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La mañana dejaba la incógnita de comprobar cuáles serían las caras. Como ese grupo que se va de finde a una capital europea para una reunión de trabajo, los protagonistas del evento habían salido la noche anterior. Orbán estuvo tomando pinchos en el madrileño mercado de San Miguel y casi a las 10 de la noche, lo que para un centroeuropeo equivale a nuestras tres de la madrugada, no había empezado la cena oficial.

Venían también para disfrutar de la noche madrileña. Y oye, bien, las caras bien. Todos salieron a escena frescos y enérgicos, como manda el estilo en este grupo político. E incluso Abascal se permitió bromear con las incursiones de su amigo Víktor por los bares de la capital. 

"He podido ver algunos vídeos y resulta que la gente saludaba, quería al ogro de Bruselas. No sé si sabes que Pedro Sánchez no puede ir a ningún mercado, calle o barrio, porque los españoles le detestan. Están hartos de su traición", le decía a su colega húngaro. De lo que no le advirtió antes a Orbán es de que ese sitio se ha puesto carísimo y que está hecho sólo para turistas. 

Da igual, a él le gustó. O eso parecía, porque se le veía encantado. Orbán salió al atril como el que va a cierto programa de televisión, a disfrutar. Los primeros cinco minutos de su discurso se remontaron a su pasado imperial y a la Edad Media -imaginen a Pedro Sánchez comenzando un mitin por los Reyes Católicos- y la gente le aplaudía. 

Y a cada referencia histórica, como si fuera un salmo, remataba con un "Santiago, te entiendo y estoy contigo". Se trataba de jugar al mito de la Reconquista, de la España contra la "invasión musulmana", que también explotó el holandés Geert Wilders