Dice Elena Poniatowska que Carson McCullers “anota en su libreta cosas en las que nadie se fija, cosas de gente pobre, cosas de gente común y corriente”. Cuenta que sus cosas son “las cosas del alma y las de personajes que son poca cosa; hombres, mujeres, viejitos, negritos que se quedaron a medio camino o mejor dicho, nunca supieron cuál es el camino”. Nunca salvaba a sus personajes, McCullers. ¿De qué los salvaría? Si hizo un mapa del espíritu de los inadaptados empezando por ella misma.

Gore Vidal dijo que era “la desgraciada más talentosa” que había conocido y ahora, cien años después de su nacimiento, Seix Barral rescata Iluminación y fulgor nocturno, su autobiografía escrita al dictado pocos meses antes de morir. Hoy se la reivindica como una de las firmas más notables de la literatura norteamericana del siglo XX. 

Persistió en su prosa llena de sordomudos, de jorobados, de homosexuales, negros y adúlteros, es decir, en su literatura de lo incómodo, en sus historias sobre niños malditos

Carson fue niña doliente desde muy temprano -ahí su reumatismo cardíaco mal diagnosticado-, pero es cierto que su perra salud de hierro la mantuvo metódica y entera frente a la escritura, como un animalillo enclenque que no se quejaba jamás. Cambió la autocompasión por aferrarse con los dientes al pupitre y persist en su prosa llena de sordomudos, de jorobados, de homosexuales, negros y adúlteros, es decir, en su literatura de lo incómodo, en sus historias sobre niños malditos.

Carson McCullers.

También giró el ojo hacia sí misma para alimentarse de sus experiencias, incluso de su vida proyectada: “Todo lo que sucede en mis relatos, me ha sucedido o me sucederá”, dijo en una ocasión. A sus penas las bautizó como “fulgores nocturnos”. Iban desde sus ataques a sus relaciones frustradas pasando por las muertes de su abuela, sus padres y su esposo.

“El trabajo y el amor han llenado casi por completo mi vida, a Dios gracias. El trabajo no siempre ha sido fácil; cabe añadir que el amor tampoco”. Comienza el dictado. La secretaria copia, aplicada. McCullers sin saber si amputarse la pierna inválida; McCullers y sus derrames cerebrales; McCullers y sus manos agarrotadas. En su recapitulación pasa de puntillas por algunos temas -como su lesbianismo- y engorda en espacio su amor tormentosísimo hacia Reeves, su esposo, el único hombre que, dice, besó en la vida.

La escritora trágica

Su primer amor fue una anciana dama que olía a verbena y limón y era su abuela; la señora que le escondía naranjitas chinas en un cajón y bebía ponche religiosamente, todos los días, aunque su marido hubiese muerto de alcoholismo dando puñetazos al aire. Carson tuvo a quien salir: fue una dipsómana de médula, una efervescente adicta a la ginebra cuando aún parecía glamouroso vivir sempiternamente con una copa en la mano. 

La niña abandonó pronto su sueño de ser concertista de piano por los recursos limitados de su familia: sabía que nunca podría estudiar en una gran escuela, así que decidió afanarse en algo que pudiese hacer desde casa, como la escritura. “También conseguí empleo en una revista que se llamaba More Fun and New Comics. Yo, una escritora trágica, trabajando para revistas cómicas”.

El éxito le llegó muy temprano y tuvo la suerte de escribir siempre lo que quiso y como lo quiso: tenía a editores y empresarios comiendo de la palma de su mano

El éxito le llegó muy temprano y tuvo la suerte de escribir siempre lo que quiso y como lo quiso: tenía a editores y empresarios -los que convertían sus letras en obras de teatro- comiendo de la palma de su mano. “Sus obras la honraron casi sin que ella moviera un dedo”, dice Poniatowska en el prólogo.

En los ratos libres de creación, bebía de Proust, de Isadora Duncan, de Hemingway y de Tennessee Williams, que también era su amigo. Con él nadaba, comía “patatas Carson” -al horno con mantequilla, cebolla y queso- y compartía mesa de trabajo. Tennesse Williams escribió Verano y humo y ella la versión teatral de Frankie y la boda.

Carson McCullers y Tennesse Williams.

“En 1939, a los 19 años, me había enamorado de Reeves McCullers y me había casado con él. Les dije a mis padres que no deseaba casarme sin haber tenido antes una experiencia sexual con él; pues, ¿cómo podía saber si me gustaría o no estar casada?”. Cuando le preguntó a su madre acerca del sexo, ella le pidió que la acompañase detrás de un árbol y le dijo, sencillamente: “El sexo, querida mía, tiene lugar en donde te sientas”. Con él bebía rosado, comía tomates fuera de temporada y hablaba de escritura. No tenían amigos y les gustaba estar solos.

Matrimonio, lesbianismo y activismo

El soldado Reeves era más fantasma profesional que otra cosa. Nunca escribió más líneas que las de sus cartas durante la Segunda Guerra Mundial -adjuntas en el libro- aunque no paraba de parlotear sobre dedicarse a la literatura, y falsificó la firma de su esposa para robarle dinero. “Todo el día he estado contigo. Mi Reeves, ¿tienes plena conciencia de mi amor? Deseo que sientas a cada instante mi ternura por ti, que la sientas en cada nervio, cada músculo, cada hueso. Yo siento así tu amor por mí. Mi amor por ti que es mi seguridad: lo que me permite seguir”, le confesaba ella en la correspondencia.

Carson y su esposo, Reeves McCullen.

También él la amó con el órgano palpitante en la mano, pero entre desequilibrios, persecuciones, infidelidades, adicciones, acosos e intermitencias. Una noche intentó estrangularla y, al final, cumplió su eterna amenaza de suicidarse. Fue una pasión cómplice y tramposa. La adoración alucinógena de dos novios borrachos

Se enamoró de la escritora Annemarie Clarac-Schwarzenbach, de la que dijo que “tenía un rostro que, lo supe enseguida, me perseguiría hasta el final de mi vida”

A Carson la amenazaron los del Ku Klux Klan -”no nos gustan los amantes negros ni los maricas, ésta será tu noche”-, acentuó su misantropía, vivió pegada como una lapa al hogar natal y se enamoró de la escritora Annemarie Clarac-Schwarzenbach, de la que dijo que “tenía un rostro que, lo supe enseguida, me perseguiría hasta el final de mi vida”. A los diecisiete se sintió fascinada por el Partido Comunista -creyó en él como bastión de lucha-, pero no empeñó su literatura ni su vida en la causa. “Es más sencillo afiliarse al partido que salir de él. Yo nunca sentí deseos de afiliarme. Por un solo motivo: no soy de naturaleza gregaria”, escribió.

“Al principio estaba totalmente de acuerdo con Marx y Engels, y cuando pienso en los disturbio de hoy, me da la impresión de que son pura aplicación del marxismo. Los comunistas han aprendido muy bien a explotar, exponer y debilitar socialmente ciertos sectores para sus propios fines”. Murió a los 50 años de un accidente cerebrovascular. Muchos apostaban menos. El título de su mejor obra, El corazón es un cazador solitario, fue idea de su editor.

Carson McCullers.