Nieves Segovia, presidenta de SEK Education Group, durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'.

Nieves Segovia, presidenta de SEK Education Group, durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'. Sara Fernández

La libertad en el siglo XXI

Libertad y educación

Nieves Segovia
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Presidenta de honor, rector, presidente y vicepresidenta de EL ESPAÑOL, queridos profesores, alumnos y amigos.

Comprendo a Carmen Iglesias cuando iniciaba la primera -e insuperable- charla de este ciclo haciendo referencia a las palabras de Hannah Arendt, “preguntarse por la libertad parece ser una empresa sin esperanza”, y seguramente también lo decía por la manifiesta dificultad que tiene este empeño.

Hablar hoy de educación, y además de libertad, es una osadía por la que espero sepan disculparme, porque si el concepto de libertad es extraordinariamente amplio, el de educación añade superior complejidad. Sin embargo, el ideal de libertad es tan central al trabajo de toda nuestra institución desde su nacimiento en 1892, que debía aceptar esta invitación y este reto de compartir algunas reflexiones que, vaya por delante, aspiran a alentar muchas más preguntas que respuestas.

La libertad es, esencialmente, la dimensión que da sentido al hecho educativo. En el ideario SEK, que data de 1969, ya expresamos nuestro compromiso de educar en y para la libertad.

Nieves Segovia en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'

De igual modo, hace ahora 25 años, en la inauguración de esta universidad, cuyo aniversario celebramos junto a los primeros 10 años de EL ESPAÑOL, Camilo José Cela, proclamó  que “el aula universitaria es el último reducto de la libertad”. Me alegra que con este ciclo de conferencias -gracias, Pedro, gracias, Jaime- hagamos verdad el pensamiento del escritor, y rindamos también homenaje a generaciones de educadores que, en condiciones no siempre favorables, trabajaron por la libertad desde sus aulas.

Hoy en este campus, que siempre ha tenido la vocación de ser libre y ordenado, nos queremos solidarizar con toda la redacción de EL ESPAÑOL, y muy especialmente con José Ismael Martínez. Un campus universitario solo debe ser lugar para la confrontación de ideas, en libertad.

Para dar contexto al tema que hoy nos ocupa, Libertad y educación en el siglo XXI, me gustaría realizar un breve recorrido histórico, desde una visión filosófica y antropológica de la educación. Sin una comprensión del ser humano, no es posible hablar de educación. Todos los filósofos han desarrollado un ideal educativo conforme a su visión del hombre y su voluntad de libertad. También hablaré de su organización, esto es, de los sistemas educativos que nos hemos dado para hacer realidad el acceso a la educación, en relación también con el papel del Estado y su influencia en la democracia.

"Sin una comprensión del ser humano, no es posible hablar de educación"

Pero fundamentalmente, compartiré algunas reflexiones personales sobre el futuro de la educación. Pienso que hoy, más que nunca, es el lugar en el que nos estamos jugamos nuestra libertad, y que seguramente estamos al principio del final de nuestro sistema educativo tal y como lo hemos conocido los últimos siglos.

Filosofía, educación y libertad

La educación y la libertad son términos indisolubles. El fundamento de la libertad es la educación, y la verdadera educación no es posible sin libertad. No nacemos libres si no dependientes. Decía Kant que "El hombre no es hombre porque nazca es hombre porque se educa". En este sentido la educación es una conquista del buen uso de la libertad que, como seres humanos, se nos ha dado.

Ahora bien, ambos conceptos sólo pueden concebirse desde una visión compartida de ese ser humano. Aristóteles define la suya en su Metafísica al decir que “todos los hombres desean por naturaleza saber”. Y es esta voluntad de aprendizaje y perfeccionamiento la que nos distingue de otras especies animales, y nos abre a la posibilidad de ser verdaderamente libres.

500 años después Epicteto, el filósofo esclavo, al que también citaba Carmen, decía que “sólo el hombre culto es libre”, y ya en el siglo XX Paulo Freire habla de la escuela como “la práctica de la libertad”.

Son sólo algunos ejemplos.

A lo largo de la historia todos los filósofos y pensadores han desarrollado teorías de la educación construidas sobre una idea del hombre que aspiraba a su crecimiento, y a su inserción en la sociedad para mejorarla. Del ser humano que, de una u otra manera, aspiraba a su libertad.

Los distintos movimientos pedagógicos -desde la paideia griega y el humanismo renacentista hasta las pedagogías críticas contemporáneas— pueden interpretarse como intentos de definir y equilibrar la relación entre autoridad y autonomía, entre la transmisión del conocimiento y la emancipación del sujeto que aprende. La tensión entre estas dos dimensiones constituye, hasta nuestros días, el eje dinámico del hecho educativo: mientras algunos modelos privilegian la disciplina, la jerarquía o la homogeneidad, otros se orientan más hacia la libertad de pensamiento y la expresión personal (libertad de pensamiento, y desarrollo del pensamiento crítico como condiciones previas de la libertad de expresión).

Desde una perspectiva filosófica, esta relación se remonta a la tradición clásica. En La República, Platón concibe la educación como un proceso de liberación de las sombras de la ignorancia hacia la luz de la verdad, es decir, como una forma de emancipación intelectual. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles habla de una educación que orienta al ser humano hacia la virtud y el pensamiento racional, condiciones del autogobierno que definen la vida bella y buena. Verdad, belleza y bondad que luego veremos. Ambas concepciones establecen una idea seminal que atraviesa la historia de la pedagogía: el ejercicio de la libertad también se educa. Y otra fundamental, la libertad de pensamiento es condición indispensable para la formación del ser humano.

"Todos los filósofos y pensadores han desarrollado teorías de la educación construida sobre una idea del hombre que aspiraba a su crecimiento"

En el pensamiento ilustrado, Kant en su libro Sobre la pedagogía, explica la educación como el medio mediante el cual "el hombre llega a ser hombre", destacando que la finalidad última de educar es alcanzar la mayoría de edad intelectual: la capacidad de servirse del propio entendimiento sin una tutela externa.

Por su parte, Stuart Mill en Sobre la libertad, siglo XIX (1859) defiende el aprendizaje como condición indispensable para el desarrollo del juicio moral y el pensamiento crítico, pilares de la libertad individual y de la democracia. De modo similar, el ideal de Humboldt concibe la educación como un proceso de autodesarrollo libre que armoniza conocimiento, moralidad y la formación de la sensibilidad estética.

En el siglo XX, estas ideas reaparecen bajo nuevas formas. John Dewey entiende que la libertad no es una licencia individual, sino una práctica social que se aprende en la escuela.

Desde una perspectiva más crítica, Freire define la educación como una praxis liberadora. En su Pedagogía del oprimido (1970), afirma que “la educación es un acto de conocimiento y, por tanto, un acto de libertad”. La educación es una acción social tendiente a la realización del ser humano.

Este breve recorrido permite observar cómo, más allá de la diversidad de contextos históricos o culturales, existe una constante: educación y libertad son caras de la misma moneda. En su sentido esencial, educar implica habilitar al ser humano para su propia autonomía, para el ejercicio del pensamiento y para la creación de significado.

Como decíamos, y desde un punto de vista material y aplicado, la educación puede concebirse como instrumento de control o de conservación del orden social, reduciendo la libertad a una función subordinada de la obediencia; o bien como un proceso de autonomía progresiva, que permite al individuo construir conocimiento, sentido y responsabilidad moral. Esta es la aproximación de las pedagogías centradas en la libertad -ya sea desde perspectivas humanistas, progresistas o críticas-.

Así pues, la libertad no puede considerarse sólo la finalidad esencial del proceso educativo, sino su condición de posibilidad. La educación genuina no se limita a transmitir conocimientos, sino que procura desarrollar en el sujeto la capacidad de pensar por sí mismo, de actuar con criterio y de participar de forma activa en el progreso de la sociedad.

Colocar al aprendiz en el centro del proceso educativo -principio compartido por la mayoría de los movimientos pedagógicos contemporáneos- no es sólo una práctica metodológica, sino una toma de posición ética respecto de su derecho a la libertad. Supone reconocer en cada persona su dignidad como sujeto de aprendizaje, su capacidad de juicio y su derecho a la autonomía intelectual y moral.

En definitiva, la historia de la filosofía de la educación puede leerse como una historia de la libertad: un proceso en el que cada avance pedagógico, significativo, ha implicado un acto de confianza en la capacidad, y lo que es más importante, en la voluntad humana.

Sistemas educativos

Pero la educación no sólo ha contribuido, y contribuye, al desarrollo del individuo, también lo hace al fortalecimiento de la sociedad democrática y de la cultura de los derechos humanos.

Por este motivo la historia de las ideas educativas se materializa en las instituciones pedagógicas, que a lo largo del tiempo las han estructurado. La educación, además de una práctica individual o un instrumento de transmisión cultural, ha sido también una forma de articulación social y política: un modo de decidir quién puede aprender, cuál es el conocimiento legítimo y para qué fines se educa. La historia de la educación, desde una perspectiva eurocentrista (que no aborda otras tradiciones) lo ha sido también la de la conquista del derecho a la educación.

La Academia de Platón constituye el primer intento de institucionalizar la formación del pensamiento filosófico, aunque sólo fuera para los varones libres. A continuación, el Liceo de Aristóteles, las escuelas monásticas y catedralicias en la época medieval, las primeras universidades en el siglo XII y XIII, las escuelas humanistas o la creación de los sistemas de educación pública en el XVIII y XIX han dado estructura al mundo de las ideas, permitiendo el progreso tecnológico, la organización social, y eventualmente la preservación del status quo creado.

El siglo XX reconfigura el vínculo entre escuela y libertad en cuatro dimensiones, que informan, en parte, el sistema educativo actual.

Se establece una nueva relación entre democracia, ciudadanía y educación con la educación denominada “progresiva” de John Dewey quien convierte la escuela en un “laboratorio de la democracia. También se redefine el concepto de libertad del niño y su autonomía con movimientos como la Escuela Nueva que sitúan al alumno en el centro. Así mismo, el sigl XX pone especial énfasis en la emancipación del ser humano con modelos como el comentado de Freire, o la educación crítica de Illich. Y finalmente se produce uno de los grandes logros de la historia reciente, la consagración del derecho a la educación y la universalización de su acceso que recogen, entre otras, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Convención sobre los Derechos del Niño, y de forma más reciente los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Se reconoce así que, sin el derecho a la educación, la libertad del mundo no es posible.

Por otra parte, la descolonización, los movimientos de coeducación, inclusión y educación especial, y las políticas contra la segregación y en favor de los derechos civiles, vinieron a ampliar la noción de libertad como igualdad de oportunidades. 

"La Academia de Platón, y vuelvo a los orígenes, constituye el primer intento de institucionalizar la formación del pensamiento filosófico"

Pero tener derecho a la educación no equivale a tener acceso. A pesar de su reconocimiento, 275 millones de niños en el mundo carecen de este derecho. Y por supuesto, las desigualdades se ceban con los más vulnerables. Como saben, en países como Afganistán, Sudán del Sur o Yemen, las niñas se ven excluidas del sistema educativo. El 50% de los niños refugiados no están escolarizados y en la mayoría de los países en desarrollo, hasta el 90% de los niños con discapacidad no asiste a la escuela. Se estima también que más de 160 millones de niños y niñas hoy en el mundo sufren todavía de explotación infantil, la mayoría, por supuesto, sin acceso a la escuela o forzados a abandonarla de forma prematura.

Este es el estado de la educación en el mundo, y por consiguiente también es el estado de su libertad presente y futura. Porque, como hemos visto, la educación constituye, no sólo la mejor expresión, sino también la mejor herramienta, para la libertad humana.

Educación, política y democracia

Por otra parte, si algo evidencia la historia, no tanto de la pedagogía como de los sistemas educativos, es que estos han sido, siempre, el principal motor de ordenamiento social. La obligación de la familia, y del Estado, nace de la responsabilidad de educar, lo que se concreta en un derecho (el de la educación) que hace posibles la libertad personal y social.

Primero la Iglesia, y a continuación el Estado, han sido garantes del acceso a la educación, desde Esparta hasta nuestros días. La educación, lo hemos visto, es el arma de “construcción masiva” más poderosa para ampliar las libertades, corregir brechas sociales, impulsar el progreso humano, científico y tecnológico, para la creación de belleza, para desarrollar un pensamiento egregio, para la humanización, al fin, del ser humano.

Pero por desgracia, y aunque no la llamemos educación, es igualmente poderosa para aniquilar la razón, para la opresión moral o la ideologización.

Hemos visto regiones del mundo que han prosperado, y prosperan, gracias a sistemas educativos consistentes en el tiempo, pedagógicamente solventes, y respetuosos con los derechos y obligaciones de todos los actores del proceso educativo. Y también regímenes totalitarios que han hecho de la educación instrucción o adoctrinamiento, poniéndola al servicio del poder y no de los ciudadanos, suprimiendo así sus libertades. Por desgracia sobran los ejemplos, históricos y contemporáneos. Aún hoy en democracias occidentales, como la de EEUU, el gobierno ha intentado limitar la libertad académica en las universidades. Y en nuestro país hay evidencias de cómo el currículo, particularmente de la historia, ha sido, y es, determinante para la consecución de fines de orden político.

Porque importa cómo se educa y por supuesto a quién, pero las decisiones políticas con mayor carga de profundidad en el mundo desarrollado se refieren al qué y en qué educamos. Estas decisiones pasan a menudo inadvertidas y los titulares son para medidas ruidosas y cortoplacistas, que tienen que ver con la confrontación política, y no con asuntos de calado. En el debate público sobre políticas educativas, la mayor parte de las veces gana la política y pierde la educación. No nos engañemos, la educación, si es consistente, SIEMPRE ofrece resultados en la dirección deseada. En este contexto, y en relación con la reflexión que nos ocupa, corremos el riesgo de perder cuotas de libertad de forma inconsciente y casi imperceptible. Pero real.

De ahí que la libertad no se conciba sólo en el núcleo íntimo de las ideas, en la relación del individuo con su derecho a la educación -esto es, a su libertad-, requiere instituciones justas. Y esto plantea una cuestión esencial:

¿Hasta dónde puede o debe intervenir el Estado sin vulnerar la autonomía del alumno, la libertad de cátedra de los profesores, la responsabilidad de las familias, la independencia de los centros educativos y el pluralismo ideológico?

Además de la relación con el Estado, en cualquier sistema educativo los agentes del proceso son interdependientes, lo que añade complejidad, y el modelo de relación de unos con otros genera mayores o menores espacios de libertad. Por este motivo, hacer explícita la identidad de un centro de enseñanza, es esencial para construir una comunidad de aprendizaje con valores compartidos.

Educación en España

Merece la pena detenerse en el análisis de la acepción de libertad para cada actor del sistema. Me referiré a España.

En primer lugar, los alumnos. El acceso a la educación está garantizado y, por lo tanto, es un derecho real. Y este derecho, no lo olvidemos (como cualquier otro), no está exento de deberes y responsabilidades. Pero el derecho lo es a una educación de calidad que atienda a su singularidad y a su potencial humano; ese y no otro es el concepto de equidad. El alumno en el actual sistema educativo sigue siendo, con demasiada frecuencia, un sujeto pasivo al que se enseña, y no uno activo que asume la responsabilidad de su propio proceso de aprendizaje. De ahí que la libertad del alumno en contextos educativos tradicionales no sea plena todavía, y no siempre pueda pensar de una forma diferente y no gregaria. En este aspecto las RRSS dificultan también, y de forma muy grave, la acción educativa.

La libertad de los profesores para desempeñar su función, y para perfeccionarla, es la clave del sistema. Defender la libertad de cátedra, que no la impunidad del aula, es uno de los fundamentos de nuestro sistema, y garante de la pluralidad del pensamiento. La función del docente es a menudo solitaria, repetitiva y excesivamente burocrática, lo que encierra una limitación de su libertad profesional y de su vocación educadora. Es urgente, y ahora, por fin, posible, liberarle de condicionamientos que inhiben el verdadero rol del MAESTRO -con mayúsculas, en su sentido original- para que pueda ejercer su actividad en un marco de libertad, responsabilidad y competencia.

Y aquí me gustaría alertar sobre una cuestión no exenta de controversia. El derecho del niño a su seguridad física, mental y emocional está por encima de todo, es el derecho supremo y la obligación a la que se debe todo el sistema. No cabe ninguna duda ni matización. Pero por desgracia, cuando los medios de comunicación se hacen eco de presuntas conductas irregulares, se crea alarma, los juzga la sociedad antes siquiera de que estén mínimamente sustanciados, y resultan ser falsos, las víctimas son los profesores. Se está arrojando sobre todos los docentes una carga de la prueba que no merecen, y que desgraciadamente aleja del sector a profesionales que hubieran podido ser excepcionales y que no podemos atraer. Ser docente no es una profesión reconocida, y la sociedad no se lo está poniendo fácil. No conozco a ningún educador que haya decidido serlo, sin vocación de servicio a los demás. Una sociedad que no protege, ayuda y respeta a sus cuidadores, a la larga es una sociedad enferma. Apelar al valor de la educación en momentos de crisis es la norma, pero actuar en consecuencia no. La profesión docente, al menos en el ámbito escolar, está perdiendo la libertad para realizar su trabajo con normalidad, e invito a todos a reflexionar, porque su libertad es la de todos.

La libertad de las familias para elegir el centro educativo que mejor se adapte a las necesidades de sus hijos también es un derecho esencial que recoge nuestra Constitución- así como el de creación de centros- pero es un derecho que está comprometido por un modelo de financiación que no es finalista a la familia, sino que está intermediado por el Estado. Con fines educativos, sin duda, pero también con intereses políticos. Porque si ser ministro de educación en nuestro país rara vez ha sido un destino político final, ningún gobierno de coalición, nacional o autonómica, ha dejado la cartera de educación en manos de sus socios.

El modelo de financiación también es clave en la libertad de creación de centros educativos independientes.

En este punto, y ahora que se conmemoran los 50 años del inicio de la Transición, quiero referirme trabajo y la lucha de mi padre, Felipe Segovia, durante más de medio siglo, en favor de la libertad de la sociedad civil para contribuir a la mejora de nuestro sistema educativo. Mi padre fue el pionero en España de modelos educativos de referencia hoy, e innovador en todas las dimensiones del proceso de aprendizaje. La esencia de su pensamiento y de su acción educadora hunde sus raíces en el respeto a la dignidad y la libertad del hombre.

Cito algunas de sus reflexiones.

“Si los años 40 y 50 no fueron fáciles para los colegios privados, subestimados por los centros religiosos, los años 60 y 70 fueron especialmente traumáticos para la iniciativa libre y autónoma desde la Administración. Las presiones eran, como siempre, para impedir la libertad”

“¿Puede la sociedad ceder al Estado algo tan sustantivo de su libertad como es la educación?... si no queremos que el sistema de enseñanza sea la enseñanza del Sistema, y si se apuesta con valor y tenacidad por el cambio de paradigma que hoy (año 2000) es imprescindible, el gobierno que asuma el reto de hacer de la educación el motor de desarrollo de su país tiene un único camino: integrar a todos los agentes sociales en el proyecto, ofreciendo un ancho margen a su libertad”.

Y finalmente: “La libertad no es un regalo, tiene un precio, se conquista y se defiende”.

Hoy, por desgracia, la libertad de la sociedad civil que aspira a desarrollar un proyecto educativo propio y singular, ajeno a intereses políticos, religiosos y últimamente económicos tiene un precio, casi, inasumible.

En el ámbito escolar, el sistema actual cuenta con centros privados, centros públicos de gestión pública, y centros públicos de gestión privada, los llamados concertados. El propósito original de dichos centros (el mantenimiento de centros religiosos en un Estado aconfesional, o atender tipologías de alumnos a las que no podía llegar la educación pública) se ha desfigurado completamente, lo que promueve una competencia desleal, que perjudica a partes iguales a la educación pública y a la privada. La financiación directa a las familias, la desgravación fiscal y la obligatoriedad de que los centros concertados sean sin ánimo de lucro son palancas que dotarían al sector de equidad y, por consiguiente, de libertad.

En el contexto universitario, la nueva ley tampoco promueve la colaboración público-privada, y dificulta la diferenciación. Si bien asumimos que la certificación del conocimiento es una facultad delegada de la administración y exige unos controles, es necesario reconocer la nueva configuración del sistema universitario español y su autonomía (o libertad), potenciar sus sinergias, facilitar su conexión con la práctica laboral, e impulsar su capacidad de innovación y de transformación productiva y social.

No quiero dejar de señalar algo respecto de los resultados de nuestro sistema. Nuestros mediocres resultados en estudios internacionales, la alta tasa de fracaso escolar o el masivo abandono universitario deberíamos entenderlos como un fracaso, no sólo del alumno, a quien comúnmente se responsabiliza, sino de las instituciones como garantes del derecho a un sistema educativo relevante y de calidad. Por desgracia el debate no está ahí.

El sistema educativo formal, hoy, se encuentra bajo una presión social, económica, política y mediática que no contribuye a un análisis riguroso, informado, e imprescindible para su reconfiguración.

Antes de abordar el futuro, sólo un apunte acerca de la contribución de la educación a la construcción de la democracia. “La democracia necesita de la educación, y la educación necesita de la democracia” decía Dewey. La educación no es sinónimo de democracia, pero sí es un prerrequisito esencial. Por desgracia la democracia, nos alertaba Carmen, tampoco es siempre sinónimo de libertad.

El derecho a una educación de calidad no es sólo una meta educativa, sino una condición para la justicia democrática. Hoy vivimos un momento de crisis democrática en el mundo por la desconfianza en las instituciones, la polarización social y política, y la expansión de discursos simplistas en detrimento del juicio personal y la razón.

Preservar nuestra democracia

Por eso, más que nunca, en la educación se juega nuestro futuro. Necesitamos educar para la democracia, no solo desde el currículum, también desde la cultura escolar y universitaria, con la participación real de la comunidad educativa para la formación del pensamiento crítico, la inclusión, y la ética de los cuidados.

Porque la democracia, no es sólo un sistema político, es una cultura de convivencia basada en la libertad. Una cultura que se cultiva, y que es tarea compartida por todos los agentes sociales, no sólo el sistema educativo. Sin una educación cívica, crítica y ética la democracia se vuelve frágil y vulnerable al autoritarismo.

De nuevo Dewey, “la democracia debe nacer de nuevo en cada generación, y la educación es su comadrona”.

Cuidemos pues la educación si queremos preservar nuestra democracia y apostemos por una educación liberal que promueva la personalización, la libertad de enseñanza, el pluralismo de proyectos, el desarrollo y la dignidad docentes, la elección de centro, la autonomía de las instituciones (públicas o privadas), y un Estado garante, pero no monopolista, que regula mínimos como el currículo básico y los derechos del menor, pero deja margen a la sociedad civil. Un ideal al que muchos todavía, y siempre, aspiramos.

“Sin una educación liberal estará amenazada la supervivencia de una democracia liberal”, nos recuerda mi querido amigo Francisco López Rupérez.

El desafío que queda abierto para el siglo XXI es mantener la esperanza de libertad en un contexto de incertidumbre, de progreso exponencial, de disrupción -básicamente en un cambio de era- sin renunciar a ninguno de los valores que encarna nuestra especie.

El futuro de la educación y la libertad

Muchos son los pensadores que dicen ya que nos encontramos en un punto de inflexión de la evolución humana. Nada menos.

De acuerdo con Eudald Carbonell, codirector del Proyecto Atapuerca, “el homo sapiens se encuentra en un momento crucial de su evolución, la alternativa a su extinción es culminar el proceso de humanización. Sólo un progreso exponencial de la tecnología y su socialización, a través del pensamiento crítico, puede ayudarnos a dar un salto adaptativo”.

Y mi añorado amigo Marc Prensky, educador y futurista, padre del término “nativos digitales”, decía hace unos meses, poco antes de fallecer: “Los humanos del futuro no serán los mismos que los que hemos conocido durante los últimos 100.000 años, y no hay vuelta atrás. El cambio ya ha comenzado. La evolución humana, que antes tardaba milenios, ahora se está produciendo ante nuestros propios ojos”.

¿Y ahora que tenemos a esos nuevos sapiens en nuestras aulas, y para que verdaderamente lo sean, qué hacemos? En todos los cambios de ciclo, y este lo es de una magnitud que difícilmente podemos comprender, la educación ha jugado un papel relevante. Ahora, sin embargo, corremos el riesgo de ser un anacronismo del nuevo milenio. Porque la educación, que es garante de la libertad, se utiliza también con el fin de preservar un status quo que ya no existe.

Como apuntaba al principio, es posible que estemos al principio del final del sistema educativo “tradicional”. Es hora de repensar la razón de ser de la educación como la hemos entendido desde hace siglos.

Felipe VI hizo un claro llamamiento a la educación en valores como base de la convivencia democrática, en la entrega de los últimos Premios Princesa de Asturias (y cito) “Frente al individualismo radical y la pulsión globalizadora que todo lo homogeneiza y que degrada la diversidad, la solución pasa por educar en valores, que consiste en encontrar ese camino intermedio entre la comunidad y la persona, entre el respeto por lo colectivo y el valor del individuo”, pero ¿a quién se dirige?

Si es a las instituciones del sistema formal de la educación, escolar o universitaria, me temo que nuestra respuesta no será suficiente. Si es a las grandes empresas tecnológicas, a los medios de comunicación o a los influencers, seguramente sí. Y si es a TODOS, mejor. Hay que asumir que la educación sufre un proceso de disrupción que no quiere evidenciar, resguardada tras los muros, muy gruesos, de la obligatoriedad, el carácter asistencial y la posibilidad de certificar el conocimiento. Pero ni siquiera todo eso puede contra la irrelevancia de un sistema que ha hecho crisis, en el momento en el que es más necesario que nunca para preservar nuestras libertades. Un sistema de aprendizaje para el que nuestros alumnos han encontrado nuevas alternativas.

Hemos extendido su fecha de caducidad de tal manera que ahora corremos contra el tiempo. Desde hace medio siglo hablamos de un sistema caduco heredado de la revolución industrial. ¿Algún otro sector se refiere a la revolución industrial del siglo XVIII para justificar su falta de progreso?

Sin embargo, hay lugar para la esperanza: porque el acceso a la información y al conocimiento, han sido desintermediados por nuevos agentes, SÍ, pero no así el desarrollo de la sabiduría.

La IA

La inteligencia artificial desafía los procesos de nuestra inteligencia porque por primera vez desarrolla masivamente la capacidad que nos distingue como seres humanos, el lenguaje. Sin lenguaje no habría pensamiento complejo, ni cultura, ni una sociedad organizada. Adicionalmente, la IA nos reta a preguntar, en vez de a responder. Volvemos a los orígenes del método Socrático. La IA, lo hemos dicho, puede ser nuestra peor amenaza o nuestro mejor aliado.

De ahí que, como nunca antes, una nueva tecnología plantee cuestiones existenciales para el sector, que pueden llegar a comprometer nuestra libertad como individuos y como ciudadanos. Desde hace ya muchos años el humanismo, y la educación, pasan por la tecnología, pero hasta ahora hemos incrustado esa tecnología en un sistema caduco, en vez de transformarlo.

En un contexto de transformación exponencial, en el que los seres humanos ya no somos las entidades de conocimiento más poderosas del planeta, ni las instituciones educativas los únicos guardianes y creadores de dicho conocimiento, es hora, como decíamos, de redefinir nuestro papel para mantener su relevancia y poder influir en un cambio más ético.

El objetivo, lo sabemos, es pasar de una educación centrada básicamente en la adquisición de contenidos, a una educación que cultive el pensamiento crítico, la resolución de problemas, la metacognición y cualidades que no se pueden automatizar como la empatía, la creatividad, el razonamiento ético, la curiosidad, el humor o el amor- cualidades, todas ellas, útiles para la felicidad, y para la empleabilidad. Todo lo automatizable, debe automatizarse si queremos liberar el tiempo del profesor que escucha, conoce y comprende al alumno.

La cuestión, nos recuerda Paul LeBlanc, doctor honoris causa de esta universidad, no es si la educación cambiará en respuesta a la IA, sino cómo lo hará, y si puede hacerlo de manera que refuerce sus compromisos más profundos en lugar de traicionarlos. El reequilibrio entre conocimiento y desarrollo humano, la transición del enfoque del producto al proceso, el nuevo rol del profesorado como creador de comunidades de aprendizaje, el desarrollo del “aprendizaje de precisión” (a imagen de la medicina), o el fin del diseño de programas estandarizados, son transformaciones que implican un profundo cambio de paradigma que no podrá ser sin una infraestructura ética compartida por todos, pero que nos abren a un horizonte ilimitado de oportunidades a escala global. Por fin es posible una educación universal y de calidad. Democratizar el acceso al conocimiento equivale al acceso universal de la educación sólo si se incorporan nuevas formas de enseñanza y aprendizaje. De ahí que sea necesario repensar todas las dimensiones del proceso educativo (no sólo sus fines) sino el espacio, el tiempo, el rol de los alumnos y de sus educadores, los objetivos de aprendizaje, la evaluación, los recursos…el por qué, para qué, con qué, con quién, qué, cómo, cuánto, dónde o cuándo aprendemos. Qué partes del proceso asume el agente artificial, y cuáles el maestro. Cómo enseñamos a nuestros alumnos a hacer mejores preguntas, a criticar las respuestas automáticas, a transferir ese conocimiento y a dotarlo de significado.

Hablaba de la infraestructura ética, pero hay otra infraestructura que también es muy relevante, la de los datos que, de nuevo Paul, describe como “el sistema nervioso de la universidad- o la escuela- moderna” que será, nos dice, “una organización de datos diseñada para impartir aprendizaje, no una organización de aprendizaje que posee una gran cantidad de datos. El reto reside en su coherencia”. Y termina proponiendo: “así como las artes liberales se organizaban antiguamente en torno al trivium y el quadrivium, la universidad de la era de la IA podría organizarse en torno a una nueva tríada: datos, diseño y ética”. Datos, diseño y ética, sobre los que luego volveré.

Conciencia del valor de los datos

Y aquí salta una alerta fundamental. El uso indebido de los datos, y sus sesgos, seguramente representan la mayor amenaza a la libertad del alumno, al desarrollo de su espíritu crítico, y a su privacidad. Las grandes empresas tecnológicas conocerán, o conocen, los detalles de nuestra vida, mejor que nosotros mismos, por lo que corremos el riesgo de dejar de ser sus dueños. Formar a nuestros alumnos en la conciencia del valor de sus datos (si algo es gratis, tú eres el producto) es esencial, pero no es fácil, porque nunca antes lo habíamos hecho. Y eso, de nuevo, compromete su libertad.

Otras amenazas la libertad la encontramos en el mal uso de las redes sociales, y hemos visto ejemplos recientes, y dramáticos, que de nuevo amplían nuestras responsabilidades y nos exigen aumentar nuestra capacidad para crear comunidades seguras y con referentes positivos para nuestros alumnos. O las fake news que nos reclaman poner el énfasis en el desarrollo del pensamiento crítico, en búsqueda de la verdad y frente al pensamiento único. Todo nuevo. Por eso, e insisto, este trabajo debemos hacerlo juntos. Si somos la sociedad del aprendizaje lo primero es aprender a educar juntos.

Estos eran sólo algunos ejemplos de herramientas que pueden amenazar nuestra libertad. Al fin y al cabo, todas las tecnologías que hemos creado, sea el fuego, el martillo o la inteligencia artificial, las hemos convertido también en un arma.

Derecho al trabajo

Existe otra amenaza a la libertad en el momento actual, e igualmente referida a la educación: se trata del derecho al trabajo. Si la libertad también se construye gracias a un trabajo digno, y sabemos que hay trabajos y/o tareas que desaparecerán, otros que se van a rediseñar y nuevos trabajos que serán creados, ¿cómo preparamos a nuestros alumnos para un futuro tan incierto, en el que puedan desarrollar su vida profesional?

Esta cuestión nos devuelve de nuevo a la pregunta esencial: ¿cuál es la función única que conservamos?

Paradójicamente, o no, la respuesta reside en regresar a nuestro propósito original: el cultivo de la sabiduría. El conocimiento ahora es muy barato; pero el juicio crítico es cada día más valioso. Las instituciones educativas deben ser capaces de desarrollar modelos de aprendizaje en los que las máquinas gestionen la información y los seres humanos, su significado.

La reinvención que nos exige ahora el nuevo orden mundial seguramente sea más filosófica que estructural: llegar a ser un lugar que enseña qué significa ser humano junto a la máquina inteligente. Aprender a no competir con las máquinas sino a colaborar con ellas, a nuestro servicio.

Por ello, si nuestra acción educativa se dirige a la comprensión de "qué significa ser humano”, debemos ser capaces de convertir el propósito de las Humanidades en la misión central de toda institución. Decía mi padre que el fin último de la educación es “la humanización del hombre”. Esto traslada la propuesta de valor de qué se sabe —que es una cuestión dominada por las máquinas— a cómo se juzga y por qué se actúa- que es una empresa exclusivamente humana.

Nos podemos estar asomando a un nuevo Renacimiento educativo. El futuro de la educación no tiene por qué ser post humano, puede llegar a ser profundamente humano y por lo tanto constituir “ese último reducto de la libertad”.

La llamada a la acción es urgente, también desde una perspectiva ética frente a desafíos como la crisis climática, las crecientes desigualdades sociales, la polarización o la deshumanización digital.

El filósofo Edgar Morin nos alerta, de forma un poco apocalíptica pero no exenta de verdad, que “lo inhumano se extiende, triunfa el simplismo y la complejidad retrocede. Triunfa la guerra mundializada, mientras la humanidad corre hacia el abismo”.

Es cierto, la posibilidad de un nuevo Renacimiento educativo no será un efecto automático del progreso tecnológico. La tecnología puede cerrar brechas sociales, o intensificar desigualdades. El acceso puede crecer, mientras el pensamiento crítico disminuye. La inteligencia artificial puede liberar tiempo para lo humano, o sustituir la búsqueda de sentido por respuestas automáticas. Nos puede hacer más libres, o más esclavos.

Por todo lo anterior en esta Universidad el hilo que teje nuestra actividad docente es un humanismo renovado, y construido sobre los valores de verdad, belleza y bondad. Aunque, como dice mi maestro y profesor emérito del SEK, Carlos Urdiales, “en nuestra Escuela (con mayúscula) la verdad va por delante de los otros dos valores. Tiras de la verdad y se te vienen la belleza y el bien en el mismo racimo”.

La libertad educativa que defendemos comienza en el juicio (verdad), se sostiene en la sensibilidad (belleza) y se orienta por la ética (bondad). Con el fin último de humanizar al alumno.

Howard Gardner, otro querido profesor, y también DHC de esta universidad, apunta en su libro del mismo nombre Verdad, belleza y bondad, que son las virtudes sobre las que se debe repensar un currículum relevante en el siglo XXI. Más de 1.000 docentes de nuestra Institución han compartido su trabajo en el XI Simposio Felipe Segovia sobre el tema Verdad, belleza y bondad en tiempos de la inteligencia artificial.

Estos valores, como destaca con acierto nuestro rector, tienen además una traducción directa a las competencias que demanda el mundo, para favorecer la empleabilidad y el bienestar humano. La verdad comprende el pensamiento crítico, la independencia, la integridad académica el rigor científico, y la libertad. La belleza representa el orden, la originalidad, la innovación, el equilibrio, el sentido estético de la acción. Y finalmente la bondad se manifiesta en el compromiso ético, la sostenibilidad, la empatía, el respeto, la tolerancia, la honestidad y el espíritu de servicio.

Verdad, belleza y bondad que se corresponden además con el nuevo trivium de la institución educativa del SXXI: datos, diseño y ética. Verdad = datos, belleza = diseño y bondad = ética.

Vivimos un tiempo de posibilidades infinitas, pero también de grandes amenazas. La libertad no puede parcelarse. El mundo que vamos a habitar sólo será posible si volvemos nuestra mirada hacia los valores que nos permiten ser más humanos, y dotar a nuestras vidas de sentido y trascendencia.

Nos recordaba Carmen Iglesias que somos seres inacabados, libres e inciertos, de ahí que los educadores, pensemos que ayudamos a perfeccionar la obra de Dios. Pero, ya lo he dicho, solos no podemos. En este punto de inflexión de la historia humana la posibilidad del cambio nace de la voluntad y el compromiso de toda la sociedad. Externalizar la responsabilidad educativa a las instituciones docentes ya no tiene recorrido.

Me gustaría terminar como empezaba, con Hanna Arendt. Tomo unas palabras de su conferencia La crisis de la educación, de 1958, que tienen la mayor actualidad.

“La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo suficiente como para asumir la responsabilidad por él y, por consiguiente, salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de lo nuevo y lo joven, sería inevitable. Y la educación es también donde decidimos si amamos lo suficiente a nuestros hijos como para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos a su suerte, ni para arrebatarles la oportunidad de emprender algo nuevo, algo imprevisto para nosotros; sino para prepararlos de antemano para la tarea de renovar un mundo común”.

Si “preguntarse por la libertad parecía ser una empresa sin esperanza”, esta reflexión está cargada de ella.

Porque sin esperanza, decía también mi padre, no es posible la educación. Y tampoco lo es la libertad.

Muchas gracias.

***Nieves Segovia es presidenta de SEK Education Group.