, el Parlamento y la City, como su extensión natural. Y otra diferencia no menor: los salones estaban dirigidos por grandes damas, las mundanas salonnières, que daban a las reuniones sociales un toque de refinamiento literario, mientras que la entrada a los clubs ingleses estaba reservada a la masculinidad inglesa y sus previsibles temas: la política y el librecambismo económico. 

Con todo, salones y clubs, conversations francesas y debates británicos, contribuyeron decisivamente a la legitimación de una esfera de sociabilidad no jurídica de carácter racional-sentimental, intermedia entre el Estado y la vida privada, donde los librepensadores se relacionaban entre sí, intercambiaban sus ideas, creaban lazos de respeto y afecto mutuo, conformaban una opinión pública ilustrada y trenzaban esas costumbres cívicas que, a la larga, sostienen un Estado con más eficacia que todo el ordenamiento de las leyes coactivas. 

Habiendo ya dibujado el perfil del librepensador ilustrado, procede analizar en esta última parte, aunque sea sólo en esbozo, cómo se ha actualizado esta figura en el presente estado de la cultura. ¿Qué significa ser librepensador en los tiempos de una democracia liberal? 

Salta a la vista la diferencia que separa el ramillete selecto o buqué de philosophes que practicaron la libertad de pensamiento en el seno de una monarquía absoluta del siglo XVIII, quienes con su ejemplo prepararon el camino al liberalismo decimonónico y, en el otro polo, la cultura creada por la actual democracia. En esta segunda rige el principio de la igualdad, que dice enfáticamente que todos los hombres y mujeres compartimos la misma dignidad y que, entre nosotros, nadie es más que nadie, ni siquiera lo es uno de esos brillantes ilustrados franceses. Los philosophes conformaban una minoría social perteneciente al ramo de escritores y los salones aristocráticos abrían sus puertas sólo en exclusiva a una elite privilegiada. La democracia liberal abraza un ideal bien distinto: ahora hombres y mujeres somos todos philosophes, todos estamos llamados a pensar en libertad y practicar el librepensamiento por igual. El salón del gran mundo derriba sus paredes para ampliar su espacio y recibir a todo el mundo.

Pasó, pues, y no volverá nunca más, el tiempo en que la esfera de la opinión pública era propiedad de una minoría selecta de varones cultivados que enseñaban a una gran masa dócil y muda lo que debía pensar y sentir. La democracia liberal repugna esta división de la sociedad en minoría y masa y la cambia por la presunción de que todos sus ciudadanos —con independencia de cuna, nombre, nacionalidad, riqueza, educación, talento, experiencia e incluso virtud— son mayores de edad, capacitados para discernir su mayor interés sin el dictado de otro. Ya no hay masas, como en viejo elitismo, sino muchos ciudadanos y cada uno de ellos está invitado a formarse su propia opinión ilustrada.  

El interés que la democracia tiene en que todo el mundo se forme una opinión y pueda si lo desea expresarla públicamente es máximo, pero esto no quiere decir, claro está, que la opinión finalmente expresada tenga ella misma mucho interés. Suele ocurrir lo contrario. La minoría selecta, vigente en la cultura desde el origen de los tiempos hasta el desarrollo de la democracia liberal, ha sido reemplazada por la mayoría vulgar en la que ahora nos hallamos. El resultado práctico de esta nueva etapa cultural es que el pensamiento que hoy se produce y se comunica libremente es mayoritariamente vulgaridad y contribuye a ampliar el número de participantes de conversación pública, lo cual es mucho, pero no a mejorarla. Este escenario no debe sumirnos en una resignación nostálgica y ni llevarnos a ceder a la tentación de volver a la minoría selecta de antes. La etapa de la minoría selecta ha sido felizmente superada por la actual mayoría vulgar, superior a la anterior en lo moral, sino a corregir la vulgaridad de esta etapa intermedia y provisional en dirección a una tercera etapa que nos espera. Se han recorrido dos etapas, la minoría selecta y la mayoría vulgar, y nos encontramos de camino, convulsionados por rodeos y curvas, hacia la tercera, sintética y definitiva: la mayoría selecta, selecta como la primera, mayoritaria como la segunda.

El resultado práctico de esta nueva etapa cultural es que el pensamiento que hoy se produce y se comunica libremente es mayoritariamente vulgaridad

Lo primero en nuestra cultura, a la luz de lo anterior, es que todos podemos y debemos ser librepensadores. Lo segundo contiene un cierto contrapunto: la conciencia de que el pensamiento del librepensador es relativo, si bien ese relativismo no nos compromete menos a los librepensadores que si fuera absoluto. 

No puede ser casual que el triunfo en Occidente de un relativismo político de los valores a partir de la Ilustración, escéptico de todo absolutismo, incluido el absolutismo de la opinión pública, coincida cronológicamente con la consagración de la paz como bien supremo en las sociedades modernas y con la consolidación contemporánea de la democracia. En los anteriores integrismos y fundamentalismos, partidarios de verdades últimas, subyace siempre alguna forma de elitismo autoritario. Las democracias, en cambio, edifican su opinión pública sobre el suelo firme de las verdades penúltimas. Mientras que el absolutismo impone unos principios a priori dictados por alguna autoridad situada por encima de los términos de la deliberación libre y racional (el dictador), el ciudadano democrático reconoce el carácter histórico y plural de las ideas humanas, y a la vista de su contraste con la experiencia y con las ideas de los demás, induce razonablemente algunas conclusiones provisionales.

Suele argüirse que el relativismo de los valores conduce a un nihilismo del todo vale, pero esto no es cierto. Que todo lo humano sea relativo no implica que deba diluirse en una multiplicidad infinita de posibilidades de igual valor. Al contrario, la historia muestra que en el curso de milenios la humanidad ha sido capaz de alumbrar un número escaso y manejable de ideales. En el terreno de la moral, por ejemplo, apenas un puñado: libertad, igualdad, justicia, solidaridad, dignidad y algunas pocas más otras. Y es el relativismo precisamente el que permite comparar a posteriori entre esas diferentes opciones en pugna y, a la vista de tal, acordar entre todos qué es lo bueno, lo noble y lo justo para nosotros. Sólo si concedemos a las ideas un peso relativo nos está permitido deliberar sobre ellas, juzgarlas, revisarlas y, en su caso, rechazarlas, de manera que el relativismo es la condición de posibilidad de una sana opinión pública. 

Alois Schumpeter definió admirablemente el juego de este doble principio del librepensamiento democrático—opinión pública relativa, compromiso firme— por medio de la siguiente fórmula: “Darse cuenta de la validez relativa de las convicciones propias y, no obstante, defenderlas resueltamente es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”.  

Recuérdese que el salón parisino, además de como fábrica de opinión pública, fue definido, en el ámbito sentimental, como escuela de costumbre, ya que preparaba para una forma de comprometerse con el otro creando redes sociales al margen del Derecho. Esto no lo entienden aquellos que usan para presentarse la socorrida expresión: “libres y sin compromiso”. Estar libre y sin compromiso es una situación imperfecta y provisional que termina cuando uno elige en conciencia con quién o qué comprometerse. Por eso el lema de la sociabilidad moderna no es libre y sin compromiso, ni tampoco con compromiso pero sin libertad, sino el siguiente: “libres y con compromiso”. La libertad no se contrapone al compromiso, sino, al revés, es su presupuesto necesario. 

Entre esos compromisos, uno de los más preciosos es la amistad. Elige uno la amistad por pura inclinación, como a la persona amada, pero con el paso del tiempo se crean entre los amigos una lealtad, una complicidad, una solidaridad, que compromete a ambos. Una castiza expresión española dice que al amigo “se le tiene ley”. Esa ley no es jurídica, porque su incumplimiento no lleva aparejada una sanción (multa o cárcel), pero eso no quiere decir que esa ley no exista ni que su violación no despliegue consecuencias. Quien contraviene la ley de la amistad se empobrece porque pierde un bien muy preciado: el placer de una compañía previamente elegida. Quien desea disfrutar de la amistad, debe practicar unas reglas que limitan y comprometen su libertad, sí, pero, al hacerlo, paradójicamente es más rico que antes, igual que, al respetar las reglas de la gramática, abandonamos la barbarie y nos elevamos con el pensamiento. Por eso la amistad es el paradigma de toda sociabilidad no coactiva

En una democracia liberal, ese paradigma encuentra su más cumplida plasmación en el ideal de una república de la amistad. La gran diferencia entre el salón de una casa y una república política estriba en que en el primero todos se conocen personalmente y en la segunda, poblada por una multitud, no puede haber ese conocimiento directo. Por eso se habla, para este segundo caso, de amistad cívica o amistad política, que pide al ciudadano, no que se haga amigo personal de todo el mundo, sino que trate al otro como lo había con un amigo, aunque no lo conozca. Dispensará este trato al conciudadano no por altruismo, sino como consecuencia de una inteligente gestión del propio interés en combinación realista y armónica con los intereses complejos de los demás. 

Los enemigos de la democracia liberal son hoy muchos y variados, pero todos comparten un mismo plan: el de someter el librepensamiento al control de la censura de las ideas y arruinar la delicada república de amigos, basada en la igualdad, para imponer en su lugar el anacronismo de alguna forma de elitismo autocrático. 

Contra los enemigos de la democracia liberal se levantan individuos e instituciones para resistir sus embates. Entre ellos, la Universidad Camilo José Cela y EL ESPAÑOL, que trabajan para garantizar un espacio seguro al librepensador en este tiempo y contribuyen a educación sentimental del ciudadano ilustrado de este país. El XXV aniversario de la Universidad y el X aniversario del diario digital coinciden felizmente con el L aniversario del inicio de la ejemplar Transición española. 

Con mi más cálida enhorabuena a las dos instituciones convocantes termina mi conferencia. 

***Javier Gomá es filósofo y director de la Fundación Juan March.