Los días previos a una nueva final decepcionante han sido de pérdidas para el deporte. Trágica ha sido la del ex ciclista profesional David Cañada, que murió a los 41 años en un accidente sufrido en una marcha cicloturista. El infortunio marcó la vida de este luchador infatigable que durante su carrera profesional tuvo que ser intervenido para superar una enfermedad cardíaca y un cáncer de piel.

También murió a los 84 años Arturo Pomar, que asombrara al mundo del ajedrez por una precocidad que le llevó con doce años a hacer tablas con el campeón del mundo, Alexánder Aliojin (Alekhine, según se le transcribió durante años). El niño prodigio fue uno de los deportistas más famosos de la posguerra merced al uso propagandístico del que fue objeto por parte de un régimen que, sin embargo, no le contraprestó con ningún tipo de ayuda que le permitiera desarrollar su inmenso talento.

Otras pérdidas, por fortuna, han sido sólo deportivas. Los dos tenistas que marcaron el pasado decenio, Federer y Nadal, han tenido que renunciar a ganar Roland Garros por sendas lesiones. Un nuevo contratiempo para el mallorquín, que parecía acariciar su mejor nivel, y un interrogante con fundamento acerca del futuro del suizo entre los mejores, que ya encadena meses de inactividad con cerca de 35 años.

Quien según Miki Oca tampoco se encuentra en su mejor momento es Jennifer Pareja, que se perderá los Juegos de Río. El seleccionador se ha esforzado en argumentar su decisión, aunque han sonado demasiados tópicos en sus palabras. Máxime teniendo en cuenta que la jugadora era parte del equipo que acababa de participar en el Preolímpico. De nuevo, una de las cuestiones más peliagudas del deporte, el augurio y la gestión de la decadencia de los protagonistas, está encima de la mesa. Y no es fácil acertar: en situaciones como las de nuestra extraordinaria waterpolista podemos encontrar muchos casos de entierros prematuros.

Fernando Torres deprimido tras la final de Champions. Carl Recine Reuters

Y continuando con las pérdidas, Raúl López, probablemente el jugador más brillante que ha dado el baloncesto español, dejó las canchas para siempre tras una excepcional carrera que pudo haberlo sido más. Rápido como el rayo, habilidoso como nadie y pasador clarividente, las lesiones fueron la cruz de un base que hizo lo que distingue a los más grandes: hacer lo que nadie había hecho antes. De su inteligencia y humildad habla una de las frases que pronunció en su despedida oficial: "La gente me para en Bilbao para darme las gracias, cuando yo tendría que dárselas a ellos”.

El año puede traer numerosas retiradas de renombre en el baloncesto. A la ya conocida de Kobe Bryant, hay que añadir la que habrá sido la última temporada del mejor equipo de los últimos tiempos en la NBA: San Antonio Spurs. Una franquicia que no ha gozado de la repercusión que merecía por la excelencia de su juego, quizá por estar alejada de un gran mercado como Los Ángeles, Boston o Nueva York o quizá porque sus estrellas son gente normal y, además, extranjeros. Y un equipo al que se le ha aplicado ese otro tópico que también ha sobrevolado la final de Milán. La NBA le debe otro anillo a San Antonio y el fútbol le debe una Champions al Atlético de Madrid.

Después de la final del sábado, me inclino más por pensar que lo que debe el fútbol es un cambio para que las finales no resulten un pestiño a los que no somos fanáticos. Otro partido insulso que merecieron perder los dos. El Madrid, por seguir aferrado a la rácana costumbre adquirida en las eliminatorias de esta edición de la Liga de Campeones de meter un gol y echarse atrás. Y el Atleti por sucumbir a ese impulso de hacer lo mismo y que no termina de erradicar. Demasiado aferrado a un estilo que parece ser suficiente para llegar a la final, pero no para ganarla.

Así que no creo que el fútbol le deba nada al Atleti. Es el Atleti el que se lo debe a sí mismo. Lo que hace es encomiable, magnífico y hasta sorprendente. El único club que con regularidad ha sido capaz de discutir la hegemonía de los grandes en Europa desde que el dinero marca tanto el devenir del balompié. Y su afición es la mejor. Pero tanta determinación en el trabajo y en el orden necesita un aderezo de arrojo. La victoria es de los valientes, de los Nibali que atacan aunque desfallezcan, que no ganan siempre, pero nunca terminan derrotados por su propia indecisión. Ésa era la causa de la decepción enorme que mostraba Simeone al final del partido. Nunca hemos estado tan cerca. Quizá nunca volveremos a estar tan cerca.