Escribo desde el cuarto de las escobas del periódico. Con la luz apagada, arrodillado y el móvil entre las manos. El cuarto de las escobas es el lugar donde el Gobierno esconde las cosas que simbolizan conceptos tan ajados como la igualdad de derechos entre ciudadanos o los principios constitucionales.
Sánchez es más de finales constitucionales y eso me da un miedo intestinal que... Un momento.
Ya puedo seguir escribiendo.
Igual que en el Madrid republicano –lo contaba Morla Lynch– se distinguía a los honestos por los kilos que habían perdido, en la España de Sánchez se distingue a los constitucionalistas por el uso que dan y dieron al cuarto de las escobas.
Si el cuarto de las escobas fue para aprender a besar en la oscuridad y ahora es para guardar las escobas, respeta la Constitución. Si es para esconder banderas de España, Cataluña y la Unión Europea, hablamos de otra cosa.
No conozco el punto exacto donde Salvador Illa guardó las banderas para no molestar a Puigdemont, pero algo así debió de ser. Le faltó un asesor con sentido del amor: "¡Pero si fue para poner a España, Cataluña y Europa a salvo de Puigdemont!".
Veo un periódico arrugado en la basura. Es un ejemplar de The Guardian. Lo ha debido de leer ya toda la redacción. En España, los periodistas somos así. Dice algo The Guardian sobre nuestro país que en cualquier cabecera nacional ha aparecido cien veces y hacemos siete mil noticias contando que The Guardian ha dicho tal.
Somos así desde que nos hundieron la armada invencible. Desde que Thatcher humillaba a los líderes conservadores españoles diciéndoles que, como no habíamos entrado en la Segunda Guerra Mundial, no teníamos nada que decir en los asuntos importantes. Me lo contó Hernández Mancha, líder del PP antes que Aznar. No le pregunté si se fue al baño. Thatcher daba todavía más miedo que Fraga.
Pero este ejemplar de The Guardian... Este sí es importante. A 48 horas de la apertura del curso judicial, Sánchez se ha ido a uno de los diarios más leídos del mundo a decir que los jueces que investigan la corrupción a su alrededor están haciendo política.
Una maniobra eficaz: o los británicos –y mucha gente en todo el mundo– piensan que es un corrupto y que se le ha ido la cabeza o realmente se tragan que en España hay un golpe en marcha del poder judicial contra el poder ejecutivo.
Lo que le ha dicho Sánchez a The Guardian me lo vendió hace un par de meses Rafael Correa en Bruselas. Correa es más simpático, más guapo, más divertido y más radical que Sánchez, pero de los jueces piensan lo mismo. Que si el procesado es de derechas callan y que si el procesado es de izquierdas condenan.
Las asociaciones de jueces han reprobado mayoritariamente el ataque. Y el padre Feijóo, que lleva en el cuarto de las escobas de la oposición desde que vino a Madrid, ha decidido no presentarse a la apertura del curso, que presidirá el Rey.
Dice el santo padre que lo hace para manifestar su rechazo a que un fiscal general procesado continúe en el banquillo. Se equivoca. Está reaccionando con sanchismo comedido a un ejercicio de sanchismo desbocado.
Ausentarse de un acto presidido por el jefe del Estado y representativo del poder judicial es confundir a Sánchez con el Estado, que es el error que más placer puede provocar en Sánchez. Feijóo debe ser el antídoto contra la anomalía. Demostrar que está ahí incluso en los momentos de mayor fragilidad.
Si es capaz de hacer la espantada en un acto así, ¿qué motivos tendría para ir a un homenaje a la Constitución? Podría decir que, como gobierna Sánchez y la Constitución está en entredicho, mejor no estar. Ir a pesar de todo es apoyar sin ambages la permanencia del 78.
Una vez, después de uno de estos gestos airados, un estrecho colaborador del padre Feijóo me habló de la "ansiedad" que tiene la dirección del PP al enfrentarse a Sánchez: "Todo le resbala, no sabes qué hacer. Todo le da absolutamente igual. Entonces, te pones nervioso, arriesgas y...". Y acabas yendo al baño.
Pero aquí, desde el cuarto de las escobas, desde el refugio atómico del constitucionalismo de naftalina y del centro reformista, conviene escribir de esta España de juzgado The Guardian que está levantando Sánchez piedra a piedra con los cameos recurrentes de Puigdemont, Yolanda Díaz, Oriol Junqueras o Abascal.
En Bruselas
Llegó Salvador Illa a Bruselas para reunirse con Puigdemont y pusieron a salvo las banderas –española, catalana y europea– dentro de una habitación cualquiera. Apagaron la luz de 1978, de la autonomía catalana y de la UE... y encendieron la del sanchismo.
Escribimos mucho sobre el "sanchismo", pero ninguno sabemos muy bien lo que significa. No lo sabe siquiera el propio Sánchez. Escribimos "permanencia en el poder" y todos los apellidos que le ponemos son abstractos, insuficientes.
Este verano, boca arriba, en el mar, soñé que Sánchez pactaba con Vox porque lo necesitaba y luego pensé que las palabras que Sánchez tendría que borrar de su biografía para hacerlo no serían menores que las que ya ha borrado para que Illa llegara a la habitación encendida con Puigdemont y guardaran las banderas en el trastero.
Total, de una derechona nacionalista a otra derechona nacionalista no hay tanto camino. Además, Sánchez le debe casi los mismos años de presidencia a Vox –la teoría de los vasos comunicantes– que a Junts.
Voy enumerando las medidas estructurales fabricadas por Sánchez y, aunque refieren diversos temas, todas comparten el mismo pecado original: nacieron exigidas, cuchillo en la garganta, por Puigdemont y Junqueras. Nacieron a la luz del (genu)flexo.
El otro imperativo categórico del Gobierno es la exclusión del otro. Estamos aquí no para gobernar nosotros, sino para que los demás no gobiernen. Cada telediario sobrevivido es un Día de la Victoria.
Sánchez no era el más izquierdista del PSOE; Sánchez no contemporizaba con el nacionalismo. Sánchez era sólo Sánchez y llegó a creer que el traje de socialista a fuer de liberal, el traje de don Inda, sería el más adecuado para alcanzar el poder.
El verano, como mostró para siempre Julián Ayesta en la novela que le escribió a Helena, es el territorio de la nostalgia. Y, aunque no sirva de nada, pienso en el Sánchez de antes, el que lo intentó todo para ser tertuliano de Alsina.
Pese a su indefinición, sí existe una manera de experimentar el sanchismo como lo experimentan el presidente y sus ministros. El sanchismo es una religión. No se sabe qué es, pero se puede sentir. Puede llegar a ahogar y a liberar. Esa manera de experimentarlo es... coger un tren. Sin metáforas. Pongamos un tren que sale de Puertollano, de Cuenca, de Guadalajara, de Pamplona, de cualquier ciudad de España. Perdón, del Estado español.
Dentro del vagón, atrapado, en ese viaje que uno no sabe dónde termina, uno comprende el sanchismo como dogma. No sabes si vas a llegar, cuándo vas a llegar, cómo vas a llegar. Sólo sabes una cosa: estarías dispuesto a pagar lo que fuera por llegar.
Tuve el mensaje preparado para Óscar Puente, pero me quedé sin batería. Salí de Cádiz a las cinco de la tarde y llegué a Madrid, previo paso por Sevilla, a la una de la madrugada. Habría tardado menos en ir y volver de Bruselas para comer mejillones dialogados con Puigdemont en Chez Leon. "Óscar, si me sacas de aquí, hago lo que sea. Cien columnas alabando al Gobierno".
Luego me arrepentí de haberlo pensado, pero ahí estaba el jeroglífico resuelto: nosotros, los atrapados en el tren, éramos capaces de eso igual que Sánchez es capaz de lo que sea para complacer a Puigdemont. Del mismo modo que nosotros sentíamos con fuego bíblico en las entrañas las ganas de salir de allí debe de sentir Sánchez las ganas de permanecer en Moncloa.
El próximo mes de abril, volverá a reír la primavera, Sánchez ya habrá batido a Zapatero y Aznar; y sólo Felipe habrá estado más tiempo que él en la presidencia. A veces, fantaseo con que Sánchez supera a Felipe. Así, los nacidos en Democracia, tendríamos algo inexplicable que contar a nuestros hijos; igual que a nosotros nos explicaban la guerra.
Sánchez es sin duda el presidente psicológicamente más interesante que hemos tenido. Le faltaba la corrupción para ser el peor de todos, pero ya la tiene. Y será eso lo que acabe con él en las próximas elecciones. Esa será la diferencia respecto a 2023.
Genera desasosiego, pero es así. O estábamos anestesiados de antes o nos ha anestesiado él, pero Sánchez siguió sumando mayoría después de haber vendido el alma a Waterloo y a Elgoibar. Me lo explicó un día Rafael Vera, que pagó con cárcel los GAL. A Felipe no lo tumbó el terrorismo de Estado; lo tumbó el hecho de que, mientras se hacía terrorismo de Estado, unos cuantos se llenaban los bolsillos.
Eso es lo que el español no perdona. Por una mezcla de orgullo, dignidad y envidia. Por lo que sea. Pero no lo perdona.
La nueva normalidad
En estos días de verano nostálgico, pienso en las crónicas de hace no tanto, cuando intentábamos pulsar el parecer de algunos ministros para averiguar las divergencias con Sánchez. Uno de esos divergentes, siempre silencioso pero recto, era Salvador Illa.
Decíamos que Sánchez lo escuchaba, que con la educación católica y la veneración por San Esteban por delante se puede discrepar hasta con el presidente, y que era muy catalán, pero también muy español. "Españolista", "carcelero", "represor" y hasta "gobernador civil" le llamaban los indepes para refrendar nuestra teoría. Hay que reconocer que lo de gobernador civil tiene su gracia. Ha acabado siendo verdad, pero al revés. Illa es el gobernador civil de Puigdemont en Cataluña.
Pienso mucho en Illa porque nos da la medida de Sánchez. Hasta el más justo de aquel gobierno ha acabado prostituyendo su palabra con tal de reinar. Illa, con su mano blanda, su talante afectuoso y su saber estar, convertido en personaje de Juego de Tronos.
Si a Illa no le importa la hemeroteca, si Illa es capaz de convivir con el naufragio de sus principios, no habrá de aquí al final del sanchismo ni una sola voz de la conciencia. Sánchez no tendrá su Dionisio Ridruejo. Suárez tuvo a Miguel Herrero; Felipe a Guerra; Aznar, a Rato (dios santo), Zapatero, a Bono primero y a Solbes después. Rajoy, a Esperanza Aguirre.
Sánchez ha desojado incluso la margarita. ¡Margarita, dónde estás! Detrás de qué árbol te escondes. Hasta los jueces del Gobierno callan. Como si un médico que ve a un herido tirado en la acera pasara de largo.
Si el sanchismo se despojara de la corrupción por arte de magia, sería muy duro para muchos de los ministros justificar que estuvieron ahí cuando la amnistía, la eliminación de la sedición, la rebaja de la malversación o el cupo catalán. Pero el sanchismo final, el del soberanismo desatado y la corrupción condenada, será un dolmen en el tobillo.
La encrucijada donde se conocieron Sánchez y el nacionalismo ha tenido la virtud de disolver lo que conocíamos como "normalidad". En un remedo pandémico, podríamos decir que afrontamos "una nueva normalidad". Por eso, he querido escribir desde el cuarto de las escobas.
Lo normal va a ser aprobar los Presupuestos con un partido (Podemos) que aprobó la ley que más ha desprotegido a las mujeres y más ha beneficiado a los violadores, con dos partidos que han cometido graves delitos contra la Constitución (Junts y Esquerra) y con un partido dirigido por un hombre (Otegi) que jamás ha pedido perdón a su secuestrado (Luis Abaitua, ya fallecido) y a su familia.
Si interviene la conjunción Sánchez-nacionalismo, ni siquiera funciona lo que me dijo Vera, lo de que un robo es lo que acaba haciendo caer a los gobiernos. Puigdemont, de ser juzgado, sería condenado también por malversación –eso es lo que impide ahora su amnistía total–, que no es otra cosa que robar dinero público.
Es decir: emplear para un golpe al Estado el dinero que debería ser destinado a la dependencia o los comedores sociales. Todavía hoy algunos se resisten a hablar de "golpe" cuando refieren el procés. ¡Pero si es viejísimo! Lo explicó Curzio Malaparte en su "Técnicas del golpe de Estado": el golpe no siempre requiere pistolas y asesinatos. Ahí quedó el 18 de Brumario de Napoleón en 1799 –la mención a la Revolución Francesa no es pedantería; es para que Pedro J. me suba el sueldo–.
Hace unos días, Tomás Serrano ilustró de un latigazo el pasado y el futuro de Sánchez. Lo tituló "Teoría de la evolución" y aparecen, progresivamente, yendo a rendir pleitesía a Puigdemont, los Cerdán, Zapatero, Illa... y Sánchez.
El Gobierno ya no esconde que, pronto, la foto del prófugo será con Sánchez.
Viñeta de Tomás Serrano.
La de Serrano es una teoría de la evolución muy atinada porque el sanchismo siempre muta hacia delante; jamás hacia atrás. Al contrario que los presidentes anteriores, no hay tira y afloja en sus decisiones. Cuando da un paso hacia el abismo, sabe que no recuperará ese metro.
Si no hay Presupuestos, Sánchez seguirá. Si hay novedades inapelables de la UCO, Sánchez seguirá. Si el hermano, el fiscal o la mujer... Sánchez seguirá. Si los jueces deciden pero se les puede frenar, Sánchez seguirá.
La foto con Puigdemont será, a través de la política, la amnistía que no conceden los tribunales. La política por encima de la justicia. El poder ejecutivo por encima de los otros dos poderes. La indistinción entre poderes. Sólo un poder. Sánchez.
Y, por supuesto, sin preguntas. Ese es otro de los apellidos del sanchismo. Sin explicaciones. Una entrevista al año como mucho, sin ruedas de prensa. En el fondo, no hay nada que explicar. Ellos saben y nosotros sabemos. La única cuestión es la disyuntiva de "esto o Vox"; y Vox no hace más que abonar esa disyuntiva porque es lo que mantiene vivo a Abascal.
El único argumento del Gobierno para mantener en pie mediático la última estación del sanchismo es el "diálogo y la normalización". Un silogismo terriblemente fácil de desmontar. ¿Se pueden mantener, en un contexto de paz, el diálogo y la normalización con alguien que no cree siquiera en las reglas del juego de la democracia?
Esa normalización en Cataluña, ese "mejor clima", sólo sucede no ya con un gobierno determinado, sino con un presidente determinado. Por tanto, es una normalización sujeta al entierro de la alternancia, que es la piedra angular de toda democracia liberal.
En el momento en que Moncloa no esté habitada por alguien capaz de ceder en lo que se le pida, Barcelona volverá a ser la rosa de fuego.
Puigdemont no ha mentido jamás en su proyecto. Es la ruptura, la creación de un nuevo país, incluso saltándose la ley con una pértiga todas las veces que haga falta. Lo volverán a hacer si no se les concede el referéndum. Entonces, ¿para qué dialogan?
Porque Sánchez está recorriendo el camino del referéndum. La normalización no es otra cosa que la pendiente resbaladiza de la consulta independentista... pagada con dinero público. El viaje de Illa, por ejemplo, lo hemos pagado los contribuyentes. Y así con todo acto, medida o gesto que tenga un coste económico.
Me decía un viejo asesor socialista –uno de los pocos viejos que siguen al lado de Sánchez– para convencerme de la amnistía: "Ahora, volvemos a estar todos dentro. Nadie fuera". Y, desde entonces, Sánchez nos ha ido arrastrando a todos fuera, poco a poco, con cuentagotas de sangre constitucional. Me dicen que Miguel Herrero, santo padre, se ha convertido en Maradona en los debates del Consejo de Estado. ¡Tan fácil se lo ponen a don Miguel! Maite zaitut, aita Miguel. La mala leche de don Miguel es divertidísima... si no la padeces.
Sánchez, estoy seguro, nos prepara un final apoteósico. Maxim Huerta lo sabe. Sería sensacional esa novela. Con esa escena. Sánchez mirando por la ventana, preguntándole, en el fondo preguntándose, cómo pasará a la Historia.
Buscará un referéndum de alguna manera. Para sellar su bloque eternamente. Para soñar que ese referéndum lo pierden los independentistas y decir, en la próxima campaña, que ha resuelto el problema catalán que no supieron resolver Ortega ni Azaña.
Es la salida del laberinto. La única salida. La que lo mantendrá en el poder y le dará una última oportunidad cuando haya que votar.
No se escribe mal aquí, en el cuarto de las escobas, aunque se me ha pegado un chicle en la suela de la alpargata. Tiro y tiro, rasco y rasco. No hay manera. Es elástico, pegajoso. Está negro; muchos lo han debido de pisar antes.
Es un chicle extraño, fabricado al borde de las navidades de hace 46 años. Tiene un preámbulo, un título preliminar y unos cuantos derechos fundamentales... que ya no lo son tanto.
