Ando estos días con la lectura de una obra del filósofo estadounidense Jason Stanley, How fascism works (Cómo funciona el fascismo), profesor en la Universidad de Yale, que me tiene sumido en la más absoluta de las perplejidades.

La obra aborda la identificación de los rasgos propios de los estados y los gobiernos fascistas, y lo hace con la sencillez y claridad propias del que sabe de lo que habla. Que Stanley sea hijo de refugiados judíos huidos de Europa para escapar del holocausto nazi probablemente le aporte un componente casi genético de comprensión del tema que contribuye a la claridad de su exposición. En no poca medida, su análisis sobre casos históricos (la Alemania nazi, la Italia fascista, la España franquista o la Rusia soviética) se proyecta sobre las actitudes del actual Gobierno de Polonia o de Hungría, partidos como el Frente Nacional francés o los tics autoritarios de Donald Trump.

Lo que me produce asombro no es que Stanley se exprese con sencillez y claridad, ni que en los ejemplos actuales que cita se puedan identificar, en distinta medida, los rasgos definitorios propios del fascismo o de actitudes fascistas del pasado. Lo que me causa perplejidad es que después de analizar cada uno de esos rasgos no puedo evitar ver retratada la situación actual de Cataluña: la creación de un pasado mítico para justificar la visión del presente; la reescritura del relato y la utilización sistemática de la propaganda como fórmula para generar una percepción alterada de la realidad; una jerarquía de valores que impone que una cultura y una sociedad (la que se considera propia) es superior a las demás (las que se consideran de los otros); la victimización como forma de generar un vínculo entre supuestas víctimas frente a supuestos agresores que lleva a distinguir entre nosotros y ellos; y así hasta agotar todos los rasgos. Admito que sólo una de las variables que maneja el autor escapa a mi percepción de la situación catalana: la ansiedad sexual, aunque reconozco que no me ha interesado indagar por cómo de ansiosos andan mis vecinos en esa materia. Francamente, prefiero ignorarlo.

Este miércoles, a la perplejidad se ha añadido la desolación más absoluta cuando he conocido que durante la madrugada se perpetró un ataque a la vivienda de un juez mientras miembros de su familia se encontraban en el interior. Según parece, horas después una persona perfectamente identificada ha reivindicado el hecho para una organización denominada Arran. El ataque se ha documentado en un vídeo difundido por Twitter que se cuida mucho de hacer visible el nombre de la calle y el número de la vivienda. Que el juez se llame Pablo Llarena es algo anecdótico para el motivo de mi desolación.

Se ha atacado un domicilio cuando se presumía que había personas en el interior y se han difundido los datos de esa vivienda 

He escrito en más de una ocasión, incluso en este diario, que en Cataluña se estaba produciendo una deriva que desembocaba en el fascismo. En un primer momento, de una manera tan extraña que me llevó a calificar la situación, con cierto matiz, como de "fascismo inverso". Después, cuando este pasado verano se detuvo a ciudadanos para su identificación no ya por meras infracciones administrativas, sino por infracciones administrativas inexistentes, algo que en la actualidad ni siquiera sucede en los países que Stanley cita en su obra, percibí que ya no cabían matices ni eufemismos y que eso era fascismo sin más: la pura y simple utilización de la propia Administración para la represión de acciones que, dentro de la Ley, se limitaban a expresar un planteamiento ideológico. Y nótese que hablo de acciones que se producían dentro de la Ley, algo que no me parece un detalle menor.

Ahora se ha dado un paso más. Es cierto que no es la primera vez que se atacan las propiedades de un juez en Cataluña, y aunque esa sola afirmación tendría que producir vergüenza a la sociedad que lo tolera y al Estado que no lo impide, insisto en que se ha dado un paso más: no se han hecho pintadas en las inmediaciones de una segunda residencia en un momento en el que se podía presumir que no había nadie en el interior, se ha atacado un domicilio familiar cuando todo hacía presumir que había personas en el interior, y se ha hecho acompañado de la difusión de los datos de esa vivienda.

Más allá del ataque, entiendo perfectamente el mensaje mafioso: sabemos dónde está el juez al que atacamos, sabemos que está indefenso y, como él, todos los que son como él. Y también es un mensaje para los propios, una invitación a emular un acto para el que parece que no hay consecuencias.

A esto que acabo de describir se le llama terrorismo. Y entiéndaseme, no hablo de delito terrorista, que no sé si lo es, no soy penalista y no me meto en esas honduras. Pero sé que el terrorismo es la acción de grupos organizados que pretenden causar miedo a la población, o a un grupo de población, para la consecución de objetivos políticos. Organizarse para causar miedo a los jueces para que no apliquen la Ley o abandonen Cataluña, o para generar en torno a ellos un vacío social por miedo a ser identificado como amigo o sufrir las consecuencias en el momento de producirse un ataque, es terrorismo y nadie me puede convencer de lo contrario.

No sé decirlo de otra manera: una vergüenza para la sociedad que lo tolera y para el Estado que no lo impide.

*** José María Macías Castaño es vocal del Consejo General del Poder Judicial.