Hace pocas fechas sostuve en este espacio que mi Real Madrid de baloncesto había conseguido la Copa del Rey merced a los fallos arbitrales, de forma que estoy libre de sospecha. Esta vez, toca hablar de lo ocurrido en la Champions League. Por supuesto que el Camp Nou fue el entorno que requería la ocasión y el Barça se entregó con pasión a una labor imposible: remontar los cuatro goles marcados por el PSG en la ida (4-0), aunque sin llegar a alcanzar la sublimidad necesaria. Pero no importó. Aytekin hizo de Messi y el equipo de Luis Enrique se hizo con la clasificación tras el (6-1).



Sin embargo, lo que sucedió en el partido no ha sido lo que me ha incitado a escribir, sino la nula reacción del sistema ante los desatinos trascendentales de un árbitro. Un asunto de este calado -la decisión de una eliminatoria de la Champions- es absorbido por la decrépita clase dominante sin pestañear. La UEFA no ha perdido perdón al PSG -como hace la NBA cuando sus árbitros se equivocan gravemente-, ni siquiera -lo más indignante desde mi punto de vista-, se ha abierto el debate de la necesidad de cambiar de una vez por todas el modelo arbitral. La UEFA se lava las manos mientras su pasividad sentencia a muerte a la justicia.



En la propia naturaleza del deporte late la búsqueda de la justicia: que gane el mejor. En el cumplimiento de este principio la mayoría de las disciplinas han terminado por eliminar la subjetividad de las decisiones arbitrales con los medios técnicos a su alcance. Hoy, el tenis, el atletismo, el ciclismo, el rugby, el fútbol americano, el baloncesto y tantos otros deportes son más justos porque las cámaras son inapelables.



Sin embargo, a la élite dominante del fútbol no le parece gustar esta tendencia. Tamaña resistencia ante el peso de la realidad solo puede tener una respuesta: a más tecnología, menos mangoneo. Porque a los que alegan el azar de las decisiones arbitrales como un elemento natural del fútbol, les digo que me pongan algún ejemplo de una selección menor que haya sido clasificada con una mano clamorosa como la de Thierry Henry, que dejó fuera a Irlanda del Mundial que ganó España. O si a Alemania o a Brasil les han echado de dos Mundiales como hicieron sucesivamente con la URSS en 1982 y 1986.



Ya puestos, que me digan si a uno de los grandes clubs (Madrid, Bayern, Manchester, Barcelona...) lo han despedido de Europa como el otro día al PSG, salvo que haya sido a favor de otro de su clase. Aunque no tenemos que ir tan lejos. En la Liga española, cada jornada contemplamos trato de favor, bien para los blancos, bien para los azulgrana, con el consecuente cruce de artículos, columnas y comentarios de tertulia a favor de quien esté cada cual alineado.



Porque esta es otra característica del entramado futbolístico: que los medios se han convertido en parte interesada del negocio. Así, dios del euro mediante, se excitan las pasiones más tribales y, en ocasiones más maleables de la condición humana, a través de opiniones desmedidas que ni siquiera se creen quienes las emiten. Pero qué más da. Que crezca el circo que cuantos más seamos más negocio para todos. Y qué más da que el actor que más desapercibido habría de pasar sea el protagonista que decida la eliminatoria. Hasta los progres -que tanto abundan en este país y que también existen en el periodismo deportivo- defienden lo ocurrido porque el árbitro es una figura intocable y si cuentas lo que ocurrió te convierten en un madridista visceral al que solo mueve la envidia. Ellos sí que son blancos, sepulcros incapaces de percibir que con su actitud perpetúan un atropello tras otro.



En fin, que con este tinglado, todos contentos. Las federaciones, las ligas, los grupos de comunicación y los equipos poderosos. Más negocio, más dinero para todos. Aunque claro -el resto no hace sino acoplarse a una situación que les ofrece ventajas de continuo-, los principales responsables de que el deporte sucumba ante los intereses son quienes manejan los hilos de la decisiones, las federaciones. Cinco años después de la mano de Henry, el presidente ejecutivo de la Federación Irlandesa de Fútbol (FAI), John Delaney, aseguró que la asociación que preside recibió cinco millones de euros de la FIFA para que no emprendiera acciones legales. "La FIFA no quiere a Irlanda en un Mundial", resumió por aquel entonces Robbie Keane, el histórico capitán que aglutinó el pesar de la hinchada irlandesa.



Por supuesto que los árbitros en su mayoría son honrados, pero humanos, vulnerables ante la multitud de presiones que reciben desde todos los ámbitos, empezando por el suyo. Y, por supuesto que los grandes equipos nacionales y de club son merecedores de gran parte de sus victorias y de sus títulos. Por eso, cada vez me parece más despreciable un sistema que anula las pocas opciones de los débiles y que se aleja de los principios del deporte sin que tampoco parezca importar demasiado a nadie. Menos a los aficionados irlandeses, que, como tantos otros, todavía recuerdan la afrenta.