Cuentan que un enfermo y derrotado Juan Ramón Jiménez, a quien el Nobel no había ayudado a encontrar la paz, se apagaba moribundo sobre la cama en Puerto Rico cuando se revolvió para pronunciar su última imagen, que resumió en un término confuso: "España". Para el poeta que quizás más se ha preocupado por la palabra desde Góngora, tanto por su sentido estético como por el espiritual, el hecho de elegir este término como el último no es casual.

No se trata de patriotismos, estos no pueden tener sentido político para un exiliado maltratado por el Estado como él. Su elección tiene que ver más con una añoranza que para Juan Ramón, que todo lo glosaba con palabras, se tornaba también espiritual y estética. El poeta llevaba consigo el paisaje moguereño, el gesto onubense, la pausa de Doñana. Pronunció "España" porque aun en este último instante cargaba con la naturaleza de su infancia.

En este triángulo tartésico que tanta literatura le ha donado a nuestras letras, la musa es precisamente ésa: el paréntesis que el entorno le ofrece al poeta

Esta naturaleza que un día inspiró al maravilloso poeta onubense arde hoy sin apenas control. Es un desastre al que difícilmente se le puede añadir más dramatismo, pero quizás quepa todavía un poco más si se entiende que, en este triángulo tartésico que tanta literatura le ha donado a nuestras letras, la musa es precisamente ésa: el paréntesis que el entorno le ofrece al poeta. La llegada del Guadalquivir, el tiempo detenido, la puerta al mar (ya lo dijo Manuel Machado: Huelva, la orilla de las Tres Carabelas...). De algún modo, este mordisco que recibe Doñana es un mordisco también en el corazón de nuestra literatura.

Caballero Bonald, el mas doñaniano

José Manuel Caballero Bonald es quizás el poeta que más se ha refugiado en el entorno que hoy se consume para darle vida a sus versos. En el prólogo de su libro Diario de Argónida, donde Argónida es el nombre casi místico con el que se dirige al Coto de Doñana, Pepe Caballero Bonald le dedica estas palabras: "Es la primera visión sensitiva del edén, esto es, de una tierra virgen, primigenia, favorecida por los dioses, a la que nadie podría nunca mancillar". Por desgracia, las llamas mancillan hoy esa visión romántica, aunque seguro que quedará la poesía más allá del fuego. Casi proféticas parecen las palabras que el poeta le dedica a Doñana en su Copias del natural. De alguna manera tendrán que estar presentes cuando todo este infierno se apague:

"Doñana es indestructible. A pesar de tantos síntomas de menoscabo, la ‘tierra-madre’ acaba siempre castigando al que la ultraja. Incluso en esa extenuante época estival, cuando el inmenso territorio marismeño es ya un paisaje estepario, sembrado de osamentas y agrietado por el sol, se filtra por alguna fisura de la aridez como un simbólico aviso de regeneración. Volverá el agua y, con ella, la vida".

Doñana es indestructible. A pesar de tantos síntomas de menoscabo, la ‘tierra-madre’ acaba siempre castigando al que la ultraja, escribió Caballero Bonald 

Al pasear por los siglos, uno se da cuenta de que la literatura en castellano se recrea en estas orillas, a lomos de un Guadalquivir al que Alberti, como buen marinero terrestre, canta con ese toque popular que caracterizó al gaditano: "El río Guadalquivir/ se quejaba una mañana:/ me tengo que decidir/ entre Cazorla y Doñana/ y no sé cómo elegir".

Pero el siglo XX no es más que el final del camino, su recorrido se traza desde el Siglo de Oro, con Lope narrando la tristeza que a los viajeros de Las Indias les provocaba la visión de la marisma, hasta el eterno Antonio Machado quien, como su hermano párrafos atrás, se rindió a su belleza: "Un borbollón de agua clara,/ debajo de un pino verde,/ eras tú, ¡qué bien sonabas!// Como yo, cerca del mar,/ río de barro salobre,/ ¿sueñas con tu manantial?".

En esta simbiosis entre naturaleza y poesía crecieron varios de los mejores versos de los últimos siglos. Es una metáfora que, como ocurre con los renglones anteriores que firma Caballero Bonald, incide en lo que quedará más allá de la ceniza: la certeza de que ese lugar que originó tanta vida no podrá morir tan fácilmente.

Luis de Góngora 

Pero volvamos al Siglo de Oro para reflejar la pasión que Doñana despierta en el poeta. En este caso, el espejo es don Luis de Góngora y Argote. Ya ha cruzado su nombre por el texto, y es que, si la palabra es bálsamo, nadie como él para embalsamar esta tragedia. Ya en su Fábula de Polifemo y Galatea, quizás la composición que antes alcanzó la perfección simbólica, se refiere a estos parajes con octavas maravillosas:

Templado pula en la maestra mano

el generoso pájaro su pluma

o tan mudo en la alcándara que en vano

aun desmentir al cascabel presuma;

tascando haga el freno de oro cano

del caballo andaluz la ociosa espuma;

gima el lebrel en el cordón de seda

y al cuerno, al fin, la cítara suceda.

Porque la literatura funciona como vía de escape, como puerta de salida para una realidad que se empeña en superar la ficción. Pronto se apagará el fuego, y detrás seguirán los versos de los hermanos Machado, de Alberti, de Góngora, de Lope, de Caballero Bonald. Y todavía más interminable resultará el encanto de ese pulmón andaluz al que todos se rindieron.

Juan Ramón Jiménez y Moguer

El texto lo abre ese Juan Ramón Jiménez moribundo, marchito ya en algún lugar del Caribe. Pero dejen que sea otro Juan Ramón, inmortal y extraordinario, el encargado de cerrarlo. El moguereño universal hizo de su tierra un arma que empuñó durante prácticamente toda su vida poética. Pero si hay una composición que represente exactamente qué supone el paisaje, la costumbre, el acervo, el espíritu y la vida de esta tierra es, sin duda, su maravilloso Platero.

Ese asno, pequeño, peludo y suave, lleva a cuestas la carga de todo el pueblo moguereño. Porque Platero es la representación de la niñez de Juan Ramón, que arrastra las costumbres de sus vecinos, de sus gentes. Por eso, si alguien quiere asomarse a Moguer, sólo necesita zambullirse en Platero y yo, una de las más grandes composiciones literarias de nuestras letras. En uno de sus últimos capítulos, que Juan Ramón tituló A Platero en el cielo de Moguer, el yo poético se despide para siempre del burro, mezclando el sentir del narrador con el paisaje de la zona:

"Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma [...] por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de madreselvas... Va a tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma de nuestros paisajes moguereños, [...] caminando entre zarzas en flor a su ascensión, se hace más buena, más pacífica, más pura cada día. Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas y los azahares, llego, lento y pensativo, por el naranjal solitario, al pino que arrulla tu muerte".

Platero y yo. Moguer, 1916.

El recuerdo del paisaje moguereño se funde con la muerte de Juan Ramón, que abre y cierra este texto. Porque la literatura es a menudo una puerta para escapar. Tantos escaparon por Doñana, y tantos seguirán escapando.