Aquellos tiempos de pandemia, pensará Francisco Alfaro cuando dentro de una década o dos, cuando las flores de las tumbas se las haya llevado el viento y la herida de este tiempo haya cicatrizado, repase el archivo personal que está creando desde que España vive aturdida por un virus. 

“Es una especie de diario propio”, explica Francisco, sepulturero del cementerio de Alcalá del Valle (Cádiz). En ese dietario, Francisco anota el nombre del fallecido, la fecha y la hora del entierro, las personas que asisten, cómo se ha desinfectado el nicho. 

“Por muy duro que sea esto, no quiero olvidar. Ni por mí ni por las familias de los muertos, que si un día lo quieren consultar, lo tendrán disponible”, dice. “La situación es lo bastante extraña y difícil como para que algunas muertes caigan en el olvido. Me niego”.

Más allá de la contabilidad de los decesos que lleva el ayuntamiento para el que trabaja, Francisco ha decidido anotar cada detalle de los últimos diez entierros que ha presenciado. Se trata de un registro íntimo y privado de los caídos. Decidió comenzar dicho archivo tras el 14 de marzo, cuando España se acostó en estado de alarma. No lo concluirá hasta que la pandemia se dé por acabada. 

Francisco, este pasado miércoles, en el cementerio en el que trabaja desde 2009. Marcos Moreno

“Los sepultureros estamos siendo testigos directos de esta desgracia que nos ha tocado vivir. Cada muerto que entierro es un puñetazo en el alma. Siempre he querido ser una persona cercana a las familias ante el último adiós a su ser querido, pero ahora lo intento aún más”, explica. 

"No vienen por puro miedo"

Francisco Alfaro tiene 53 años, una mujer, dos hijos y un sueldo de 1.000 euros. Transmite tranquilidad. Su voz es sedosa. Desde 2009, es el encargado del cementerio de Alcalá del Valle, su pueblo natal, donde el coronavirus se ha llevado ya la vida de nueve ancianos de una residencia con nombre de una histórica comunista, La Pasionaria. 

Francisco consiguió su empleo tras aprobar una oposición. Antaño fue emigrante jornalero, como la mayoría de sus vecinos. Ahora es funcionario de categoría D. Tal vez debería serlo de la A por detalles como este: desde que el Gobierno decretó que a los entierros sólo pueden asistir tres familiares del fallecido, él, cuando se queda en la soledad del camposanto con los muertos que un día saludó por la calle, enciende una vela, apoya unas flores en la lápida y toma una foto.

Luego, Francisco envía la imagen a la mujer, al marido, a los hijos o a los hermanos de la víctima. “Las familias tienen que llenar un vacío y yo intento ayudarles. Es lo mínimo que puedo hacer. Muchos ni siquiera vienen por puro miedo, es algo comprensible”. 

La pandemia ha cambiado el paisaje de los entierros en España. Intenten imaginar uno por un instante. Francisco va ataviado con un traje de protección, botas altas, mascarilla, dobles guantes. Intenta tocar lo menos posible el féretro. Tres familiares, a una decena de metros, observan. Alguno, llora. Otro, en cambio, ya no tiene fuerzas para el llanto. Uno de ellos -sólo uno- se acerca a dar fe de la inhumación. 

La operación tarda apenas unos minutos. Ya está. Adiós. Ni despedida en el hospital ni velatorio. Sólo un rápido hasta siempre. Esta misma escena se ha repetido 16.972 veces. “Es una mezcla de dolor y de rabia”, cuenta Francisco. “Algún día nos pararemos a pensar qué hicimos con nuestros muertos”.

El pasado 3 de abril, Francisco vivió uno de sus peores momentos como sepulturero. Uno de los trabajadores de la empresa que le asiste durante las inhumaciones enterró a su propia hermana. “Jamás olvidaré esa imagen”, reconoce. “Enterrar a tu propia hermana…”, repite, reflexivo, casi en silencio.

Francisco, de media, entierra a un muerto a la semana. Unos 50 al año, dice. En las dos últimas ya ha dado sepultura a diez personas. Cuando llega a casa, mete el coche en el garaje, se desnuda, introduce su ropa en una bolsa, lava el teléfono, las llaves, y se ducha. 

“Aquí no hay nada de heroísmo. Yo también tengo miedo. Quizás no de lo que supone contagiarme, pero sí de meter el virus en mi casa”, asegura. “Procuro hacer mi trabajo lo mejor posible para evitar causarle daño a los míos”. 

Parte de la fachada de entrada del camposanto de Puerto Serrano (Cádiz). Marcos Moreno

Este pasado miércoles, Francisco atiende unos minutos a EL ESPAÑOL mientras barre el camposanto. Dice que tiene la sensación de estar viviendo una pesadilla. Sólo quiere que esto acabe pronto, aunque sabe que los cementerios serán los últimos lugares donde se levanten las restricciones. “Hasta que no se entierre a la última víctima de esta pandemia, no podremos decir que esto ha acabado”, argumenta.

Francisco lanza un deseo al aire. Quiere que la realidad que le ha tocado vivir no se repita nunca. Cuenta que el dolor de los familiares de las víctimas es también el suyo. Para no olvidarlo, por eso ahora escribe en su particular diario de la pandemia. “Por mucho que duela, no quiero que se me borre este momento”. 

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