Cuando la famosa cantante de ópera Pauline Viardot-García se percató de su ocaso improrrogable, incrementó su proverbial exigencia económica para cerrar los contratos previos a a su adiós. Sabedora de que su voz se consumía, pretendió obtener el máximo rendimiento a una carrera de esfuerzos que declinaba sin enmienda posible. A los jugadores de cualquier modalidad deportiva les ocurre lo mismo: su tiempo se evapora para no volver.

Sin embargo, lo que realmente los coloca en situación de desigualdad negociadora es que esta dimensión -el tiempo- afecta de forma diferente a la otra parte contratante. Los jugadores pasan y los clubs permanecen, y a lo máximo que pueden aspirar es a marcar una época dentro de la institución. Pero la misma continuará, u otra nueva llegará, sin el concurso de quienes no pueden más, con la crueldad añadida de que su declive corre parejo con su momento de mayor pericia profesional.

Sin duda alguna, Sergio Ramos se mueve cerca de los párrafos escritos, con la renovación pendiente y con ciertos años de fútbol por delante. Hace bien en exigir su cantidad y el club en no darla, aunque el asunto de la duración del contrato creo que carece de lógica. La costumbre del club blanco data de tiempos en los que un deportista de treinta años estaba marcado por la decadencia a la que su tiempo le condenaba.

Ha llovido mucho desde entonces en favor de los deportistas. En concreto, de un decenio a esta parte, las condiciones de juego, entrenamiento, rehabilitación, alimentación, suplementación, cirugía y aún más, han evolucionado tanto que lo normal es que un deportista de más de treinta años sea joven. Y fíjense, que mucho antes de esta revolución, Linford Christie fue campeón olímpico de los 100 metros en Barcelona con 32 años y Carlos Lopes hizo lo propio en la maratón de Los Ángeles-84 con casi 38.

Por ello, si lo que está en cuestión es el mantenimiento de las facultades físicas, es erróneo juzgar a todos por igual, pues los avances de las ciencias de la actividad física, la biología y la fisiología -entre otras- permiten medir la capacidad de cada cual, dependiente de su genética en los primeros años y de su dedicación conforme van transcurriendo. Y si también es cierto que cuanto mayor es el jugador, más largas son las recuperaciones, también lo es que los experimentados en forma dan un rendimiento insuperable. Así, los riesgos se equilibran.

Por otro lado, cuando uno habla de leyendas, Sergio Ramos se ha ganado tal condición. Y uno se pregunta si el trato que merece del club no debe ser diferente del que concede a aquéllos cuya relevancia ha sido menor. La esencia de la igualdad no es tratar a todos por igual, sino a cada uno en función de sus méritos. No existe discriminación cuando la solución a un asunto es desigual por ser las situaciones diferentes, pero sí cuando sucede lo contrario.

Ahora bien, aunque uno esté cargado de razones -con las que se pueda estar de acuerdo o no- no debe perder el cauce de las formas. Hacer de cada renovación un culebrón de segundo orden no alimenta su legitimidad, sino que empaña su biografía. En las formas está implícito el respeto. Las togas de los letrados para revestir de solemnidad el juicio -una prenda escénica que ya utilizaban en blanco los senadores romanos - y el uniforme del Rey Felipe VI para expresar lo semejante en la Pascua Militar.

Esta y otras muchas formalidades jalonan nuestra vida pública para reconocer la importancia y tradición del acto concreto, para honrar a los que nos precedieron y enseñar el camino a los que vienen. Para dictar un ejemplo de disciplina y acatamiento de un orden que gobierna nuestras vidas.

Por ello, cada vez que expira el contrato de Ramos y comienzan los rumores en los medios, las volteretas en las redes y la generación de inquietudes en los socios, siento que algo chirría en el proceder de un jugador que lo da todo en el campo y que mantiene un pulso fuera de contexto con un club cuyos seguidores y dirigentes merecen un trato más delicado. Es decir, más respetuoso. Por más razones de fondo que tenga.