Josep Pla tenía razón. “El hombre es un hijo del café de su tiempo”. La resurrección de El Comercial ha parido comidas de trabajo y teléfonos móviles sobre la mesa, que siguen de mármol, pero sin nadie que las escriba, más allá de las notas frenéticas de los camareros. La música es demasiado joven para el rincón de Antonio Machado. Y siempre en inglés. El sobrecito del azúcar miente: “Original & Castizo”.

 

Son las cuatro, la hora del postre, también la del primer café del nuevo Comercial. Un café-trinchera, casi nocturno, a pesar del sol que se filtra por la cristalera. El salón ha abierto sus puertas sin licencia. Beber al margen de la ley. Faltan papeles, bastantes, y así lo confirma el Ayuntamiento. El nuevo gestor, el grupo El Escondite, necesita permiso de restaurante y todavía no lo tiene.

 

¿Pompa fúnebre? ¿Policía y precintaje? No. Por lo menos de momento. El proceso es largo y echar la persiana, la conclusión dictada tras un expediente que todavía no se ha abierto. “Actuaremos conforme a la legalidad vigente”, reiteran fuentes municipales al mismo tiempo que la cucharilla da cuerda a este café, uno de los primeros del nuevo Comercial.

 

El asesinato de la modista

 

Fundado en 1887, El Comercial sabe de vida y muerte. Son muchas horas, muchas vidas contadas al borde de este rompeolas de ciudad. Ni siquiera un cierre abrupto lo sorprendería. En el XIX, ocho meses después de su inauguración, Federico Calero, un joven de treinta y tres años, encañonó a Epifanía Mayral, modista de veintidós. Un balazo en la cabeza y otro en la espalda. “El amor desdeñado suele ser causa de no pocos crímenes”, relataba el diario La Monarquía. Ahora el amor que no conviene desdeñar a los nuevos inquilinos es el de Manuela Carmena, por aquello de la licencia.

 

Se une a este café un portavoz de los nuevos gestores. Niega la información del Consistorio. Asegura que la documentación ya se ha presentado, pero reconoce que no hay licencia. ¿Por qué se ha abierto entonces? “Una decisión de los socios”. Justo después se apresura a decir que los vecinos “no han preguntado por eso”, que “están encantados” y que “ha sido una alegría para el barrio”. Hay algo de eso, del hombre que entra y señala una mesa: “Ahí conocí a mi mujer hace muchísimos años”. Las sonrisas y el ajetreo del renacer del histórico ocultan la misión de El Comercial: conseguir la licencia que no tiene.

 

La sorpresa del baño

 

Todavía viven las columnas, la barandilla y las lámparas. Añejas. La ley de Patrimonio exigía su mantenimiento. Se da cuenta un tipo de pelo de nieve: “¡Pero si ha abierto de nuevo!”. Las sillas y los sillones, retapizados, todavía inspiran el viejo café.

 

Un par de señoras se acercan al baño para supervisar hasta el último metro de la reforma. El veredicto, secreto. Lo cuchichean. “Va con sorpresa”, se le escapa a otra. Se refiere al fotomatón, una réplica de los de antes, en la que se puede sonreír y enseñar los dientes para siempre. Por cuatro euros. También, una biblioteca acristalada que guarda la revista Time encuadernada en tapas duras y una colección de libros de época. Pero están ahí, en el baño, escondidos, aderezados con una guitarra eléctrica y unos auriculares que cuelgan.

 

En uno de los rincones de la planta baja es fácil divagar. Frente a la bodega, una bonita colección de retratos a lápiz permite el naufragio en las tertulias de los Machado, Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, Blas de Otero o Caballero Bonald. Aunque el duermevela se resquebraja. Suena la banda sonora de Rocky, el “Eye of the tiger”. Casi a ritmo de rock, un empleado entrevista a futuribles camareros: “Vamos a necesitar mucho personal”.

 

“Los intrusos a los que se tolera”

 

Pocos quedan de esos que hubieran respondido como lo hizo César Vallejo al otro César, González-Ruano. ¿A qué viene usted? “Pues a tomar café”. Sólo a eso, a todo eso. Decía Cela, en su Colmena, que el público del viejo Comercial siempre era el mismo: “Todos beben en los mismos vasos, toman el mismo bicarbonato, pagan iguales pesetas (…) La gente de las tres no tiene nada que ver con la que llega dadas las siete y media; es posible que lo único que pueda unirlos sea la idea, que todos guardan en el fondo de sus corazones, de que ellos son la vieja guardia del café”. El resto, los que acuden tras el almuerzo, decía Cela, tan sólo son “intrusos a los que se tolera”. Escribió un epitafio sin saberlo porque el nuevo Comercial se llenará de cien intrusos por cada escritor, aunque de eso no tiene la culpa la refundación, sino el paso del tiempo, el Madrid que se muere.

 

Entre los papeles de la última obra, los nuevos dueños de El Comercial encontraron una nota amarillenta. Decía: “Para estar hay que ser”. Ser Machado, Azorín o Celaya. Ahora, en un giro, han iluminado con neón este otro aforismo: “Para ser hay que estar”. En ese desafío se halla la última resurrección del mítico café, en el de que muchos, cualquieras, sean en sus mesas de mármol y se entreguen a la taza, como decía Tomás Segovia, sin más pretensión que la de disfrutar de la ceremonia de estar juntos.

 

Eso sí, para terminar de ser falta la licencia. “De verdad, la documentación no ha llegado”, insiste el Ayuntamiento.

 

Suena la música. Ruido. Ay, pero ¿cómo va a escribir así Jardiel Poncela?