El otoño de 2023 pasará a la historia brevemente, el tiempo suficiente, hasta que vivamos otro nuevo otoño de temperaturas anormalmente altas para la época. Hay una tendencia alertada desde todas las instancias científicas que muestra el imparable ascenso de las temperaturas medias año tras año. Veranos tórridos, seguidos de otoños calurosos, seguidos de inviernos cada vez más suaves y primaveras más cortas. Sumemos la falta de precipitaciones o los temporales de lluvias torrenciales y obtendremos el cóctel perfecto para convertir la península ibérica en una extensión al norte del desierto del Sáhara a finales de este mismo siglo.

Hay quien afirma que este calor no tiene nada raro. La realidad es que las estaciones se desdibujan y muchos agricultores hablan ya de que el año se divide en “invierno o infierno”. Y si no, pregunten a los productores de vino.

Es comprensible que para algunos ciudadanos el discurso climático suene catastrofista y ello les lleve a desconectar. Es necesario mirar a nuestro alrededor, donde podemos encontrar aspectos en los que el cambio climático tiene efectos directos sobre nuestra vida cotidiana.

Podemos encontrar vino en múltiples variedades en todas las regiones de España y en todas ellas se detecta el mismo fenómeno: su graduación alcohólica está aumentando progresivamente año tras año a causa de las sequías, cada vez más frecuentes y duras, y la exposición de los viñedos a más horas de sol. La subida de temperaturas adelanta la vendimia, la uva madura peor y los vinos pierden calidad.

Los efectos del calentamiento global impactan en el día a día de todos y cada uno de nosotros y no solo en el vino, créame. No solo es el calor, también es por como la reducción de producción agrícola por la falta de lluvias encarece el precio de los alimentos frescos, poniendo en riesgo el sector primario. Un pilar económico para muchas regiones que, si no tomamos medidas, estará en riesgo y con él imprescindibles puestos de trabajo.

Hay empresarios en España que ya hacen de la necesidad virtud y aplican soluciones como las cubiertas vegetales y cambios en el manejo de los suelos. Porque estos pueden contribuir a disminuir la radiación de calor. También se pueden introducir cambios en sistemas de poda, recuperando prácticas tradicionales o variedades de uva autóctona prefiloxérica o modificando, siempre que sea posible, la ubicación de los viñedos.

A nadie se le puede escapar que estas zonas agrícolas se encuentran en la mal llamada España vacía, un territorio donde pasan muchas cosas y donde deberían pasar todavía más. La adaptación a los efectos climáticos no solo garantizan la supervivencia del sector vinícola, también ofrecen oportunidades para llevar familias de los núcleos urbanos a los pueblos. Trabajos directa o indirectamente involucrados en la producción del vino y que en muchos casos son de alta calificación.

Dejando de lado el negacionismo, pero también el catastrofismo climático, la conclusión evidente es que la única solución es adaptarse o morir y a todos nos interesa que viva el vino.

*** Pere Jurado es director de Legados.