Sylvia Plath tuvo siempre depresión, incluso en los años esos de la pubertad en los que nos empujan a ser felices: la suya no era una tristeza común, de intensidad adolescente, sino una dolencia psíquica que condicionaría irremediablemente su vida y su obra. Quizá cuando la autora fue más consciente de sí misma -y se planteó con severidad qué tipo de escritora quería ser- fue en el periodo en el que ingresó en la educación superior y planeó su primer intento de suicidio. En su diario escribió: “Creo que me gustaría llamarme ‘la chica que quería ser dios’”, y era cierto, porque estaba llena de ambiciones acerca de sí misma, porque experimentaba dentro un fuego creador, pero también se sentía derribada a veces por un feroz síndrome de la impostora.

Acababa de ganar una beca de 1.300 dólares y quería demostrar -sobre todo a sí misma- que se la merecía. Su mundo, a simple vista, no era tan diferente del de cualquier joven con ínfulas de intelectualismo: escribía para dos revistas, cuidaba niños en verano, sorteaba romances dolorosísimos y se preocupaba por avanzar en sus estudios. Pero Sylvia nunca fue como los demás, nunca, ni en el rizo suave de su cabello claro, ni en su clavícula marcada y sus vestidos blancos, ni en el gesto extraño, de sospecha, con el que desafiaba a las cámaras fotográficas.

Tenía veinte años y la racha no venía mala: había ganado un concurso de relatos, dotado con 500 dólares, vendía cuentos y poemas a diferentes publicaciones. Por eso se sintió confiada con su relato Mary Ventura y el noveno reino -que ahora se publica por primera vez en español, obra de Random House, tras ser rescatado entre los archivos de la autora por la crítica y académica Judith Glazer- pero fue rechazado por la revista Mademoiselle. Ahora sirve para seguir acercándonos al rompecabezas de una mujer inasible. Lo dice Mariana Enriquez en el epílogo de esta nueva edición: “Su figura va mutando: la escritora desgarrada entre la domesticidad idealizada de la época que le toco vivir y su propia personalidad oscura, algo salvaje; la pionera feminista, la enferma mental, la mujer destruida por un hombre tormentoso y cruel, la madre suicida, la víctima, la heroína, la abandonada”.

Una escritora-rompecabezas

Cómo aprehender a una creadora capaz de escribir poemas como Lady Lazarus:Morir / es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien”. O como Espejo: “Soy de plata y exacto. Sin prejuicios. / Y cuanto veo trago sin tardanza / tal y como es, intacto de amor u odio. / No soy cruel, solamente veraz: / ojo cuadrangular de un diosecillo”. O como Una vida: “El porvenir es una gaviota gris, charla / con voz felina de adioses, partida. / Edad y miedo, como enfermeras, la cuidan, / y un ahogado, quejándose del frío, se agazapa saliendo a la orilla”.

Por eso este cuento es fundamental, porque es previo a la Plath que conoció a Ted Hughes en Inglaterra, porque es básicamente previo al mito. Lo dice la crítica literaria Janet Malcom: “Una persona que muere a los treinta años, en pleno desconcierto de una separación, permanece fija para siempre en ese desconcierto”. Sí. Por eso hay que mirar con ecuanimidad y sin morbo a la hembra que existió antes, a la joven ya herida pero aún no rota que buscaba ferozmente su propia voz.

Esta obra es, como diría la escritora, “vagamente simbólica”: arranca cuando una joven llamada Mary -el nombre lo eligió Slvia por ser el de una amiga suya, a quien admiraba por su carácter “vital, una modelo de artista”- es obligada por sus padres a coger un tren. “Ya sabes cómo son los trenes. No esperan”, la azuza su progenitor. Y la madre le recuerda: “Todo el mundo ha de irse de casa alguna vez. Todo el mundo tiene que marcharse tarde o temprano”. Pero ella no está muy convencida. En el viaje se hace amiga de una extraña y enigmática mujer que acaba por advertirla de que ese viaje “es tan largo que prácticamente nadie lo hace dos veces”, que le cuenta que ella viaja ahí “desde que le alcanza la memoria” y que, ante los lujos del vagón, le subraya que “todo se paga al final”.

También le explica que los viajeros no suelen dar problemas al llegar a “su parada”, que “ni siquiera protestan” porque “lo aceptan y ya está”. “¿Qué aceptan?”, pregunta Mary, confusa, empezando a helarse de frío. “El destino”, le confiesa. “Los pasajeros están tan hastiados, tan apáticos, que ni siquiera les importa adónde van. No les importa hasta que llega la hora, en el noveno reino”. Pero cuando Mary intenta saber qué es eso tan espantoso que hay en el noveno reino, la mujer se niega a detallárselo: “Serás más feliz si no lo sabes (...) Cuando te acostumbras, el frío duele menos”. El paisaje va cambiando conforme avanza el cuento. Mary, también. La señora sigue dando pistas: “Una vez que llegas al noveno reino, no hay retorno posible. Es el reino de la negación, de la voluntad congelada. Tiene muchos nombres”. La tarde se vuelve roja. Es el símbolo de la amenaza.

Antes de su primer intento de suicidio

No desvelaremos el final -para qué tanto spoiler- pero la interpretación del cuento es sencilla: el viaje no es más que la vida, y la idea del noveno reino hace alusión a la muerte, o, mejor, al suicidio. Bajarse del tren es renunciar a la vida. Sin embargo, otras lecturas apuntan que “el noveno reino, al que todos van casi sin resistirse, puede ser, al contrario, el deseo de morir, el final hacia el que va la depresión cuando se descompensa”, reza el epílogo.

Lo que es obvio es que este cuento asfixiante, turbador y, no obstante, algo naif, ya siembra mucho de lo que Plath querría expresar después: ante todo, una pulsión de muerte. El cuento lo escribió en un momento espinoso: dejó su residencia por otra más incómoda, algunas de sus compañeras no volvieron al curso tras el verano y su novio, Dick, le anunció que tenía tuberculosis y que ella debía hacerse un chequeo para descartar el contagio. Ella tenía dudas acerca de su propia valía. En noviembre de 1952, escribió en su diario: “Tengo miedo. No soy sólida, sino hueca. Siento tras los ojos una torpe caverna, paralizada, un pozo infernal, una bufonesca nada. Nunca he pensado. Nunca he escrito, nunca he sufrido. Deseo matarme, eludir la responsabilidad, regresar vilmente al útero. No sé quién soy, ni adónde voy”. Como le pasaba a Mary.

Sylvia intentó suicidarse por primera vez pocos meses después de escribir este cuento. Robó un frasco lleno de somníferos y se lo llevó a un escondite en su propia casa, donde tomaría un puñado. Dejó una nota para su madre en el comedor: “Voy a dar un paseo largo. Volveré mañana”. No lo consiguió. No esa vez.