El rugby es la asignatura pendiente del deporte español. En los últimos años la presencia de nuestras selecciones entre las mejores ha sido una constante en las grandes competiciones. También en dos de los tres que alcanzan mayor resonancia a nivel global hemos sido campeones del mundo: el fútbol y el baloncesto. Sin embargo, no sólo no tenemos una selección competitiva de rugby a 15, sino que lo obviamos, algo incomprensible en un país que presume de estar a la cabeza del deporte mundial. Lo que muchos se están perdiendo.

La final de la Copa del Mundo fue un homenaje al rugby desde sus prolegómenos hasta la ceremonia del podio, envuelta en esa atmósfera tan solemne como cercana con la que los ingleses ambientan los eventos que organizan y transmiten. El comienzo del partido fue una lucha titánica en pos de la iniciativa. Al cabo de la media hora, Nueva Zelanda se adueñó del campo de batalla hasta lograr un 21-3 que parecía definitivo. Justo en los mejores momentos de los All Blacks, el árbitro llamó al orden al neozelandés Ben Smith. La sentencia fue dura. Mientras comenzaba a sacar la tarjeta amarilla el juez motivó su veredicto: “Ha levantado usted las piernas del contrario placado por encima de sus hombros. ¿De acuerdo?”. El jugador, sin pestañear, aceptó la sanción que le enviaba 10 minutos al banquillo de los penitentes: “Ok”, contestó educadamente. Y se sentó sin ni siquiera un gesto de contrariedad.

Australia aprovechó este momento de inferioridad de unos All Blacks despistados para ensayar dos veces y llevar la emoción al encuentro (21-17) con diez minutos por delante. Entonces emergió el Hombre del Partido, Dan Carter, el máximo anotador de la historia, pero para mí el jugador que hace un año, estando tocado, aguantó un diluvio en la banda de Twickenham para servir como aguador al resto de sus compañeros.

Terminado el choque, en el césped, unos se abrazaban para consolarse y otros para celebrar su triunfo de forma comedida. En especial, el capitán Richie McCaw, el coloso de Oamaru. El hombre más atractivo del país para las neozelandesas, un tipo capaz de rechazar la invitación de la familia real inglesa para la boda del príncipe William con Catherine Middleton porque tenía que preparar la temporada que se avecinaba y distinguido por el Daily Mail como uno de los iconos deportivos globales junto a Muhammad Alí, Federer, Ayrton Senna, Tiger Woods y Sebastian Coe, recibió la copa Webb Ellis con los mismos gestos de alegría con los que Del Bosque celebró el gol de Iniesta. Al fin y al cabo, como reconoció el entrenador de nuestros antípodas, Steve Hansen, “sólo somos gente normal que juega bastante bien al rugby”. Igualito que el cada vez menos “Special One”.

La otra gran noticia del fin de semana ha sido Rafael Nadal. Está de nuevo de vuelta. El balear está reestructurando su juego y su cabeza en una superficie que siempre le ha provocado reacciones alérgicas, lo que todavía otorga más mérito a su mejora. En más de una ocasión Nadal ha reconocido ser una persona vacilante e indecisa a la que, con frecuencia, también le asaltan las dudas en la pista. De repente, sin saber muy bien cómo, entre sus titubeos emerge la fuerza de su determinación para alumbrarlo hasta la victoria. Nadal ha estado en la oscuridad casi una temporada, pero su voluntad de volver a ser el que fue y la humildad de colocarse en el papel de un tenista perdedor le están iluminando. Este domingo puso en juego gran parte del código que le ha llevado a conquistar 14 grandes y a punto estuvo de ganar a Federer, que jugaba bajo techo y en su casa. Una vez más, Nadal está muy cerca de la victoria cuando parecía imposible. Suerte, maestro.