Pongamos que hablamos de un día cualquiera. Amanece a la orilla del Manzanares, el Vicente Calderón duerme y alrededor del estadio, en las calles colindantes, huele a tostadas, churros y café. Unos piden un cortado, otros uno con leche… Cada uno a lo suyo. Los camareros sonríen detrás de la barra. No paran, pero tampoco tienen mucho jaleo. Paseo de los Melancólicos, Virgen del Puerto, Calle de Toledo… Todas acumulan bares, clientes y una ubicación privilegiada. El templo rojiblanco les da largas jornadas de fiesta y el río les ofrece gente con hambre: runners que aparecen juntos a tomar unas tapas tras rodar unos kilómetros, ciclistas que aparcan la bicicleta tras una jornada en la Casa de Campo… Se respira tranquilidad. El barrio está vivo, pero no agobia. Da margen para la amabilidad y escucha el runrún de conversaciones anónimas entre transeúntes de paso y vecinos de toda la vida.



Pongamos ahora que hablamos de un día excepcional. Se acerca la hora de comer, el Vicente Calderón se despereza y juega el Atlético de Madrid a la hora de la siesta. Horas antes, el barrio es otro. No hay runners ni ciclistas. Ambos se han extinguido. En su lugar, por el Paseo de Acacias, Pontones o Alejandro Dumas bajan tropeles de aficionados. Unos paran y piden. “Dos cervezas por aquí”, “cuatro por allá”, “una ración de calamares para la mesa siete”… Otros, simplemente, acuden al ‘chino’. Cargan un ‘mini’ de ‘kali’ o de ‘birra’, un cubata u otra cosa, y siguen su ruta. A su camino, se escucha el tintineo de las monedas al pasar por caja, la prisa de quien sirve mesas y la paciencia del cliente que espera. Huele a raciones de oreja, patatas bravas y croquetas. No hay respiro. Son solo cuatro o cinco horas de intenso trabajo. Los camareros no hablan; dan la bienvenida, escuchan y acatan órdenes. Les merece la pena.



Esas son las dos imágenes de Arganzuela, barrio que acoge el Vicente Calderón. Por un lado, la de una zona residencial que ofrece paz en el día a día; por otro, la de un distrito convertido en parque temático del fútbol los fines de semana. Dos realidades cuyo divorcio firmará esta semana el Atlético de Madrid con la final de Copa del Rey y el final de leyenda que ha preparado el club (28 de mayo). Ese será el epílogo, pero no el final. El estadio del Manzanares caerá, pero otros muchos seguirán arraigados a la zona. Algunos, como los bares, con algunos interrogantes por resolver. Conscientes de que la falta de fútbol no les traerá la muerte, pero sí les quitará un pellizco.

Los aficionados rojiblancos disfrutan de una cerveza antes del partido. Jorge Barreno EL ESPAÑOL



Junto con el Atlético sólo se trasladará otro bar al Wanda Metropolitano: el Doblete. Ellos tendrán su local cerca del nuevo estadio. El resto tendrán que adaptarse a las nuevas circunstancias en Arganzuela. En el bar Dakota, por ejemplo, reconocen, en conversación con EL ESPAÑOL, que “les va a afectar mucho”. María, desde detrás de la barra, no titubea: “Hay veces que duplicamos la caja. Depende de la hora a la que sea el partido, pero sí que se va a notar. En un día normal trabajamos tres personas y una a media jornada. Cuando juega el Atleti estamos cuatro”.



La visión del bar Dakota la comparten otros muchos. La Sidrería, en la calle Toledo, asume que “suelen tener a uno o dos camareros extras cuando juega el Atlético”. Por lo tanto, lo que puede ocurrir es que “no vengan cuando el equipo se traslade”. Por lo demás, piensa que “sobrevivirán”. Esa es su opinión y la de La esquina del Calderón, que lleva 15 años acogiendo hinchas del Atleti. Hura, camarera del bar también reconoce que “les afectará”. “Somos seis o siete en plantilla y cuando hay partido venimos todos los trabajadores. Estamos a tope y con clientes que ya son habituales”, concluye.



Esa es la realidad de unos, los que creen que les afectará. Otros, sin embargo, piensan que no será para tanto. Es la opinión, por ejemplo, de El Rincón del Bierzo. Blanco, su dueño, hace los cálculos y no cree que vaya a ser tan grave. “El fútbol mueve mucho y nos afectará, pero no tanto como se cree. Sobreviviremos. Al final, como mucho, cualquier año, llegas a hacer 29 partidos y nosotros tenemos que comer los 365 días al año. Aquí viene mucha gente a tomar el menú del día y tenemos mucho tránsito de gente. Afecta más a los que están cerca del estadio”, finaliza.



Esos son los que hablan. Otros callan. El Parador o la cafetería Dumas, ambas situadas al lado del estadio, no reciben a periodistas. No quieren. "Están cansados", dicen a este periódico. Y como ellos, muchos más. Algunos, simplemente, ríen de forma irónica al ser preguntados. Y es normal. Pese a la opinión generalizada, no piensan que sea un drama. No es la primera vez que les cambian el barrio. Durante mucho tiempo tuvieron al lado la fábrica de Mahou, con lo que eso suponía: cantidades ingentes de trabajadores que acudían a comer a los bares de la zona. Y también tuvieron unas obras en el río Manzanares. Todos -o la mayoría- sobrevivieron. Y tan tranquilos.



Esa es la historia de un barrio que se ha organizado en torno a lo que pasaba en el Vicente Calderón. Han sido 51 años de lágrimas, alegrías y borracheras compartidas. Cañas, tapas, y debates futboleros a los que le quedan dos partidos del Atlético -más la Copa-. Algunos, incluso, allí conocieron a su mujer apegados a una barra. Después tocará divorciarse de la festividad de los fines de semana, del jolgorio de los días de partido y la comunión entre aficiones. Dará pena. Mientras tanto, queda por echar un último trago. Casi siempre el mejor. Al fin y al cabo, como escribió Julian Barnes, “en la vida, cada final sólo es el principio de otra historia”. Puede que igual (o más) bonita que la anterior.

Los aficionados del Atlético beben antes de entrar en el Calderón. Jorge Barreno EL ESPAÑOL

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