Finalmente habrá elecciones. Los intentos a la desesperada de Pablo Iglesias y Albert Rivera de conseguir, el primero la mediación del Rey para que Pedro Sánchez se presentara a una nueva investidura, y el segundo el acompañamiento de Pablo Casado en su pirueta de última hora de abstenerse a cambio del compromiso del PSOE de romper con Bildu, no subir impuestos y tener preparada una mesa pro155, no han surtido efecto.

Pedro Sánchez se ha salido con la suya (buscaba la repetición de elecciones desde el primer momento), entre otras cuestiones, porque Felipe VI no se ha movido de lo que considera que es su papel constitucional: recibir, escuchar a los líderes políticos y decidir sin ejercer ningún tipo de mediación entre ellos. Este era el guión de La Zarzuela. Acordado antes de empezar esta última ronda de consultas: si las cuentas no salían, no se iba a proponer ningún candidato, y si el presidente en funciones no aceptaba tampoco se le iba a presentar de nuevo para no quedar, tanto uno como otro, en evidencia al tener entonces que rechazar Sánchez la propuesta del Rey.

La cuestión era evitar la situación creada en 2016 y la tensión vivida entre la Corona y el Gobierno por el desplante de Mariano Rajoy al declinar presentarse a una primera investidura. Ahora la situación era distinta: Pedro Sánchez ya había realizado una primera intentona y la cuenta atrás para la vuelta a las urnas ya estaba en marcha. Así que tenemos elecciones el 10 de noviembre y ¿después ¿Qué ocurrirá si nos encontrásemos ante un nuevo bloqueo político? Si los resultados, como anuncian la mayoría de las encuestas, son muy parecidos a los del 28-A, asistiremos a la repetición (según los escaños obtenidos) de parecido comportamiento por parte de nuestros líderes políticos: visión política a corto plazo, egocentrismo personal y partidista y falta absoluta de sentido del Estado.

Y quieran o no quieran en La Zarzuela se volverán a colocar los focos sobre el Monarca. Porque, al igual que ha sucedido en las últimas 72 horas, los partidos políticos ante un nuevo bloqueo intentaran sacar

provecho de la situación, señalando al Rey para que intervenga a favor de sus intereses de parte. Opinión que es posible llegue a compartir un sector de la opinión pública.

Si los resultados son muy parecidos a los del 28-A asistiremos a la repetición del comportamiento por parte de nuestros líderes políticos

Lo sucedido corrobora la impresión de que el Rey no quiere repetir los errores de sus antepasados que pecaron en exceso de intervenir en las crisis políticas de su tiempo. Su padre, el Rey Juan Carlos, no tuvo que pasar por este cáliz al contar durante su reinado con el sustento de un bipartidismo imperfecto que le garantizó tranquilidad en las investiduras y estabilidad en las legislaturas. Pero no es el caso de Felipe VI. Durante sus cinco años en el trono ha tenido que asistir a tres elecciones generales (el 10-N serán las cuartas), una moción de censura ganadora y a siete rondas de consultas con los líderes políticos. Demasiadas audiencias para no conseguir soluciones. Evitar el renacer de las antaño crisis orientales del pasado puede hacer que surjan novedosos desequilibrios en el presente. Conozcamos la historia de las primeras.

El concepto de Crisis Oriental (que hace alusión al lugar donde tenían lugar: el Palacio de Oriente) tiene su origen el 19 de julio de 1903, cuando el periódico Heraldo de Madrid, de tendencia liberal y propiedad de José Canalejas, publicó un editorial bajo ese título en donde se responsabilizaba al joven rey Alfonso XIII (tenía entonces 17 años y llevaba poco más de un año al frente de la monarquía) de haber causado la caída del conservador Francisco Silvela como presidente del Consejo de Ministros sin contar con el Parlamento.

Era una crítica engañosa, porque lo que había detrás de ella no era una censura a la forma (perfectamente constitucional de intervención del monarca para solucionar una crisis política de falta de confianza), y sí un cuestionamiento respecto al fondo del problema: el rey intervenía por un interés particular (lo que entonces estaba en juego era solventar la rivalidad surgida entre los herederos posibles de Cánovas y Sagasta, así como el liderazgo de sus partidos, el conservador y el liberal respectivamente). “A rey nuevo, ministros nuevos” clamaba la prensa monárquica de aquellos días, porque el nuevo monarca debía simbolizar un tiempo nuevo.

El concepto cuajó y en la actualidad la mayoría de los historiadores sigue utilizando esta terminología (crisis orientales) para explicar las sucesivas intervenciones que Alfonso XIII realizó en los desequilibrios políticos que tuvieron lugar durante el régimen de la Restauración. Una intervención directa del rey en política que alcanzó su máxima expresión con la defenestración de Antonio Maura en 1909, tras la Semana Trágica, pasando a la posteridad bajo el término de borboneo, al confesar el político mallorquín que se le había roto “el muelle real” con Alfonso XIII.

Una intervención directa del rey en política que alcanzó su máxima expresión con la defenestración de Antonio Maura en 1909, tras la Semana Trágica, pasando a la posteridad bajo el término de 'borboneo'

Borboneos que no desaparecieron con la caída de la monarquía ya que el régimen de la II República copió esta mala práctica de intromisión del jefe del Estado en la vida política. Así, entre las facultades constitucionales que tenía el presidente de la II República estaba la de intervenir en el nombramiento del jefe del Ejecutivo. Era un sistema de doble confianza, copiado del constitucionalismo monárquico, en virtud del cual el Gobierno necesitaba también la confianza del Parlamento. El propio Alcalá Zamora reconoció en sus Memorias los defectos de la Constitución de 1931 respecto a “la confusión constante y peligrosa entre el poder del jefe del Estado y el del Gobierno de la Nación”. Lo que no reconoció nunca fue su propia responsabilidad por la intromisión que, a favor de sus intereses políticos, mantuvo durante los más de cinco años que ostentó tan alta magistratura.

Tras la muerte del general Franco se debatió la fórmula de constitucionalizar los poderes del Rey en la nueva restauración de la monarquía. Los partidos políticos decidieron una fórmula ambigua, la del artículo 99 de nuestra Norma Suprema, que no pone de acuerdo a los constitucionalistas respecto al papel político que debe jugar el Rey ante las propuestas de investidura de los candidatos a la presidencia del Gobierno. Para algunos, el Monarca únicamente debe proponer “candidatos viables”, algo que no es cierto ya que, por lo menos, debe propiciarse una investidura, aunque resulte fallida, para que se ponga en marcha, en su caso, el plazo para la repetición de nuevas elecciones.

Otros autores ven en la posición constitucional del rey “un actor privilegiado” para propiciar acuerdo entre las formaciones políticas y conseguir las mayorías parlamentarias que requiere nuestro sistema parlamentario para la investidura del presidente del Gobierno. Consistiría, en definitiva, en llevar a la práctica la actividad de árbitro y moderador en el “funcionamiento regular de las instituciones” que tiene el Monarca según el artículo 56 de nuestro texto constitucional. El Rey propone un candidato y ese candidato se presenta reforzado por la designación real para alcanzar acuerdos parlamentarios con el objetivo de desbloquear una crisis y elegir un Gobierno. Para estos especialistas, esta sería la posición correcta y verdaderamente constitucional del Monarca. Pero en nuestra actual situación política, el Rey no quiere bajar al barro de la crisis porque considera que saldría perjudicado. Cree que se salpicaría por la incompetencia acreditada de nuestra clase  política. O quizá no.

A lo mejor solucionaría un problema, puede acercar posturas, moderar extremismos, arbitrar disputas. Esta es su función constitucional, no únicamente la de símbolo y representación institucional. El Rey no quiere repetir los errores de las antiguas intrigas palaciegas que propiciaron las llamadas crisis orientales y tiene toda la razón. Pero sin caer en ellas puede y debe actuar constitucionalmente a favor de la elección de un Gobierno y de la estabilidad política. Porque quedarse quieto y parado también es una posición. Y su inacción, en el caso de que la crisis se convierta en sistémica, algo nada descartable, puede afectarle en el futuro negativamente. Su parálisis evita, eso seguro, las llamadas crisis orientales. Pero no impide que aparezcan, ante una nueva ronda de consultas y audiencias interminables, otras peligrosas y contemporánea crisis zarzueleras.

***Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista