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El robo que conmocionó al Museo del Louvre este domingo no solo dejó un vacío incalculable en el patrimonio artístico francés, sino que ha servido para volver a conocer a una figura histórica singular: Eugenia de Montijo, emperatriz consorte de Francia y esposa de Napoleón III.

Varias de las joyas robadas pertenecieron originalmente a esta aristócrata española que, más allá de su papel en la corte, rompió todas las normas sociales de su época por su pasión por los deportes tradicionalmente considerados masculinos.

El atraco, ejecutado en apenas siete minutos, ha sido calificado por las autoridades francesas como el mayor perpetrado en el Louvre en los últimos cien años.

Cuatro ladrones profesionales ingresaron al museo disfrazados de operarios y, utilizando un montacargas, accedieron a la Galería de Apolo, donde se exhiben las joyas de la corona francesa.

Una vez dentro, destruyeron vitrinas reforzadas y se hicieron con nueve piezas de valor histórico y artístico incalculable.

Entre ellas, la corona, la tiara y varios broches que una vez adornaron a Eugenia de Montijo.

Imagen de archivo de Eugenia de Montijo.

Una aristócrata diferente

Nacida en Granada en 1826, Eugenia de Montijo desafió desde niña el rol reservado a las mujeres en el siglo XIX.

En lugar de bordar o tocar el piano, ella prefería montar a caballo, nadar y practicar esgrima.

Tal era su habilidad que "siempre prefería los deportes de chicos a las ocupaciones usuales de las niñas", según cronistas de la época.

A los ojos de la alta sociedad madrileña, su comportamiento era provocador e impropio para una dama, pero para ella era una muestra de libertad y carácter.

Galopando y fumando

Durante su juventud en Madrid, Eugenia no ocultaba su espíritu rebelde. Era habitual verla galopar a pelo por las calles, cigarrillo en mano y con trajes poco convencionales.

Esta imagen, impensable para una joven aristócrata, escandalizaba a la corte y fascinaba al pueblo.

Su transformación fue total tras una decepción amorosa con el Duque de Alba, quien prefirió casarse con su hermana mayor.

Aquella herida emocional la convirtió en una mujer audaz, dispuesta a romper con cualquier límite impuesto por la sociedad.

Vestimenta masculina y armas

Eugenia no solo practicaba deportes masculinos, sino que adoptaba la estética que los acompañaba.

Se dejaba ver con trajes de caza que imitaban la indumentaria de los hombres, e incluso llevaba ropa interior masculina para montar a caballo con mayor libertad.

A menudo, portaba un látigo de montar y un estilete, lo que añadía un aura de peligro a su figura.

En una sociedad donde las mujeres eran educadas para la obediencia y la delicadeza, ella se forjaba su propio camino a golpe de galope y acero.

Los trajes de baño

En el ámbito acuático tampoco pasaba desapercibida. Practicaba natación con bañadores provocadores, diseñados para resaltar su figura atlética, lo que chocaba frontalmente con la recatada moral del siglo XIX.

En lugar de esconderse tras pesadas telas, Eugenia lucía trajes que causaban revuelo en playas y piscinas, desafiando abiertamente la mirada masculina y los códigos de decoro.

La pasión taurina

Otra de sus grandes pasiones era la tauromaquia. Fiel asistente a las corridas en España, bordó con sus propias manos una capa para uno de los toreros que, según los rumores, fue su amante.

Lejos de esconderse en palcos nobles, se sentaba entre el público más entusiasta, luciendo trajes andaluces y acaparando todas las miradas.

Como emperatriz, no abandonó esta afición: en 1853 organizó corridas en ciudades francesas como Bayona, escandalizando a los sectores más conservadores del país vecino.

Retrato de Eugenia de Montijo

De la rebelión a la corte

Su historia dio un giro definitivo cuando, en 1853, contrajo matrimonio con Napoleón III y se convirtió en emperatriz de Francia.

Lejos de abandonar su esencia, trasladó sus pasiones a la corte. Fue entonces cuando desarrolló una afición por el patinaje sobre hielo, junto a su esposo.

Frecuentaban el club del Bois de Boulogne, donde organizaban fiestas exclusivas sobre la pista helada.

Aunque al principio no dominaba el hielo, no tardó en convertirse en la figura central de estos eventos, impulsada por su espíritu competitivo y su inagotable energía.

Las joyas robadas

Entre las piezas robadas en el Louvre destacan varias directamente ligadas a Eugenia: una diadema de perlas y diamantes fabricada en 1853, un gran broche de corpiño creado por su joyero personal François Kramer y una corona con esmeraldas diseñada en 1855.

Corona de la emperatriz María Eugenia de Montijo. Museo del Louvre

Esta última fue recuperada por la policía tras ser abandonada por los ladrones durante la huida, aunque sufrió daños considerables.

El resto de las joyas, entre ellas una tiara y un collar de zafiros que también pertenecieron a otras reinas como María Amelia y Hortensia, siguen desaparecidas.

Adelantada a su tiempo

Eugenia de Montijo no solo pasó a la historia como emperatriz consorte o mecenas de las artes, sino como una figura que desafió las normas de género en un mundo que no estaba preparado para ella.

Su carácter independiente, su rebeldía y su pasión por los deportes la convirtieron en una mujer fascinante que, más de un siglo después de su muerte, sigue dando que hablar.

Las joyas robadas no solo representan el lujo del Segundo Imperio francés, sino también el legado vibrante de una mujer que vivió según sus propias reglas, una pionera en la libertad femenina y la emancipación a través del cuerpo y el movimiento.

Hoy, la historia la recupera no solo por el valor de sus diamantes, sino por el brillo de su espíritu indomable.