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Aquella noche del 23 de julio de 2025, muchos periodistas pulsaron "seleccionar todo" y después apretaron la tecla "suprimir". Lo que había sucedido entraba en los pronósticos de muy pocos. Fue incluso una sorpresa para Pedro Sánchez.

Sabían en Ferraz que le habían dado la vuelta a la campaña, que acabaron la doble semana mitinera mejor de lo que la habían empezado, pero era casi imposible sumar lo suficiente para gobernar.

Aquel Sánchez, en cierto modo, ya era como el de ahora. No aspiraba a ganar las elecciones, sino a gobernar; lo que en España, desde que irrumpió la atomización, es más o menos lo mismo. Se presentó por primera vez a las elecciones sin ocultar a sus potenciales votantes que, de tener que pactar con Bildu, Esquerra o Puigdemont, lo haría.

La sorpresa no fue esa. La sorpresa tuvo que ver –y tiene que ver– con la elasticidad. Quizá ni el propio Sánchez imaginó que acabaría redactando una ley de amnistía a cuatro manos con Carles Puigdemont, al que prometió que traería preso. Quizá tampoco se imaginó diseñando una Hacienda catalana. O estableciendo el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso.

Lo que probablemente Sánchez sí imaginó, aunque sin entrar en detalles, fue a sí mismo aprobando lo que tuviera que aprobar con tal de seguir en Moncloa. Su capacidad para establecer en el lado del progresismo y la libertad lo que un día calificó como reaccionario estaba más que probada.

Ese es el gran error en el análisis más frecuente sobre Sánchez. No es que Sánchez sea más o menos extremo, más o menos patriota, más o menos de izquierdas. Sánchez, tal y como se encargó de predicar con su obra, es el mayor ejemplo de volubilidad política conocido en Democracia.

La amnistía –por citar la ley más relevante de todas las que ha aprobado– habría sido lo contrario a la amnistía si la aritmética lo hubiera requerido. Sánchez pacta con Bildu porque le empujan los números, pero también podría pactar con los guerrilleros de Cristo Rey.

Fue poco después de las elecciones del 23-J, en concreto el 15 de noviembre. Desde la tribuna del Congreso, proclamó el levantamiento del "muro". Era raro que Sánchez hubiese reconocido en público de una manera tan evidente la traslación de ese proyecto político que él ahormó tras las generales.

Pero tenía sentido estratégico lo que hacía. Levantando el "muro" –a un lado los "fascistas" y al otro los "demócratas"– todo lo que estaba por llegar entrañaba una razón moral inapelable. ¿Cómo no vas a abrazar a Bildu, a entregar la amnistía a los autores del golpe o diseñar una Hacienda Catalana si está a punto de regresar al poder el franquismo?

Si el fascismo de los años treinta, si la resurrección del episodio más negro de la Europa del siglo pasado está a la vuelta de la esquina, no parece un peaje demasiado caro entregar todas esas competencias a los nacionalismos periféricos. Porque, hombre, son nacionalistas, son un tanto excluyentes, pero no son fascistas.

La necesidad más existencial de Sánchez es, por tanto, que una mayoría de españoles, vote a quien vote, crea eso: que viene el franquismo. Y en Vox, con sus acompasados delirios, pues le van ayudando poco a poco.

Desde aquel noviembre, el discurso de Sánchez ha ido dibujando la idea del golpe blando. Quien mejor lo ha explicado es Gabriel Rufián, que eligió esa terminología en el Parlamento para poner nombre a los pasos que se iban dando.

Golpe blando: dícese de una operación urdida entre jueces, periodistas y políticos de extrema derecha encaminada a derrocar al gobierno legítimo. Lo que no sabía Rufián es que esa estrategia, además de servir para entregar competencias al independentismo, también serviría para poner la venda antes de la herida de la corrupción.

Si imputan a la mujer del presidente, al hermano del presidente y a dos secretarios de Organización, es porque hay un golpe blando en marcha. Moncloa llevó este discurso a su máxima aspiración: el carácter retroactivo. Después de que el Tribunal Constitucional borrara la corrupción de los ERE de Andalucía, Chaves y Griñán entraron como héroes al Congreso federal del PSOE en Sevilla.

Eran inocentes. Se les condenó porque la justicia no es igual para la izquierda. Se les condenó porque habían ejercido el progresismo con grandes resultados en una tierra tradicionalmente dominada por el caciquismo.

La amnistía

No había una desde 1977. Aquella ley, previa a la Constitución, sirvió para poner el contador a cero e introducir a todos los actores en el terreno de juego de la Democracia. Tuvo grandes resultados, aunque no fue perfecta. ETA, el GRAPO y otras células terroristas regresaron poco después al camino de las armas.

La de Sánchez tiene algunas particularidades: el texto fue supervisado y modificado por Carles Puigdemont, que ya había conseguido antes la eliminación de la sedición y la rebaja de la malversación. El problema no es el presente, que también, sino el futuro. Ante un nuevo golpe, el Estado tendrá menos herramientas para defenderse.

Lejos de cosechar, como la anterior, un gran consenso en la Cámara, la amnistía de Sánchez y Puigdemont se aprobó de puro milagro. Hoy es realidad gracias al embudo en que se ha convertido el PSOE y al embudo que viene siendo siempre, gobierne quien gobierne, el Tribunal Constitucional.

De ahí que Puigdemont, estampado contra el Supremo en su deseo de regresar a España, haya planteado un recurso al TC; porque sabe que eso es más gobierno que justicia. Y en esas estamos.

P.D: la amnistía fue negociada en Suiza entre un presunto delincuente y un prófugo. Santos Cerdán y Carles Puigdemont.

El cuño de Waterloo

Como si fuera una aduana, España tiene que sellar en Waterloo cada vez que quiere "mejorar la vida de la gente". Esa es la expresión clásica de Moncloa. Cualquier medida, tenga que ver o no con Cataluña, es una medida rehén de un prófugo de la justicia.

Así llegaron las lenguas cooficiales al Congreso y así se está tratando de convencer a los demás países europeos para que hagan del catalán una lengua oficial en Europa. Por pesados, nos han dicho que no en todas partes. Si seguimos así, nos acabarán bombardeando.

El lawfare y la corrupción

Pronto tendrá que castellanizarse o entrar tal cual en la RAE por su uso frecuente. De manera orquestada, en la cúspide del argumentario, el 'lawfare' se ha ido repitiendo desde el Gobierno y sus terminales mediáticas hasta convertirse en algo tan familiar como lo fue en la crisis "la prima de riesgo".

El lawfare, dicho desde el Gobierno, no es otra cosa que el deslizamiento de una idea que golpea directamente al corazón del Estado de Derecho: la justicia no es igual para la izquierda que para la derecha. Las cosas del juez Peinado, tan impulsivo y varias veces corregido por sus compañeros, otorgan a Moncloa la pátina de realidad en la que se necesita bañar toda mentira para que prospere.

Sánchez ha acabado pidiendo perdón por los casos de corrupción de Ábalos y de Cerdán, aunque no ha asumido ninguna responsabilidad más allá de los cambios cosméticos en la Ejecutiva. Por el camino quiso poner de relevo a un hombre denunciado por acoso sexual, Paco Salazar.

Son tan evidentes los informes de la UCO que el lawfare ya no vale para el caso Koldo, que es el caso Ábalos y el caso Cerdán. Pero sí sigue valiendo para desactivar cualquier crítica que nazca del caso hermanísimo o del caso Begoña.

La Hacienda catalana

Es el episodio más reciente, el último pago a los discípulos de Curzio Malaparte, que ampliaron aquel libro llamado "técnicas del golpe de Estado". Esta vez, el pago fue a Esquerra. Lo mismo hay que contentar a Junqueras que a Puigdemont.

No ha sorprendido por el colchón de cesiones sobre el que caía. Igual que con medidas anteriores como la cesión de la competencia de la inmigración, no está claro cómo se va a traducir. Parece difícil hacer constitucional la quiebra de la caja única. Pero acabará encajando de alguna manera; a nadie le cabe duda.

Ataques a medios

Ha quedado de manifiesto a lo largo del texto que los medios están en el punto de mira de Sánchez. Con el pretexto de la "regeneración democrática", el Gobierno ha ido jugando con la publicidad institucional para favorecer a los suyos, ha programado modificaciones sobre el derecho al honor, la creación de un registro de medios y algunas otras medidas relacionadas con la transparencia en la propiedad y los fondos públicos recibidos.

El registro impulsado, cómo no, depende de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC); es decir, del Estado, que en tiempo de Sánchez es el Gobierno. Todos los vectores aquí mencionados deben comprenderse con un añadido: el control gubernamental de las instituciones públicas que, en cualquiera de las esferas, podrían funcionar como contrapeso. Véase el CIS, RTVE, Correos, Paradores y hasta el Hipódromo de la Zarzuela.