No dan con la tecla. Los nacionalistas catalanes continúan disolviéndose como azucarillos frente a la figura del Rey. Ocurrió de nuevo en la inauguración de los Juegos Mediterráneos, cuando tras una semana de confirmaciones y desmentidos, de idas y venidas, de amagos y de renuncias, de interminables debates en TV3 y los medios independentistas acerca de la dignidad, la estrategia, la táctica y el sexo de los ángeles separatistas, Quim Torra fue a por lana y salió trasquilado con el Rey, abucheado y humillado del Nou Estadi del Nàstic.

Los responsables de Dolça Catalunyauno de los medios que más han luchado para desmontar las mentiras del nacionalismo y destapar su supremacismo, lo han resumido en un vídeo de apenas dos minutos cuya visión hace sentir incluso lástima por un Torra obligado a un ejercicio de equilibrismo entre posibilismo y radicalismo imposible de culminar con éxito.

Quim Torra no consiguió ninguno de sus objetivos: enfrentar al Gobierno con la Corona, humillar al Rey, debatir ante las cámaras con Felipe VI acerca del 1-O, la "represión policial y judicial" y los presos, o reafirmar su condición de figura institucional hipotéticamente equivalente -en el marco ideológico del nacionalismo- a la Corona.

El Rey sigue siendo el talón de Aquiles del nacionalismo catalán. Es de prever que, en vista de sus repetidos fracasos en el asalto a la Corona, persistan en el acoso y derribo de objetivos más asequibles para ellos, es decir los Gobiernos de PP y PSOE. Los nacionalistas, que han respondido a cada promesa de cesión por parte de los Gobiernos de populares y socialistas subiendo un escalón más de su pirámide de demandas y exigencias financieras, judiciales y políticas, no han encontrado la fórmula para erosionar a Felipe VI.

El problema para el separatismo parece irresoluble a corto plazo: ni Quim Torra ni, Carles Puigdemont ni Elsa Artadi -que tan bien se mueven en el terreno de lo simbólico- parecen tener la talla política necesaria para desafiar con éxito al principal símbolo del Estado español.   

Ocurrió por primera vez el 3 de octubre de 2017, cuando el discurso televisivo de Felipe VI cortó de raíz la deriva insurreccional que había tomado el proceso separatista desde el referéndum del 1 de octubre, dio pie a masivas manifestaciones constitucionalistas en las calles de Barcelona, deslegitimó de cuajo el discurso victimista del nacionalismo, lo situó en su verdadero contexto –el de un golpe de Estado civil– y obligó al Gobierno del PP a abandonar su pasividad y retomar, aunque fuera a regañadientes, la iniciativa política. Ha vuelto a suceder ahora en Tarragona.