“Te esperamos, Borja”. Con ese sucinto mensaje en una pancarta reclamaban ahora justo hace un año familiares y amigos del vitoriano Borja Lázaro Herrero la necesidad de conocer su paradero en una concentración en la capital alavesa. Lo reivindicaban al cumplirse cuatro años de su misteriosa desaparición en Colombia y lo van a seguir haciendo de nuevo este martes, 365 días después, en un acto público similar.

Ninguna noticia ha aliviado en el tiempo transcurrido la angustia de su madre, Ana María Herrero, y de su hermano, Sergio, por conocer lo sucedido a este ingeniero informático y aficionado al fotoperiodismo del que se perdió la pista cuando tenía 34 años en una zona costera de La Guajira. Un lustro después la espera continúa y todo su entorno, familia y allegados, lucha por mantener abierta la investigación y las puertas interiores de la esperanza.

“Mientras se siga hablando de mi hermano permanecerá vivo entre nosotros”, comenta Sergio Lázaro a EL ESPAÑOL, resumiendo en pocas palabras la filosofía que les anima a su reiterada presencia en los medios de comunicación y a perseverar en una búsqueda, hasta ahora infructuosa, para la que han tenido que realizar múltiples gestiones y vencer un sinfín de trabas burocráticas. Combatir el olvido es una ardua tarea exterior que obliga a tocar todas las puertas de la Administración para que la Policía colombiana no dé por cerrado el caso.

“Un desaparecido tiene derecho a ser encontrado”, insiste Sergio compartiendo uno de los principios que inspiran la labor del periodista Paco Lobatón, actual presidente de la Fundación Europea por las Personas Desaparecidas, QSGlobal, y uno de los agentes que más ha hecho en España por difundir la problemática y ayudar a las familias, también a la de Borja, que ignoran qué ha sido de sus seres queridos.

Su pista se pierde en Cabo de la Vela

La última vez que alguien vio a Borja Lázaro Herrero fue en la noche del 7 al 8 de enero de 2014. El joven vitoriano se alojaba en una posada en Cabo de la Vela, situado en la Guajira (Colombia), un área desértica del norte del país bañada por el Caribe y fronteriza con Venezuela.

Aquel día coincidió allí con dos turistas alemanes, dos chilenas y unos colombianos con los que compartió charla y cervezas después de la cena. Lo vieron acostarse en el dormitorio común de la posada, pero al día siguiente su hamaca estaba vacía aunque su calzado se encontraba colocado justo debajo.

Desapareció durante la noche pero sus pertenencias permanecían intactas en la consigna que se le asignó en el establecimiento. Allí encontraron su ordenador, su documentación y sus cámaras fotográficas; lo único que se echó en falta fue su móvil y un monedero donde guardaba el dinero suelto.

“Al principio el dueño de la hospedería pensó que se había ido sin pagar y que  había cerrado la consigna y se había llevado la llave. Nosotros no empezamos a preocuparnos hasta unos quince días después porque nos llamó el 5 de enero para advertirnos de que se adentraba en una zona con poca cobertura y que podría estar una semana o más sin que fuera posible establecer comunicación”, recuerda Sergio.

Amante del fotoperiodismo

Borja, viajero experimentado, estaba acostumbrado a aventurarse solo por tierras extrañas en el desempeño de su principal pasión, el fotoperiodismo. Estudió ingeniería informática, profesión en la que trabajó en Luxemburgo durante siete años hasta que decidió tomarse un respiro. Disfrutó de un  año sabático que fue el que le llevó hasta Colombia en su afán de realizar un reportaje sobre las poblaciones indígenas de Latinoamérica.

Cuando se perdió su rastro ya había conseguido retratar a los wayúu, habitantes de la Guajira, un pueblo muy cerrado y celoso de su cultura, cuya resistencia a ser fotografiados es muy difícil de vencer. Borja consiguió su permiso y a finales de 2013  tuvo acceso a algunos rituales mortuorios de los indígenas. Fue a pasar la Nochevieja a Bogotá y después volvió para enseñar y entregar a los fotografiados una copia del trabajo realizado.

Sus imágenes sobre la ceremonia en la que los wayúu inhuman los cadáveres a los diez años del fallecimiento y limpian los huesos de restos óseos para volver a enterrarlos se pudieron ver, junto a otras fotografías tomadas en Marruecos o Nepal,  en una exposición celebrada en 2018 en Vitoria. Una más  de las actividades que periódicamente se organizan para mantener el recuerdo y la esperanza.

“Borja  tiene don de gentes y pudo acercarse a los indígenas”, asegura su hermano, que conjuga durante toda su conversación con EL ESPAÑOL los verbos en presente  pese a que familiares y amigos son conscientes de que el silencio de cinco años diluye las expectativas de un desenlace feliz.

La sensación de “mendigar ayuda”

Tras la desaparición de Borja Lázaro, la Policía colombiana manejó tres hipótesis: que hubiera sido víctima de un secuestro por las bandas criminales, de contrabando y narcotráfico, de la zona; que se hubiera adentrado en el mar y perecido ahogado, o que se introdujera desorientado en el desierto. La única que parece definitivamente despejada es la primera. Nadie ha pedido rescate por él, ni tampoco han usado sus tarjetas de crédito.

Junto al desconsuelo de vivir sin  Borja la familia Lázaro Herrero ha tenido que afrontar otro aprendizaje igualmente difícil, el de moverse en el laberinto de la Administración para que la desaparición no se archive. “Para un ciudadano normal es muy complicado. Interpusimos la denuncia en la Ertzaintza y recurrimos a lo más cercano, a las instituciones locales y del País Vasco, para que nos abrieran puertas en el Ministerio del Interior y de Asuntos Exteriores; pero durante los cuatro primeros años sólo recibimos ayuda de las autoridades vascas”, se lamenta Sergio. “Al dolor por la desaparición se ha unido siempre la sensación de estar mendigando ayuda”, afirma con amargura.

Según su relato, la involucración de las instituciones españolas es ahora algo mayor pero se han sentido muy abandonados. Tardaron cuatro años en lograr que dos agentes del Cuerpo Nacional de Policía se trasladaran a la península de Guajira. Lo hicieron en el primer trimestres de 2018 sin lograr resultados. Como tampoco los obtuvo con anterioridad la pareja de Borja, que ahora vive en México, y ha perseguido su pista sobre el terreno en varias ocasiones.

El lugar de su desaparición no es el más idóneo para hacer preguntas. Una área poco poblada en la que ni  el Ejército ni la Policía colombiana, a cargo de la investigación, son bien recibidos, y donde sus habitantes conviven con el contrabando y las bandas y transitan libremente entre Colombia y Venezuela. “Una zona conflictiva”, resume Sergio.

Reunión con responsables colombianos

La familia se reunió el año pasado en España con responsables del Ministerio del Interior colombiano, quienes les aseguraron que el expediente sobre su hermano no se había cerrado. Es lo que piden Sergio y su madre; que se siga investigando y que las autoridades españolas presentes en la zona, embajada y consulado, vigilen de cerca para que no tiren la toalla.

“Nosotros no lo olvidamos, lo seguimos buscando, para saber lo que ocurrió y dónde está mi hermano. Hay que mantener la esperanza”, expone Sergio, portavoz de una familia en la que la madre, Ana María, no desfallece y acude a cuantas citas, programas de TV o congresos sobre desaparecidos se celebran. Este martes, ella y su hijo volverán a sentir la solidaridad de cuantos vitorianos se acerquen a la concentración convocada en el centro de la capital alavesa, promovida con el apoyo del Ayuntamiento  de la ciudad encabezado por Gorka Urtaran.

“Cuando se deje de hablar de él es cuando realmente habrá desaparecido”, concluye Sergio, dispuesto a seguir al frente de cuantos actos puedan mantener vivo su nombre y su historia por resolver.