Melbourne

La liberación debe ser algo parecido a esto. Haciendo la señal de la cruz arrodillada sobre la pista central del Abierto de Australia, Mirjana Lucic-Baroni celebró llorando su pase a las semifinales del primer Grand Slam de la temporada (6-4, 3-6 y 6-4 a Karolina Pliskova), las segundas de su carrera después de llegar por primera vez a esa ronda en Wimbledon 1999 y desaparecer del mapa durante casi una década. A los 34 años, la croata se colocó de nuevo en posición de asaltar la final de un grande (se medirá a Serena Williams, vencedora 6-2 y 6-3 de la británica Konta) y abrió un interrogante para muchos de los que acaban de llegar y no saben de qué va la película, algo completamente lógico. ¿Qué ha sucedido para que hayan transcurrido 18 años entre su primera semifinal de Grand Slam y la segunda?

“Un día contaré una larga historia sobre lo que me pasó”, acertó a decir Lucic-Baroni sobre la pista, rota por la emoción. “Lo único que puedo decir es que Dios es bueno”, prosiguió la croata, que en el último descanso del encuentro, justo antes de sacar por la victoria, cogió un rosario de su bolsa, se colgó del cuelo y lo enrolló en uno de los tirantes de su camiseta rosa mientras lo besaba. “Esto es lo que he estado soñando, por lo que he entrenado. Tengo 34 años y estoy felizmente casada, Podría estar en mi casa disfrutando de mi familia, pero en el fondo de mi alma sabía que podía conseguir estos resultados. Estar aquí y vivir estos momentos es algo increíble”, celebró. “Nadie en este mundo pensó que yo podría volver a unas semifinales de Grand Slam”.

Esta es la historia de cómo unas lágrimas afiladas se transformaron en otras bien dulces. En 1982, Marinko Lucic se encontró con una niña bendecida para hacer grandes cosas con la raqueta, porque hay veces que eso viene desde la cuna aunque luego haya que gastar muchas horas de trabajo para darle forma. Sin tiempo que perder, el decatlela olímpico se puso manos a la obra y comenzó a entrenar a su hija, que saltó todos los plazos lógicos en la etapa de crecimiento de cualquier jugadora, confirmando un caso de precocidad evidente y destapándose como integrante destacada de una generación liderada por Martina Hingis y Venus Williams, casi nada.

En 1998, con 15 años, Lucic-Baronic estaba firmando un debut colosal en el Abierto de Australia, venciendo a Rennae Stubbs y anunciando que en ella había jugadora para rato. El título que consiguió en el cuadro de dobles del primer grande del calendario con Hingis esa misma temporada subrayó lo que muchos se imaginaban: esa tenista estaba destinada a marcar una época. La ascensión de la croata fue meteórica. Un curso después de presentarse al mundo y llegar a ser la número 32, Lucic-Baroni alcanzó a las semifinales en Wimbledon, eliminando por el camino a Monica Seles (tercera ronda) o Nathalie Tauziat (cuartos) antes de caer con Steffi Graf. En ese momento, sin embargo, su cuenta atrás ya estaba en marcha.

"La gente piensa que sabe mucho de mi historia, pero en realidad no tienen ni idea", aseguró Lucic-Baroni, que acabó el partido ante Pliskova con el muslo izquierdo aparatosamente vendado, con el temor de no saber si podría terminar el partido. "Un día, cuando tenga ganas de hablar de ello, lo haré. Ahora mismo no es ese día, pero la gente cree que lo saben y no tienen idea”, insistió la croata, que estrenará su mejor ranking el próximo lunes aunque caiga en semifinales (subirá 50 posiciones, del número 79 al 29). “Muchas veces, escucho que el motivo eran lesiones y cosas parecidas. Y no, esos no eran los problemas en absoluto”, reiteró. “Me irrita cuando se asumen ese tipo de explicaciones y se escribe sobre ello, mucho de ello es especulación”, continuó. “Quiero guardar eso para mí sin decir nada a nadie. Y quiero ser conocida como una luchadora increíble, una persona que perseveró contra todo”.

Marinko, su padre y entrenador, había educado a su hija pegándole, utilizando con ella la violencia física y moral, abusando con una mano demasiado larga y con palabras afiladas que una niña tienen el efecto de una bomba en un ascensor. Así, Lucic-Baroni creció a golpes y soportó el trauma sin desmoronarse hasta que su madre Anjelka tomó la decisión de abandonar Croacia, llevarse a sus cuatro hijos a Estados Unidos y pedir una orden de alejamiento para Marinko, que nunca reconoció haberse propasado. El final de la violencia también supuso el frenazo a la progresión de Lucic-Baroni porque el exilio llegó acompañado de una crisis personal y financiera (Marinko se quedó con el dinero de muchos de sus premios) que inevitablemente acabó afectando a su juego.

La croata siguió jugando a trompicones hasta diluirse. De 2003 a 2010, no apareció por ningún torneo del Grand Slam (y solo por seis pruebas del circuito entre 2004 y 2007). En consecuencia, Lucic-Baroni se hundió y tocó fondo. IMG, por aquel entonces su agencia de representación, emprendió una lucha legal cuando sus resultados se derrumbaron, un proceso que sigue abierto. Sin apoyo y sin dinero, la croata se lanzó una escalada imposible, con la perseverancia como única cuerda.

Así, empezó de nuevo jugando en las cloacas del circuito, cobrando 55 dólares por victoria en torneos donde los jueces de silla y los recogepelotas no existen. Volvió a disputar un Grand Slam en el Abierto de Australia 2010 y levantó el vuelo en el Abierto de los Estados Unidos de 2014, regresando al top-100. Fue un proceso lento y duro. Mañana, sin embargo, Lucic-Baroni tendrá la recompensa a esos días en el infierno: se disputará el pase a la final del Abierto de Australia con Serena. Es increíble, pero también posible: las lágrimas de Lucic-Baroni ya no duelen. A veces, el deporte tiene historias maravillosas.

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