Ahora que la todavía endeble criatura de la libertad ha soplado su primera vela,  ahora que el terror ha echado el cierre por liquidación, ahora que los nobles gudaris, verdugos en nombre de la patria, ovejas lachas descarriadas, han perdido el sex appeal, borradas sus caras de las alamedas y alistados a las barras de las herrikos, y ahora que sus ofrendas se las llevará el tiempo y a nadie importa la lucha y el impuesto revolucionario, es momento de mirar atrás y mirar en uno. Es hora de escarbar dentro, de esclarecer complicidades y construir relato; una crónica que lave las banderas en casa y las cuelgue de los mástiles enjabonadas; que limpie conciencias y el rastro de sangre y bilis.

Casi cualquiera ha sido azotado (o acariciado) por la viuda revolucionaria en las tres largas generaciones que perduraron los tiros en la nuca de sus compatriotas. Que las plazas de los pueblos fueron colonizadas en un solo color y el ambiente se espesó en una violenta e irrespirable intolerancia. En una burbuja de espanto patrocinada por matones de pueblo y paletos de pancarta; niñatos perdidos con ikurriña por conciencia e inanidad por destino, cuyo portavoz se establece en orden de idiotez y el fin único es hermanarse en cuadrilla y pensamiento bajo orden de búsqueda y captura.

Y es en este ambiente, perfume de txozna y orín, donde cada uno de nosotros tuvimos que tomar partido. Lúcida o involuntariamente. Lo que hacíamos, nuestra respuesta ante cada uno de los actos del “Movimiento Vasco de Liberación” (Aznar dixit) nos situaban al otro lado de la Browning o cara a la tapia. Incluso sin quererlo, si una diana sobre la puerta de tu vecino no te producía más que indiferencia, te estabas posicionando. Si un “ETA mátalos” no rompía tu aberrante serenidad, te estabas posicionando. Si un aurresku para el útlimo Cid del Goierri no te erizaba la piel, te estabas posicionando. Y si la última canallada de Amedo el cateto no te revolvía por dentro, también te estabas posicionando.

El mundo 'abertzale' representó lo más bajo de la condición humana y política: cambió muertos por votos

Pocas son las veces en las que la fortuna te fuerza a elegir, pero esta era una. Y aquí, amigos, fracasamos. La gran mayoría de la sociedad actuó de forma brutalmente cobarde. Respondiendo ya a última hora y a golpe del que debía ser, ahora sí, el último asesinato (¿cuántos asesinatos hacen falta para considerar el siguiente “el último”?). En medio siglo de mirada egoísta y derrota por incomparecencia. Condenando en casa y callando en plaza, retirando en muchos casos la palabra. Perdonando en otros, o incluso justificando, un apartheid identitario. Camuflándose en un clima de pusilánimes donde muy pocos tenían el coraje de poner a cada katxorro en su cesta.

Así, cuando escucho la frase “la sociedad vasca derrotó al terrorismo”, suelo acordarme de otra: “el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”. Fueron unos pocos hombres y mujeres; políticos como Buen Lacambra, periodistas como Landaburu, jueces como Subijana, policías como Cedillo y otros héroes anónimos que no callaron. Almas tercas que no enterraron la cabeza en esta tierra de oportunidades, que militaron la resistencia y jamás rindieron sus pueblos al pensamiento único. Personas audaces que abrigaron la llama de la honestidad. Una llama que quemó a una comunidad inmune al veneno de la serpiente solo cuando ésta era tan grande que no podía ser barrida bajo el sofá. Solo cuando estrangulaba todo sentido de humanidad y su lengua viperina asolaba todo lo bueno.

Y no hay que quitar mérito a un mundo abertzale siempre ejemplar en obra y palabra. Esclavos del eufemismo y la incontinencia intelectual. Un movimiento que representó lo más bajo de la condición humana y política, que cambió muertos por votos, y pasará a la historia por la indignidad con la que enfrentaban cada una de las atrocidades de la banda y con la vileza con la que trataban a sus adversarios políticos.

Es momento pues, como decía antes, de descubrir el papel que cada uno jugó en toda esta historia y de descubrir el que representará; porque de esto, del nacionalismo excluyente, del fanatismo aldeano, también se sale.

*** Daniel Palencia es escritor.