No se puede acudir a una final de Champions a no darlo todo. No, eso no puede ser. De hecho, no fue. El Madrid llegó a Cardiff, sufrió durante la primera parte y se alzó al cielo de la inmortalidad en la segunda mitad sin escatimar en esfuerzos frente a la Juventus (1-4). Y, por supuesto, se aplicó el cuento en la fiesta de celebración. Al fin y al cabo, uno no puede salir a festejar con una botella de agua y mirando el reloj. No, eso tampoco puede ser. Al menos, en el Madrid. El equipo de Zidane celebró como gana, a lo grande. Por las calles de la capital, se bañó en el champán de la victoria, caminó entre los brazos de una afición campeona de Europa y acabó en su templo, rodeado por más de 80.000 acólitos del triunfo y esquivando puñaladas al rival sobre el césped, pero celebrando las de la grada. A saber, “Piqué, cabrón, saluda al campeón”. Si algo funciona, para qué cambiarlo. 

La hazaña bien merecía una celebración como la descrita. El Madrid, por primera vez en 59 años, se hizo con un doblete (Liga y Copa de Europa), se alzó como el primer equipo de la historia que gana la Champions League dos años consecutivos en su actual formato y, sobre todo, deslumbró a un continente que lo mira con admiración -por sus logros- y con miedo -por lo que puede estar por venir-. Eso es este Madrid, un equipo sin mesura en sus acciones. Si juega, lo hace para ganar; y si sale de fiesta, lo hace para acabar a las 6 de mañana delante de 80.000 personas que cantan eso de “¡cómo no te voy a querer!”. Y, la verdad, con semejante palmarés, es complicado que cualquiera que se precie de ser madridista no acabe enamorado de un equipo que viste de blanco impoluto, pero golpea con el oficio del que se las sabe todas.



La grandeza de este Madrid es que ha convertido los triunfos en rutina y las fiestas en repetitivas cantinelas de domingo. Así fue una vez más. Semanas después de visitar la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento para celebrar la Liga, volvió por los mismos fueros con las aceras pidiendo espacio para acoger a más gente. Vio primero a Cristina Cifuentes, a la que hizo entrega de una camiseta con el ‘1’ y otra con el ‘12’. Y, además, la hizo feliz. “Estoy orgullosa de ser de este equipo”, reconoció delante de Sergio Ramos y Florentino Pérez.



Concluida su visita a la Comunidad, puso rumbo al Ayuntamiento, donde les esperó Carmena con el mismo regalo que les hizo cuando ganaron la Liga: una medalla de chocolate. “Ya que os dio suerte entonces, he decidido que os voy a volver a entregar otra vez el mismo regalo”, sentenció la alcaldesa. En fin, gente feliz y con una sonrisa; la parte institucional, que ocupó la primera parte del recorrido antes de los fuegos de artificio. 



Visitadas las instituciones, el Real Madrid se dirigió hacia ese lugar donde siempre aparece como si de un ser mitológico se tratara. Llegó a la Cibeles, saludó al ‘Pulpo’ -así se llama el DJ que ponía música a la fiesta- y le ofreció la Champions a su Diosa, a esa Cibeles a la que el tiempo no nubla su cara de felicidad ni su sonrisa bobalicona tras cada título. Ella y el Madrid se juraron amor eterno hace tiempo. Qué se le va a hacer. Allí, sin embargo, no hubo palabras, como sí las hubo cuando ganó la Liga. El Madrid las dejó para después.



Pero el punto álgido de la fiesta fue a eso de las 22:30 horas. Entonces, ante un Bernabéu enfervorecido, el Madrid puso fin a su trayecto. Allí, Miki Nadal, maestro de ceremonias, dejó paso a un vídeo que mostró los goles de la duodécima Copa de Europa primero, y después repasó las glorias presentes y pasadas del club de Chamartín. Y a partir de ahí, la locura. Los jugadores, uno a uno, fueron haciendo su aparición sobre el césped. “No sólo hay que querer aspirar a los títulos, sino que hay que estar convencidos para conseguirlos. Nosotros hemos hecho un doblete maravilloso. Hay que valorarlo”, sentenció el capitán. Y así lo entendió el Bernabéu, que apagó sus luces en la noche de una temporada histórica, pero no pierde el brillo de aguardar la leyenda de un equipo legendario para la posteridad.