"Llegué a leer los nombres de todos". El comandante Corrochano quería que los cadáveres que llegaban al Palacio de Hielo en estos meses atroces no fueran sólo un número, una cifra más con la que engrosar la fría estadística conformada por el virus y la muerte. Por eso asumió como parte de su responsabilidad detenerse ante los fallecidos, reservándose, al menos, un momento para cada uno de ellos.

"Yo soy una persona religiosa, así que cada noche, al terminar, en mis oraciones pronunciaba el nombre de algunos de ellos. No los recuerdo todos, evidentemente, pero alguno siempre me venía a la cabeza. Es el mensaje que quiero transmitir a los familiares. Tienen que saber que los suyos no han estado solos", relata ahora. Pocos días después de que la gran morgue de Madrid durante los meses más duros del confinamiento ha cerrado sus puertas. 

En sus manos estuvieron los tres recintos mortuorios gestionados por la Comunidad de Madrid como apoyo durante la crisis sanitaria del coronavirus. Durante los últimos 30 días, los féretros de 1.145 personas pasaron delante de sus ojos en el gran pabellón. 162 fueron acogidos en el Palacio de Hielo de Majadahonda, y 478 en el Instituto de Medicina Legal de Valdebebas.

150 hombres

José Martín Corrochano tiene 57 años, es vecino de Utrera (Sevilla). Cada día, los soldados de la Unidad Militar de Emergencias (UME) le hacían llegar una larga lista con todos los nombres. A los suyos les gusta decir que fue el primero en entrar en el Palacio de Hielo y el último en salir.

En su currículum hallamos el galardón de ser el soldado que más tiempo lleva en la UME, el más longevo de todos. Un total de 14 años, prácticamente desde la fundación de este cuerpo de élite. Antes pasó por mil batallas distintas durante 36 años en las Fuerzas Armadas.

Su primer destino fue la brigada paracaidista. Allí permaneció algo más de una década. Luego pasó otros siete años en la Brigada Acorazada del Ejército de Tierra. Ha participado en misiones internacionales en el Kurdistán, tras la Primera Guerra del Golfo.

En 1993 recaló en Bosnia Herzegovina, durante la Guerra de los Balcanes. A principios de los 90 regresó al golfo Pérsico junto a las Fuerzas Armadas para contribuir a la resolución de este conflicto. 

Ahora le ha tocado gestionar quizás la misión más complicada de todas cuantas se le han puesto por delante. "Conocía el Palacio de Hielo pero nunca había entrado hasta ahora. Era la primera vez. Una vez dentro nos dimos cuenta de que era el lugar idóneo para la misión que queríamos llevar a cabo. Era un sitio digno y respetuoso", dice en entrevista con EL ESPAÑOL, tras el cierre de los tres espacios.

En cuanto le encargaron este cometido, el comandante confeccionó un equipo de 150 hombres. Lo mejor de cada unidad dentro de la UME. "Soy consciente de que tenía a mi cargo un equipo excepcional, con lo mejor de lo mejor. Todos nos mandaron a sus mejores hombres para las necesidades que les presentamos", subraya.

El día en que el Palacio de Hielo empezó a funcionar como gran cámara mortuoria de la pandemia en Madrid fue el 23 de marzo. Esa tarde llegaron los siete primeros cadáveres. Estaba planeado para alojar unos 350 féretros en su interior, pero el volumen de fallecidos aumentó de tal modo que no quedó más remedio que reestructurar la organización que habían planificado en un inicio.

El equipo del comandante tuvo que hacer un nuevo esquema según el cual en la morgue de hielo podrían llegar a caber 544 ataúdes, religiosa y pacíficamente alineados sobre el gélido pavimento del recinto.

"No nos quedó más remedio que abrir una segunda en el Instituto de Medicina legal de Valdebebas y luego una tercera, el 5 de abril, en la Pista de Hielo de Majadahonda", dice el comandante. Ahora, accede a contar con detalle cómo ha sido su trabajo y el de sus hombres a lo largo del último mes.

La UME, desmantelando esta semana el Palacio de Hielo. EL ESPAÑOL

"De cuatro en cuatro"

Una vez los tres pabellones comenzaron a funcionar, Corrochano acudió cada jornada a todos ellos para supervisar cuanto ocurría en su interior. Las jornadas eran interminables. Llegaba pronto, a las seis y media de la mañana, a la base de operaciones de Torrejón de Ardoz, donde está su centro de mando. "Lo primero era determinar las misiones. La Comunidad de Madrid priorizaba los hospitales. En cada hospital llegamos a recoger unos 25-30 cadáveres al día. El día que más ataúdes trasladamos fueron unos 130", recuerda.

El trabajo de la UME, jornada tras jornada, estaba dividido en tres fases. La primera comenzaba en las salas mortuorias de los hospitales. Allí se encontraban los cuerpos de decenas de fallecidos, envueltos en una primera bolsa.

Salvo muy contadas excepciones, nunca vieron ante sí los cadáveres de las víctimas de la pandemia. No llegaban directamente a tocarlos. Primero venía una desinfección inicial. Armados de difusores, cargados con un concentrado de hipoclorito de sodio, los soldados daban una primera pasada. Luego los introducían en unas bolsas sudario especial para fallecidos, elaboradas de plástico, una suerte de polímero de enorme resistencia.

"Entendíamos esa parte del proceso como una zona de gran carga vírica -dice el comandante-, así que ahí solo entraban las unidades NRBQ (Defensa Nuclear, Radiológica, Biológica y Química), especialistas en la materia".

Sobre la primera bolsa, los militares adherían el documento identificativo del fallecido. En la segunda, a la altura de los pies, colocaban una nueva etiqueta con el mismo número identificativo, un número único por cada cuerpo. Luego, el cadáver embolsado era introducido en el ataúd.

También ahí debían colocar un tercer distintivo idéntico a los otros dos. Era la documentación reglamentaria, el papeleo identificativo del hospital, el certificado de defunción. Este quedaba adosado al ataúd y para no volver a separarse nunca hasta llegar a la funeraria y a los familiares del fallecido. Este procedimiento, el enferetrado, solía prolongarse durante unos 20 minutos con cada cadáver.

Una de las furgonetas rojas en las que la UME transportaba los cadáveres. EL ESPAÑOL

En esa especie de cadena de trabajo, a la puerta de los recintos sanitarios, esperaban las furgonetas y sus conductores, los militares encargados de trasladar los cuerpos a la gran morgue de hielo.

"Era importante que ninguno de los tres recintos se colapsara, así que en cada viaje íbamos valorando a dónde era conveniente trasladarlos", señala. Cuatro ataúdes cabían en cada furgoneta: "No queríamos llevarlos amontonados".

"El objetivo era darles ese respeto a los cuerpos, y por eso íbamos de cuatro en cuatro", dice el comandante. Así, con una cifra de 120 cuerpos, por ejemplo, tenían que hacer 30 viajes de ida y 30 de vuelta. "Ha sido una misión extenuante, y pese a los relevos, aun empezando muchas veces a las seis de la mañana acabábamos a las cuatro de la madrugada".

"Sensación de vacío"

Dice el comandante que los soldados que escogió para su misión estaban preparados para este tipo de situaciones. "No exactamente para esta, pero sí para grandes emergencias. Evidentemente ha tenido un impacto psicológico en ellos, pero la clave es que nos lo hemos tomado como un reto personal, y eso te da un plus a la hora de trabajar. El objetivo era que no se mecanizara el trabajo que teníamos por delante. Cada persona, para nosotros, era especial".

La tercera fase del proceso tenía ya lugar dentro del Palacio de Hielo. Nadie excepto ellos tenía la capacidad de acceder a su interior. Eran ellos mismos los que los colocaban donde correspondía. La pista fue parcelada y alfombrada con calles hechas de césped artificial.

Al principio eran siete, de la A a la F, con 50 huecos en cada una, pero conforme pasaron las semanas el número de fallecidos en Madrid aumentó, y no les quedó más remedio que recomponerlo todo, aumentar las filas, estrechar los pasillos y recolocarlo todo para acoger un total de 544 ataúdes. Ellos mismos depositaban cada uno por orden de llegada en su hueco correspondiente. 

Una vez allí, las funerarias iban a buscar los cuerpos. "Al principio tuvieron verdaderos problemas para las incineraciones porque estaban saturados. Conforme recuperaron el control iban viniendo, de madrugada, cada vez a por una persona determinada. Y las familias, en todo momento, tenían conocimiento de en qué depósito intermedio estaban sus seres queridos". 

Acceso a la pista de hielo en el recinto mortuorio. EL ESPAÑOL

Al lado de Corrochano y sus hombres han estado durante todas estas semanas los profesionales de la Unidad Técnica de Sanidad Mortuoria de la Comunidad de Madrid, así como el personal de Protección Civil. "Pocas veces en mi vida me he encontrado con gente tan profesional", afirma. El lunes por la tarde, el comandante y los suyos vieron entrar el último ataúd en el Palacio de Hielo. 

-¿Fue una sensación de alivio?

-Fue una sensación más bien de vacío. Pero nos vamos con la seguridad de que hemos hecho todo lo que hemos podido. Tenemos satisfacción de haber cumplido con nuestro deber".

Los 150 militares que conformaron el equipo de élite han vuelto ya cada uno a sus respectivas unidades. La UME continuará con las labores de desinfección por toda España como han venido haciendo en las últimas semanas Las tareas normales del cuerpo en esta crisis sanitaria prosiguen.

El comandante fue el último en salir de la morgue helada de la capital. Corrochano decidió bajar y pisar la pista por última vez. Lo hizo solo, dentro no quedaba nada más que el silencio sobre un suelo congelado. Fue él quien echó el cierre del pabellón, un limbo fúnebre de féretros y filas numeradas, donde se conservaron los muertos hasta que los vivos pudieron ir a buscarlos. 

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