En nuestra finitud esencial, la actividad de los legendarios también concluye. Pero para compensar la pérdida, la leyenda subsiste aún más vigorosa. Su energía continúa con la forja de detalles perdidos, de circunstancias minusvaloradas, hasta construir una integridad más acorde con los méritos del protagonista eximio. Hoy vengo a hablarles de Felipe Reyes, un volcán de fuerza y voluntad.

Los grandes jugadores dejan el recuerdo de detalle propios, inalcanzables hasta ese momento y para el resto. El gancho de Luyk, la bomba de Navarro, la sutil versatilidad de Pau Gasol. Felipe cimentó su leyenda sobre su intuición para capturar rebotes. Si los españoles nos aburríamos con las contrarrelojes hasta que llegó Induráin, tampoco prestábamos demasiada atención a la suerte del rebote hasta que llegó Felipe: él la sublimó para convertirla en un foco de atención permanente.

Como para el puñado de compañeros de generación, su historia comenzó en Lisboa, en aquel verano del 99. La consecución del campeonato del mundo por parte de unos atrevidos y talentosos jovenzuelos llamó tanto la atención que un pacto tácito se abrió camino en el baloncesto patrio: había que dar salida a tanta clase.

Los primeros compases del ala-pívot en el Estudiantes fueron tan titubeantes como prometedores. Capturaba rebotes sin parar, lanzaba a uno y otro lado del aro sin acertar y muchas veces sus piernas fallaban como las patas a un mamífero recién nacido. No obstante, en aquel bullicio constante se percibía un espíritu diferente. Tanto, que con el andar de la temporada se fue desarrollando como un jugador duro, capaz, alguien en quien confiar.

Felipe Reyes, durante una presentación ACB Photo

A partir de ahí y con el salto al Real Madrid su progreso fue sorprendente e inesperado. Meteórico. Felipe Reyes se convirtió de forma paulatina pero incesante, en un jugador completo, capaz de jugar de espaldas y de tirar de fuera. Convirtió su mano de piedra en un guante infalible en los tiros cercanos. Y con la naturalidad del paso de las temporadas, cada vez tiró más lejos, hasta llegar a la línea de tres puntos.

Una metamorfosis que también discurrió por la vertiente anímica. Poco a poco, se transformó en uno de los referentes del Real Madrid y de la selección, en un jugador capaz de electrizar al resto por su entrega desmedida y su idoneidad para cerrar jugadas inverosímiles. Felipe ya era un buen interpretador del juego, amén de un experto defensor, especializado, además, en obtener los regalos de las faltas de ataque.

En definitiva, sin perder un ápice de su apetito reboteador, Felipe pulió su tosquedad para brillar como un diamante puro. Una joya en el parqué, un motivador proverbial, que con su vibrar conseguía que la grada y sus compañeros vibrasen con él. Un capitán que no daba un partido, ni siquiera un balón por perdido. Un capitán con los galones bien puestos.

Hasta siempre, querido Felipe, fiero en la cancha, amable, simpático y cordial en el trato. Ya no disfrutaremos más de tu juego, porque todo es finito. Aunque siempre nos quedará el consuelo del recuerdo, la memoria de los momentos que disfrutamos contigo, y las grabaciones para quien no se conforme con la emocionante evocación de su propia retentiva. Hasta siempre, capitán.