María Peral Carmen Lucas-Torres

Cincuenta y dos jornadas después, el juicio del procés en el Tribunal Supremo ha quedado visto para sentencia. Los acusados han utilizado su turno de última palabra para defender que el procedimiento ha consistido en la criminalización de un problema político que no ha tenido solución por medio del diálogo. 

Quienes han pasado por el banquillo, desde el exvicepresidente Oriol Junqueras hasta el exconsejero Carles Mundó, han sostenido este miércoles con mayor o menor vehemencia que el Estado español persigue e impide derechos fundamentales de los catalanes e intenta neutralizar sus deseos de autodeterminación. Unos deseos que, como se han empeñado en repetir, "no desaparecerán con una sentencia", como han afirmado los líderes de ANC y Òmnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. 

El primero se ha reivindicado a sí mismo como "víctima de una injusticia causada por el Estado" y defiende que "no hay ni ideas ni principios que deban ser silenciados por un poder que amenaza el derecho de reunión, asociación o manifestación", en referencia al Estado español. Sánchez ha reivindicado la "no violencia" frente a un "Estado represivo, frente a una "violencia de Estado".

En el marco de este argumentario, Junqueras ha instado al Tribunal a dictar una sentencia absolutoria y a "devolver el asunto al terreno de la política, del que nunca debió haber salido". 

Los acusados han negado, como han venido haciendo durante la instrucción, que instaran a la violencia a los participantes en el referéndum ilegal del 1 de octubre. Reservan la utilización de la fuerza a la Policía y afirman, como lo ha hecho concretamente la exconsejera Dolors Bassa, que "un desorden de una persona concreta no debería ser imputable a un Gobierno".