Aquí en la tierra de los odios -más en este páramo digital donde parece que molamos más si nos levantamos ponzoñosos- uno se distingue más por lo que detesta que por lo que ama. Uno vive más en la fobia que en la filia, porque la animadversión tiene algo de sacudida, de yo no soy esto, de quita, bicho, de estoy por encima de ti. El solo hecho de criticar -cualquiera pilla ya el tono del discurso autorizado- parece que legitima, que pone distancia, que eleva a los cielos al juzgador. Y desde ahí, escupe amarillo.

Pero peor aún cuando nuestros amores culturales se dejan influenciar por una corriente de hipsterismo absurda que sueña con reivindicarnos como niños de la élite intelectual: venga bicicletita, venga película francesa, venga grupo impronunciable. Caricaturas, al final. Adultos ya incapaces de reconocer que se les va el pie solo cuando suena Hoy para mí es un día especial, hoy saldré por la noche o que les vibra el látigo de la líbido con un Sueño contigo, qué me has dado. Dan la vuelta frente al espejo como El Dioni de Camela, pero no lo dirían jamás en una cena.

Peor aún cuando nuestros amores culturales se dejan influenciar por una corriente de hipsterismo absurda que sueña con reivindicarnos como niños de la élite intelectual: adultos cool que no reconocen que aman 'Mi gran noche'

En Música de mierda. Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop, publicado hace un año por Blackie Books, Carl Wilson decide desentrañar por qué Céline Dion -icono máximo en su país, Canadá, y en buena parte del pop global- parece que sigue sin gustarle a nadie 200 millones de discos vendidos después. Por qué se la canta en silencio, con bochornillo. Por qué, en definitiva, en público nos reímos de baladas con las que hemos llorado y por qué mentimos para que nos acepten.

La novedad es una vuelta de tuerca a aquel ensayo que abrió las carnes del debate. Ahora, en Mierda de música (Blackie Books), firmas de la talla de Marta Sanz, César Rendueles, Paul B. Preciado, Marina Garcés, Rodrigo Fresán, Nacho Vegas o José Luis Pardo, entre otros, siguen rumiando la tara del esnobismo cultural y escarbando en lo que oculta.

Sabina, mascota de la derecha

Vegas arranca su brillante texto recordando que de pequeño devoraba tomos encuadernados de Forges y que a veces aparecía en sus viñetas, como método de tortura, escuchar a Los Chunguitos o a Julio Iglesias. "Si lo pienso bien no puedo evitar concluir que en esos chistes había una carga importante de clasismo progre y de elitismo cultural", escribe. ¿Por qué? Porque Iglesias representa a ese caballero rancio y galancito "asociado frácilmente a la derecha", y Los Chunguitos eran más bien la banda sonora de los barrios perros y hambrientos que hablaba de realidades sociales espinosas. ¡Y eso los progres no, nunca! Los progres Aute o Sabina, Alaska y los Pegamoides.

El cantautor explica que una cultura de derechas es una cultura despolitizada, y que La Movida y el indie español son buen ejemplo de ello: escenas musicales sobrevaloradas en los medios y que no han chirriado políticamente jamás, que siempre han tendido a la complacencia. Vegas, hoy, ve el conflicto en otra parte. En que los presuntos cantantes de izquierdas en España han pasado a ser bufones de la derecha, mascotitas para el entretenimiento. Como Sabina o Miguel Bosé. "Tienen muchos fans de la derecha más conservadora. Es algo así como si dijeran: 'Nosotros no somos así, pero nos gusta que los canallas y maricones de la farándula nos entretengan'", lanza, con dureza.

Al capitalismo le gusta la cultura (para engañar)

El sociólogo Pierre Bourdieu mostró "que las preferencias estéticas -musicales, gastronómicas, artísticas..- que solemos tomar como un espacio privilegiado de libertad individual permiten clasificar a los grupos sociales con mucha exactitud". Rendueles lo trae al caso.

El autor de Sociofobia (Capitán Swing) y Capitalismo canalla (Seix Barral) explica que "allí donde más autónomos nos sentimos, donde tenemos la sensación de estar expresando nuestra subjetividad sin cortapisas, resulta que acabamos pensando y deseando exactamente lo mismo que quienes tienen nuestra misma renta, recursos educativos y red de relaciones sociales". "A todos los que tenemos un doctorado nos gusta la música con disonancias, los paisajes industriales, la fotografía en blanco y negro, y, además, nos creemos terriblemente originales por ello", ironiza.

Rendueles abofetea a esos hipsters "enfermos de cinismo y de elitismo" hijos de Pitchork y el vermú artesanal -pero a Melendi ni mijita de caso-, y relata que España es un buen ejemplo de cómo las ciudades han empezado a competir por atraer a las "clases creativas" que constituyen el auténtico motor de la economía global: emprendedores de startups, programadores, diseñadores, etc. Esto no es sino otro éxito del capitalismo. "En la época dorada de la economía española los jóvenes no podían acceder a una vivienda y tenían empleos inestables y mal pagados, pero disponían de opciones de ocio y consumo con un aire cool y cosmopolita".

Vamos, que, según Rendueles, nos han cambiado precariedad por una vida simbólicamente excitante. "Nos han proporcionado una forma innovadora, emocionante y creativa de convivir con la especulación financiera, la corrupción, el clasismo extremo y el racismo". El neoliberalismo, dice, ha conseguido que, paradójicamente, el elitismo cultural sea compatible con la ultrapolitización. "Aún hoy es mucho más probable oír hablar de desigualdad, cooperación o respeto a la diferencia en un museo que en un centro laboral", esgrime.

Cuando nos reímos de Taburete y de sus fans, ¿no estamos ignorando los principios de la democracia?

El autor habla, en este punto, de autoexploración ética. Cuando nos reímos de Taburete y de sus fans, ¿no estamos ignorando los principios de la democracia? ¿No es cierto, como apunta Rendueles, que "la única manera que tenemos de saber que las leyes que nos gobiernan son justas es asegurarnos de que las hemos elaborado entre todos, contando incluso con gente cuyas ideas y gustos no apreciamos o a la que nunca pensamos que merecía le pena escuchar, y aceptando las dificultades que conlleva este proceso"?

Campechanos, pero no tanto

Marta Sanz, además de hacer una pertinente diferenciación entre cultura de masas y cultura popular, estudia hasta qué punto el placer es sofisticado o natural y dice que no tiene que esforzarse para que le gusten algunas canciones de Chenoa o Médico de Familia. Aunque se muestra favorable a los experimentos -esto de picotearlo todo y de dejarse disfrutar- acaba posicionándose y aclara que, de elegir algo, prefiere elogiar lo lleno a lo vacío.

Porque vivimos en un mundo en el que el griego, el latín y la filosofía están desapareciendo de la enseñanza secundaria pero, sin embargo, en las universidades más pijas de EEUU se estudia el impacto cultural de Beyoncé o la repercusión sociológica de Lady Gaga. "Abogo por la necesidad y la excelencia de la educación pública frente a la generación espontánea o la risa floja". Después disecciona Tengo el corazón contento, de Marisol, y acaba encontrando en ella depredadores diurnos bajo un género confesional, casi de misa. Demuestra con exquisitez que, al final, toda forma es ideológica

Mecano es para lesbianas

Javier Blánquez habla de la cantante irlandesa Enya como placer culpable -que está deseando confesar- y José Luis Pardo reflexiona acerca de la universalidad del amor -cultural-: "Universalidad no significa 'lo mismo para todos' o 'lo mismo para siempre', sino 'cada uno en el lugar de cualquier otro' a la hora de juzgar". Pardo dice que durante mucho tiempo se extendió la idea de que Lennon era cool y McCartney no, "porque el primero representaba el progreso histórico, identificándose sucesivamente con el rock macarra -'Antes de Elvis no había nada', decía- y machista -You can't do that, Run for your life-, con el nuevo modelo de varón sensible y necesitado de cuidados femeninos -Help!- y con el pacifismo de los hippies -All you need is love-, mientras que el sgundo estaba anclado en las baladas azucaradas, cursis y blandas de toda la vida".

Hoy confía en el público para entender que no era así, que Paul es tan hijo de Elvis como lo era Lennon, e incluso un hijo más inteligente, porque sabía hacer que su pasión por Elvis no empañase su amor hacia Harold Arlen, Cole Porter o Irving Berlin. Es más: en Lennon había cosas de McCartney como en McCartney de Lennon, en colaboración insustituible.

Paul B. Preciado trata la reafirmación lesbiana a través de Mecano y Marina Garcés asegura no arrepentirse de haber formado parte de disidencias minoritarias, en contra de esos críticos que fueron vanguardia y ahora ya no quieren serlo, a cambio de llamarse democráticos. "Si millones de adolescentes bailan canciones machistas o se transmiten actitudes violentas y competitivas en las canchas de deporte, ¿tenemos que aprender a valorarlo porque a pesar de todo es lo que les permite estar juntos a pesar de sus diferencias y de su clase, es decir, porque les permite situarse en la órbita de la mayoría social?". Entonces, parece decir, la democracia no es para tanto. Es más: resulta peligrosa.

En definitiva, leer Mierda de música para autoexplorar las propias filias y fobias es como tener sexo con tu uróloga o tu ginecólogo: se escapa la magia del impulso, pero, oigan, siempre es importante saber por qué las cosas están colocadas en determinado sitio.