El 2 de febrero de 1997 Ole Einar Bjoerndalen consiguió un bronce en los 12,5 km. de persecución de los campeonatos del mundo de Orsblie (Eslovaquia). Veinte años y diez días después, el biatleta ha calcado su primera hazaña y añadido un capítulo más a una leyenda interminable. Con 43 primaveras -una edad en la que la mayoría de sus colegas llevan retirados un decenio de un deporte que los exprime física y mentalmente- el rey del biatlón ha conseguido su 45ª medalla en unos mundiales. El deportista más laureado de los Juegos Olímpicos de invierno se niega a ceder el trono.

El noruego sigue rompiendo marcas y, aún más, el límite del asombro. Ya se consideró una proeza su victoria en la prueba de 10 km en Sochi, con la que los cronistas glosamos su broche de oro a una trayectoria sin igual. Tres años después la admiración por este deportista crece sin cesar: estamos ante un caso único de entrega desmedida a una vocación extenuante.

Para seguir entre los mejores, Bjoerndalen vive muchas semanas de la temporada en un centro de alto rendimiento con ruedas: su autobús con gimnasio, campo de tiro por infrarrojos y cinta rodante para instalar la bicicleta, los esquís de ruedas o para correr. Y, por supuesto, todas las comodidades para un deportista de élite. No importan las condiciones ni la altitud, él siempre dispone de las mejores instalaciones para conseguir lo que persigue.

En esencia, es un biatleta de otro tiempo. Su físico espigado es el propio de los grandes fondistas de finales del siglo XX (1,79 cm para 66 kilogramos), muy diferentes de los armarios con troncos de piragüistas que vemos hoy en día. Serio, educado, discreto, su supervivencia sería milagrosa de no ser por su minuciosidad. Ya no es el biatleta que se deslizaba más rápido que los esquiadores de fondo, pero nadie conoce como él cada rincón de la prueba.

Ole Einar Bjoerndalen.

Y es que en el biatlón cuenta todo. Desde el tiempo que tardas en disparar hasta el que empleas en bajar y subir la carabina a los hombros o el correcto funcionamiento del mecanismo de la carabina, el que ha privado a la checa Koukalova de su segunda medalla de oro. Precisamente, el único fallo de Bjoerndalen sucedió en el último campo de tiro cuando las gafas de sol, levantadas sobre la cabeza para poder apuntar, casi se le cayeron e interrumpieron su secuencia de disparo.

Pero así es este deporte tan popular en el centro y norte de Europa: que se vuelve endemoniadamente meticuloso para los participantes en las grandes citas. Con todos los focos sobre los biatletas, las pulsaciones se disparan, los nervios se convierten en traidores y las dianas se difuminan. Entonces, como si fuera lo que siempre tiene que ocurrir, y aunque no lo haya hecho en toda la temporada, Bjoerndalen aparece para subirse, 58 veces de momento, al podio de un mundial o de unos juegos olímpicos.

Este campeonato está siendo pródigo en curiosidades. El alemán Doll se proclamó campeón del mundo sin haber ganado en su carrera ni una sola prueba de la copa del mundo. El implacable Fourcade se fue a celebrar su medalla de oro al campo de tiro pues falló su último disparo. Menos agradable fue la de Emil Hegle Svendsen-también campeón olímpico y mundial- que se desplomó al cruzar la meta como suele ser habitual, pero que al no levantarse tuvo que ser atendido durante unos minutos que se hicieron eternos.

Y por último, Darya Domracheva, la reina de Sochi. ha vuelto a demostrar que competitividad y maternidad no están reñidas. Cuatro meses después del alumbramiento consiguió una inesperada medalla de plata, tan solo un par de horas antes de que su marido lograse la suya. A pesar de la concentración que se supone que mandan los cánones, el padre de su hija no renunció a ver la carrera de Darya. Pasó muchos nervios viéndola participar, pero su medalla le proporcionó una gran energía para conseguir la suya. Como declararía el rey Bjoerndalen, “ha sido un buen día para la familia”.